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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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El cambio de la política exterior

Una de las hipótesis más interesantes estudiadas por los expertos en materias internacionales es aquella que considera las posibilidades de alteración de la política exterior en un país determinado cuando transita desde un sistema de Gobierno autoritario hasta otro democrático; incluso, en un supuesto más modesto, las incógnitas permanecen cuando el modelo se limita modestamente a las perspectivas creadas por la alternancia en el poder de partidos políticos teóricamente antagónicos dentro de la mecánica parlamentaria normal. Los españoles hemos tenido la oportunidad de vivir ambas hipótesis en un brevísimo plazo de tiempo histórico; entre 1975 y 1986, la opinión española ha conocido la experiencia diplomática de una dictadura agonizante, la correspondiente a un intenso período de transición democrática, así como la sucesión de un Gabinete de centro-derecha por otro socialdemócrata.Un primer juicio indica la estrecha interconexión, en ocasiones interdependencia, entre política interna y política exterior; intimidad que se ha mantenido desde los primeros pasos hacia la democracia hasta la fecha. Aquellas titubeantes aproximaciones, no podía ser de otra manera, de las últimas semanas de 1975 y los primeros meses de 1976 contaron con vientos favorables y apoyos sólidos en nuestro entorno exterior. Cuando en delicada operación formal saltaron por los aires los obstáculos fascistas del franquismo residual, España pudo incorporarse plena y merecidamente al reducido club de los Gobiernos democráticos. Los distintos Gabinetes de la transición situaron a España en el meridiano de la normalización mediante el intercambio de embajadores con casi todos los países del mundo, sin limitaciones ideológicas y con muy contadas excepciones. Se elevó el rango de los acuerdos con Estados Unidos a la categoría superior de tratado en los mismos albores de 1976; se iniciaron las negociaciones con la Europa comunitaria; fueron ratificados los pactos internacionales de las Naciones Unidas sobre protección de los derechos humanos; se ingresó en el Consejo de Europa. Actos de la mayor trascendencia, realizados incluso antes de la promulgación de la Constitución de 1978. Era indiscutible que la comunidad internacional prestaba todo su aval al proceso democratizador interno. Por lo demás, en esta misma etapa, aunque ya en el plano declarativo, se señaló insistentemente, junto a la vocación europeísta de España, la peculiar dimensión dual de nuestra acción exterior, tanto en su vertiente latinoamericana (expresada literalmente en el artículo 56.1 de la Constitución) como en la mediterráneo-árabe. En este sentido, no se desaprovechó foro internacional alguno, especialmente el ofrecido cada año por la Asamblea General de las Naciones Unidas, para insistir en los rasgos que se presentaban como caracterizadores de la España democrática en su acción exterior: la práctica de la paz y la defensa de los derechos humanos. De esta forma, práctica diplomática y declaraciones de principios, se clausuraba el ciclo exterior de la dictadura y se completaba la incorporación de España no sólo a la comunidad internacional, sino también al círculo restringido de paísesdemocráticos. En determinado sentido, éste es precisamente el momento, y no otro, en que finaliza aquel secular aislamiento español. Más que de un cambio, vocablo por fuerza ambiguo, quizá fuese más correcto hablar de una rectificación que, a más de oportuna, se efectuó con una asombrosa rapidez, propiciada por el consenso de todas las fuerzas políticas en el período de la transición, así como el respaldo internacional recibido por el proceso democratizador interno. Aunque, para completar la descripción, es preciso señalar que el consenso se operó, entre otros factores, gracias a una congelación de cierta problemática internacional que afectaba a España y a una paralización absoluta de todos aquellos movimientos populares capaces de generar tensiones y conflictos entre las fuerzas políticas y sociales que por aquel entonces centraban todos sus esfuerzos en la democratización interna y en el proceso constitucional. El símbolo más expresivo de aquel consenso posiblemente fuese aquella delegación española que anualmente acudía a la Asamblea General de la ONU bajo la presidencia del titular de Exteriores e integrando en su seno a miembros de todos los partidos políticos con representación parlamentaria, o aquella otra de composición similar que visitó distintos países africanos cuando desde la OUA se ponía en cuestión la españolidad del archipiélago canario. Tal coro de unanimidades relegaba a un olvido formal el contencioso pendiente sobre el Sáhara occidental, la conflictividad latente con Marruecos, la discutida pertenencia de España al sistema defensivo de Europa occidental, etcétera. Incluso los partidos entonces mayoritarios de la izquierda imponían a sus militantes la pasividad y el mutismo al clamor popular, que venía de muy atrás, en el tiempo contra las bases militares de EE UU en suelo español. Y es que una de las fórmulas no escritas, pero sí pactadas, del consenso suponía la congelación de toda iniciativa gubernamental con respecto a la Alianza Atlántica al precio de que la izquierda no combatiese la presencia militar norteamericana en España.

