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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Privilegios y violencia

LA PROTESTA violenta de los aspirantes a ingenieros superiores ha vuelto a poner de manifiesto que el derecho a la pedrada o a la barricada de fuego en esta sociedad de libertades no es patrimonio exclusivo de los llamados radicales. Centenares de estudiantes de escuelas superiores, centros que se han distinguido siempre -y desde luego en los años difíciles de la lucha contra la dictadura- por su falta de conflictividad, se movilizan ahora ante el temor de que sus futuros títulos queden devaluados en la competencia del mercado de trabajo frente a los ingenieros técnicos. La devaluación académica que temen y contra la que airadamente protestan no tiene su origen en su descontento por una falta escandalosa de medios en las aulas, en unos planes de estudios obsoletos o con un profesorado vitalicio que no siempre evoluciona en sus conocimientos al ritmo del avance de las ciencias. Sus temores vienen de que el Estado conceda a los antiguos peritos competencias que antes tenían ellos en exclusiva. La radicalización responde, pues, a la defensa de unos intereses de gremio, en este caso potenciales, puesto que los protagonistas son estudiantes y no profesionales. Extraña que estos últimos no se encuentren en la protesta, o quizá más bien se encuentran, como profesionales y profesores que son a la vez muchos de ellos, empujando a sus alumnos al riesgo callejero de la algarada y defendiendo así sus privilegios.El Ministerio de Educación, que debe velar por los planes de estudio, la calidad de la enseñanza y las titulaciones, nada ha tenido que ver con este proyecto de ley que regula las atribuciones profesionales. El ministro Maravall ha marcado distancias entre la iniciativa legislativa del grupo parlamentario y la del Gobierno, recordando que esta conflictiva proposición de ley no partió del Ejecutivo, sino del Grupo parlamentario Socialista, y ha recordado de paso que se trata de una proposición que viene estudiándose desde hace dos años y que contó desde el principio con el consenso de todos los grupos parlamentarios.

Parece evidente que el Grupo Socialista no consultó la opinión de Maravall y tampoco tuvo en cuenta el actual proceso de reforma de los planes de estudio de las carreras universitarias que está siendo impulsado por el Consejo de Universidades. Pese a todo ello, el conflicto ha quedado reducido a una lucha entre los estudiantes de ingeniería -y en menor medida de arquitectura- y el Departamento de Educación y Ciencia.

En tal conflicto es sorprendente que una ley que algunos han bautizado como ley Guadiana por su larga historia de apariciones y desapariciones haya salido una vez más a la luz en un momento político particularmente tenso. Aunque el enemigo a batir es la ley de atribuciones, a estas alturas ya casi nadie se acuerda de que fueron los colegios profesionales los que iniciaron la protesta. Todo parece haber quedado reducido al clamor de los estudiantes por una adecuación entre los planes de estudio, el título que alcanzarán y las atribuciones profesionales consecuentes, mientras poderosas corporaciones se limitan a comprender paternalmente la indignación de los jóvenes estudiantes.

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Es lugar común de encuentro entre la izquierda y la derecha el tópico de que la modernización de la sociedad pasa por reducir el papel del Estado en favor de un mayor protagonismo de la sociedad civil. Las voces que constantemente claman contra ese intervencionismo del Estado exigen libertad de contratación y despido y libre juego de los factores económicos. Muestran ahora su añoranza por el corporativismo protegido desde el poder. Ayer los médicos, hoy los ingenieros y arquitectos, mañana los periodistas, los notarios o los registradores de la propiedad. No es infrecuente que los que en ocasiones se hacen pasar por liberal-conservadores, y aun por progresistas, sólo quieran conservar privilegios y tiendan a asociar la idea de libertad con la de recibir amparos legales para tapar su eventual falta de esfuerzo o de competencia. El ordenamiento social debe tender, sin embargo, a que se vaya creando una coincidencia entre la cualificación real y la cualificación legal en el trabajo que se realiza. Que por la virtud de poseer una titulación académica se pueda disfrutar de recompensas económicas no provenientes del propio trabajo hace recordar los viejos modos de la producción asiática y esas anacrónicas figuras de nuestra sociedad que tras haber ganado una oposición pueden vivir opulentamente con el solo esfuerzo de colgar su diploma en el despacho. El ejemplo, en el actual conflicto, de algunos arquitectos o ingenieros que han medrado como parásitos de la labor que realizaban los de grado inferior es una indignidad de la que deberían abominar todos aquellos que pretendieran honrar el nombre de la profesión que representan. No desconocemos y valoramos la existencia de buenos y admirables arquitectos e ingenieros españoles. Pero cuando uno contempla la destrucción del medio ambiente, la especulación criminal de nuestro suelo firmada por arquitectos proyectistas, el trazado de nuestras carreteras y autopistas, no puede dejar de preguntarse sobre cuál será esa ciencia infusa y vedada a los demás que en las escuelas superiores se ha enseñado a esta otrora elite social que le permite hoy día protestar por la llegada de los intrusos. Por cada Fisaç, Moneo, Bofill. o Manrique -estos dos, necesitados de que alguien firme los proyectos por ellos- podemos encontrar un montón de mediocridades repletas de títulos académicos y de garantías colegiales. No decimos que los títulos no sean necesarios, sino que la demagogia corporativa llevada a las barricadas callejeras no es la mejor manera de que los jóvenes arquitectos e ingenieros sean capaces de reparar tanto desastre ecológico como los doctores que les precedieron han producido en este país.

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