El Gabinete de Calvo Sotelo, el más débil parlamentariamente de todas las legislaturas habidas desde 1977, será inexplicablemente el que dé el paso más impor tante en nuestra política exterior al proce der a la firma y ratificación del Tratado de Washington y, consecuentemente, producir nuestra incorporación a su organización (OTAN). En términos realistas, tampoco puede hablarse en esta ocasión de cambio, sino más bien de materialización de unos propósitos anunciados claramen te por los Gobiernos de UCD, tanto en comparecencias parlamentarias como en programas electorales, cuando proclamaba solemnemente la pertenencia plena (política, económica y militar) de España al complejo denominado Europa occidental o atlántica. En todo caso, lo que sí hubo fue una hábil manipulación de la izquierda y sus partidos por la derecha y el centro en el poder. Era, en definitiva, la ruptura del consenso en política exterior.

LA DECISIÓN DE CALVO-SOTELO

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La decisión del Gobierno de Calvo Sotelo de incorporar a España a la Alianza Atlántica es el tema más importante, y jamás explicitado, de la dirección de nuestra acción exterior en los últimos tiempos. Aún se ignora si sólo jugaron motivaciones internas o si también se dieron presiones exteriores en actuación tan trascendental. Aunque posiblemente lo más inquietante fue que tal paso se diese por un Gobierno en la frontera de la crisis parlamentaria, absolutamente desahuciado por la opinión pública, irresponsable frente a un partido en galopante descomposición y a pocos meses del cantado éxito electoral del PSOE. O quizá aquella derecha en el poder -ya ni tan siquiera era el centro-derecha- estimase que, frente a tal cúmulo de circunstancias adversas, se encontraba en su última oportunidad, difícilmente repetible en el futuro, de incorporar España a la Alianza Atlántica. En cualquier supuesto, dada la ausencia de información fehaciente y el mutismo de los protagonistas, nos movemos en el plano de la mera especulación. El 28 de octubre de 1982, los socialistas se enfrentan, en política exterior, a una situación muy incómoda, casi un callejón sin salida; por una parte, una negociación en estado letárgico en Bruselas, y por la otra, la integración en la OTAN, tan duramente criticada por toda la izquierda, en campaña dirigida por Felipe González, tanto en los debates parlamentarios como en acciones de masas y en la campaña electoral. Los primeros meses de la andadura gubernamental socialista fueron, lógicamente, de tanteo y de información. Se trataba no sólo de tomar tierra, de conocer a fondo los documentos a los que hasta entonces no se había tenido acceso, sino también de cohonestar, en la medida de lo posible, el contenido de las resoluciones congresuales y de los programas electorales con la práctica concreta de Gobierno; en fin de cuentas, una situación que, por la misma fuerza de los hechos, siempre sorprende a la izquierda: armonizar la ideología con la realidad, la aspiración del deber ser con la insolencia del ser. La tarea más inmediata pronto reveló algunas dificultades: era preciso coordinar todos aquellos órganos que, de una o de otra forma, querían o debían participar en la elaboración & la política exterior: Ministerio de Asuntos Exteriores, comisión de relaciones internacionales del propio partido y gabinete de asesores anexo a la Presidencia del Gobierno, sin descartar la figura y personalidad del mismo jefe del Ejecutivo, responsable último de la dirección de la política exterior colegiadamente con su Consejo de Ministros. El paso de los meses iría marcando y determinando la homogeneidad necesaria, la siempre sofiada unidad de acción y, para decirlo con lenguaje académico, la asunción por las instancias partisanas de aquello que es llamado, con cierta solemnidad intencionada, política de Estado, como si el Estado fuese un ente angelical y desideologizado. Este proceso unificador se culmina con la salida de Fernando Morán, persona de ideas propias y dotado de un peligroso carisma, del primer Gabinete socialista y su sustitución por Fernández Ordoñez, menos dado a protagonismos e idearios disonantes de los de su jefe de Gobierno. El ciclo homogeneizador se cierra, de forma casi coincidente, con la finalízación de las negociaciones y el ingreso de España en la Europa comunitaria. Una lectura superficial, electoralisa, indicaría un balance brillante para la política exterior de la legislatura próxima a su conclusión. Sin embargo, panorama aparentemente tan brillante queda seriamente enturbiado por la incógnita aún pendiente de nuestra permanencia en la Alianza Atlántica.

Los azares de la campaña electoral o -por qué no- una profunda y sincera convicción política en aquel momento lanzaron al PSOE a prometer, si se alcanzaba el poder, la realización de una consulta popular, el referéndum consultivo del artículo 92.1 de la Constitución, sobre la

El cambio de la política exterior

permanencia de España en el OTAN; se afirmaba que los españoles debían ser, con su voto, los que, de una vez y para siempre, zanjasen el tema de nuestra vinculación permanente o de nuestra ruptura definitiva con los compromisos y mecanismos de la Alianza Atlántica. Por causas que el común de los mortales no alcanza a comprender, cuestión tan delicada como la celebración de la consulta popular fue demorándose y, como siempre suele ocurrir, pudriéndose en manos de sus inspiradores; aunque, ello es cierto, se repetía incansablemente que el referéndum se celebraría y se congelaban todos los pasos conducentes a nuestra inclusión en el Mando Militar Integrado, lo cual no era obstáculo para que paulatinamente se incrementase nuestro empeño militar y el de nuestras Fuerzas Armadas con los mandos de la Alianza. Durante más de dos años, todo el grueso de nuestra diplomacia se puso casi exclusivamente al servicio de un objetivo único, mientras que el resto quedaba en suspenso: las negociaciones con la Comunidad Europea. De tal manera que incluso se afirmaba fervorosamente una especie antaño desmentida ardientemente: si España quería ingresar en el club económico era inexcusable que asumiese determinadas cargas políticas y defensivas. El argumento, tan denostado cuando era utilizado por los hombres de UCD, adquiría peso y solidez de autoridad al ser exhibido por los responsables socialistas. A un observador bien intencionado sólo le queda la sospecha de entender que cuando los antiguos opositores entraron en conocimiento de los arcanos del poder descubrieron la existencia de unas hipotecas ya pactadas, de algunos compromisos contraídos y de ciertas presiones toleradas que, de haber sido sabidas antes del 28 de octubre de 1982, no hubieran permitido ataques y críticas a la organización atlantista, y mucho menos avanzar promesas de consultas populares sobre cuestión ya decidida.ARGUMENTOS CONTRADICTORIOS

Hasta llegar a la situación actual, comienzos de 1986, en la que, tras superar un interludio esquizoide sobre la realización o no del referéndum, a lo largo del cual la derecha ha enviado los mensajes más sospechosos sobre la viabilidad de la consulta popular, se sumerge ahora a una opinión, perseverantemente desinformada, ante un cúmulo de argumentaciones absolutamente contradictorias. Así, con toda seriedad, se afirma que la OTAN es excelente al 50% en su estructura política e intrínsecamente perversa en la mitad restante, el Mando Militar Integrado (silenciando el carácter eminentemente militar de la organización). Que los misiles nucleares de alcance medio están perfectamente instalados en Europa occidental, pero que son absolutamente malignos si se piensa en su instalación o almacenamiento en España. Que es una humillación insufrible para nuestra soberanía nacional la firma del Tratado de No Proliferación Nuclear, pero que, en invocación de esa misma soberanía, el territorio español quedará permanentemente desnuclearizado (silenciando todo lo referente al tránsito de este tipo de armamento). Que se va a reducir la presencia militar norteamericana, tanto si Washington quiere como si no, afidiendo de pasada que la base de Rota es intocable y llamando negociaciones a lo que hasta ahora no han sido más que simples conversaciones. Que es deber de todo español que se precie de demócrata participar en el referéndum, pero que esta bondad se convertirá en excelsa virtud de madurez política si el voto depositado en la urna coincide con los deseos del Gobierno y de su presidente. Aderezado todo este conjunto de contradicciones con la suprema invocación a los intereses superiores, una veces nacionales y otras estatales, pero nunca explicitados, quizá por su carácter mutante. Pero sin añadir ni un ápice a la bondad intrínseca de la Alianza Atlántica, salvo la confesión pregonada de que los responsables de nuestra política exterior han cambiado diametralmente al respecto en su opinión de antaño.

Llegados a este punto podría decirse, sin ánimo partidista de diestra o de siniestra, que el Gobierno socialista, en sus casi ya cuatro años de mandato, no ha modificado nuestra acción exterior; que se ha consagrado a continuar y profundizar los planteamientos ya iniciados en los tiempos de la transición y del consenso. Por ejemplo, nuestro ingreso en la Comunidad Europea, en lo que de dinámico tiene y sin restar méritos a unas negociaciones de extrema dureza, es, sencillamente, la culminación feliz de todo un proceso iniciado anteriormente. O, en otro caso, la admisión de la cuestión de la soberanía por el Reino Unido en el contencioso sobre Gibraltar es un paso más en el procedimiento movilizado por el ministro Oreja con la Declaración de Lisboa. En sentido contrario, la ratificación de posturas gubernamentales anteriores con respecto al Sáhara occidental, en contra de planteamientos antagónicos de los tiempos de la oposición, tampoco puede calificarse merecidamente de un planteamiento renovador. Es muy posible que un observador más avezado de la política exterior concluyese recordando que la diplomacia es un continuum que excluye todo atisbo de originalidad.

Con respecto a las otras dos vertientes tradicionales, que no dinámicas, de nuestra acción exterior, Latinoamérica y el mundo árabe, tampoco se han registrado actuaciones de particular relevancia. El apoyo a los procesos democratizadores del Cono Sur, ya sustentado por el populismo de Adolfo Suárez, se ha mantenido, con toda lógica, en méritos compartidos por igual entre la jefatura del Estado y el Ejecutivo. Sobre la pacificación en Centroamérica, dentro del espíritu de Contadora y sin detenernos en más de una vacilación frente al proceso revolucionario de Nicaragua, sería deseable, ahora que ya es posible, una mayor actividad en los medios competentes de la Europa comunitaria. En nuestro complejo relacional con Oriente Próximo, el muy discutible reconocimiento del Estado de Israel, no por razones de legalidad jurídica, sino de oportunidad Política, en momentos en que Tel Aviv acrecienta su agresividad y se niega a toda negociación con los representantes del pueblo palestino, y sin recordar lo que al respecto se decía no hace aún tanto tiempo desde la Moncloa y desde el palacio de Santa Cruz, era algo -el reconocimiento y el intercambio de embajadores- que venía impuesto tanto por nuestra deriva atlantista como por nuestro ingreso en la CEE. Aunque sería oportuno recordar que en esta zona geográfica el mayor deseo de nuestra diplomacia parece ser el de convertirnos en buenos mercaderes de armas para nuestros clientes árabes, en franca competencia con el resto de los demás comisionistas europeos, como si se tratase de nuestra mejor contribución a la paz.

LA CONSULTA POPULAR

En este marco general, posiblemente ensombrecido por el rigor necesario de la crítica, en buena lógica y en correcta interpretación, el único dato que podrá aportar una modificación rigurosa en nuestra política exterior será el resultado de la consulta popular sobre nuestra permanencia en la OTAN. En el bien entendido que nuestra hipotética salida de la Alianza no sería más que un retorno a las posiciones políticas anteriores, y no una transformación radical. Aunque ahora se presente la alternativa como una opción tan decisiva que, de no coincidir con el deseo del Gobierno, acarrearía dimisiones, renuncias, disoluciones parlamentarias, elecciones anticipadas y un largo etcétera que, en fin de cuentas, tiende a enfrentar al elector ante una responsabilidad mucho más cruenta de la que se contiene en el simple sí o no a la pregunta refrendaria.

El discurso anterior nos conduce nuevamente a las interrogantes iniciales de esta reflexión. ¿Es modificable la política exterior de una potencia regional de tipo medio? ¿La política exterior permanece inmutable ante las alteraciones políticas del orden interno? Si se responde afirmativamente a la primera pregunta y se da por supuesto que los procesos internos pueden afectar a las orientaciones internacionales, se plantean seguidamente otras dos cuestiones. La primera, que exista una voluntad política de cambiar la acción exterior en el equipo gubernamental de turno. La segunda, supuesta tal voluntad, que las transformaciones o modificaciones sean permitidas por el entorno internacional. Dada la ausencia de información que nos abruma, tanto sobre las intenciones genuinas de cambio en la acción exterior por parte del Gobierno socialista como sobre la permisividad y tolerancia del medio internacional, aceptando razonablemente las dosis de secretismo que pesan sobre este tipo de cuestiones, hemos de concluir, sin descender a procesos de intenciones absolutamente fuera del lugar, que en la actual legislatura no se ha producido ningún cambio real en nuestra política exterior. Que hemos asistido a una consolidación de los objetivos asignados a nuestra diplomacia desde la transición y asumidos por todos los partidos políticos que se han turnado en el poder. En conclusión, 'que la política exterior es un corolario fiel de los principios que rigen la política interna.

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