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Finisterre

Fernando Savater

Se trata de una llave pequeña y muy dentada, con el número 204 nítidamente grabado en la cruz; va unida por una argolla a una pieza de plástico negro bastante voluminosa, en una de cuyas caras puede leerse en letras doradas: "Hotel Finisterre. Calzada de Tlalpan, nº 2.043. México 21, D. F. Teléfono 689 00 33". En el dorso pone: "Deposítela en un buzón. Porte pagado. Drop it in a mail box". Yo no cumplí este últímo requerimiento cuando hace un año, al volver de México, descubrí en mi bolso la llave inadvertidamente no devuelta al abandonar el hotel. Ignoro por qué la conservé: mi experiencia de los buzones de Correos de o hacia México no es alentadora, soy perezoso por las nimiedades, mi maldito fetichismo tiende a consagrar automáticamente los más trivales monumentos. Del hotel Finisterre, por otra parte, me sobran recuerdos, pues he parado en él desde que hace 10 años fui a México por primera vez. Memorias invariable y casi dolorosamente gratas de risas compartidas, camas revueltas, vacilantes arribadas en las albas non sanctas de tequila, desayunos contundentes de huevos a la mexicana (el más enérgico ponteen-pie del mundo) ... ; sabor imborrable, jubiloso, a mi Héctor y a mi José Alfredo Jiménez.Vuelvo ahora a México D. F., pero ya no hay hotel Finisterre. Veo en cambio otro finisterre, el literal, atroz montón de huesos rotos de cemento donde me cuentan que murieron atrapadas más de 300 personas. Nada queda de aquella habitación 204 que me albergó la última vez, y al contemplar hoy la llave sin puerta sobre mi escritorio pienso en aquel verso de Borges sobre los objetos cotidianos cuya terca existencia nos sobrevivirá, sin saber que nos hemos ido. Nuestro industrioso empeño no puede asegurar la duración de nada: el descuido o la inadvertencia resultan a veces mejor garantía de rescate. A lo largo de las calles laceradas de la capital, las ruinas tienen un aire casi demasiado informe, como si las casas no se hubieran caído, sino que hubieran sido pisadas por la sevicia descuidada de un gigante. En los apeñuscamientos de cascotes flotan grandes trapos polvorientos -¿mantas, alfombras?- y brotan finas varillas metálicas como secos espinos de otoño. A veces permanece en pie una estructura vacía, ennegrecida por un incendio de primera hora, que imita a los decorados demasiado reales de la Viena arrasada de El tercer hombre. Algún alto bloque de oficinas ha quedado escora do, y su soledad torcida, abando nada, es más medrosa que las ruinas mismas. Recuerdo la voz suprema de Rilke en uno de sus versos de primera hora: "Pues, Señor, están las grandes ciudades perdidas y disaeltas; como fuga ante el fuego es la más gran de, y no hay un alivio que la con forte, y su pequeño tiempo se eva pora...". Cerca del zócalo se recorta contra una fachada un gran esqueleto de cartón, que señala con el índice huesudo la entrada a una exposición sobre la muerte en México. Esta leyenda escrita sobre una banderola preside la muestra artesana: "Toda la redondez de la Tierra no es más que un inmenso sepulcro". Según un cálculo que recuerdo haber leído en alguna obra del historiador Pierre Chaunu, más de 300 billones de hombres hoy ya muertos tuvieron ocasión de enterrar también a sus muertos, todos diferentes, irrepetibles, a lo largo de la historia, lo cual viene a ser una forma estadística de reiterar el dictamen del esqueleto mexicano.

En la época de la desaparición definitiva de la naturaleza sobre nuestro planeta -ya tiene que ser protegida, incluso reinventada, y se convierte, pues, en nuestra más delicada obra de arte-, las reacciones suscitadas por las catástrofes antes llamadas naturales son muy significativas. En primer lugar, se niega directamente su carácter natural, atribuyéndolas a pruebas nucleares o cualquier otro trastorno ecológico producido por la violenta rapacidad humana. Por lo visto, la naturaleza, de por sí, no puede portarse mal: aunque no cabe duda de que el afecto que nosotros sentimos por ella, ahora que está de retirada, es mucho mayor que el que nos demuestra su declinante majestad. Otros admiten el carácter básicamente natural de la catástrofe, pero sólo para subrayar con más brío las responsabilidades históricas y políticas suscitadas por ésta. "En un mundo que por extraña negligencia no ha sido provisto de significado obvio", como escribió una vez Joseph Conrad, y en el que los dioses tradicionales ya se han jubilado o han dimitido, la única manera de no caer del todo en el absurdo de la contingencia es instaurar responsables humanos -para mérito o culpa- de cuanto ocurre. El primer axioma de cualquier ideología política con pretensiones de dominio es que todo puede ser enmendado y que nada es por completo inocente. El terremoto de México ha servido para descubrir a los especuladores y a los héroes anónimos, para revelar la corrupción administrativa, la miseria urbanística y la solidaridad popular. El tiempo geológico, habitualmente lento hasta lo ímperceptible en sus cambios, ha dado un brusco acelerón y ha servido de catalizador a la decadencia y la protesta de la aparentemente vertiginosa, pero tantas veces de hecho remansada cotidianidad cívica. Aquí las ciencias naturales han sido más revolucionarias que las ciencias políticas: a quienes la muerte de un anciano decrépito nos abrió la hasta entonces infrangible cancela de la reforma democrática ya no puede sorprendernos nada.

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Las noticias aportadas por el terremoto sobre la condición humana no son, empero, demasiado renovadoras. En el haber del balance contabilizamos que los ciudadanos del distrito federal -me atrevería a decir, aun a riesgo de molestar a quienes han saludado el renacimiento de las idiosincrásicas virtudes nacionales, que en esto no son tanto ejemplos de su estirpe como de la generalidad humana- fueron capaces de autoorganización y abnegación espontánea, de arrojo y fraternidad.... durante unas cuantas horas y hasta varios días después del seísmo. En realidad no hay siniestro ni guerra que no conozca ejemplos de este transitorio olvido del egoísmo privado en pro de la urgencia de sobrevivir colectiva (que es otro tipo de egoísmo, pero más necesario y razonable). La sociabilidad humana muestra así al desnudo sus raíces. Después prevalecieron de nuevo el cansancio, la desesperación, el afán de rapiña y la dimisión de la decisión propia en manos institucionales, aunque no estuvieran muy limpias ni fuesen demasiado dignas. Y también así se confirma el origen de nuestro organizado estar juntos, pues no en vano Kant habló de una "insociable sociabilidad". En la columna del debe hay que anotar la lentitud e ineficacia de la burocracia estatal, la torpeza a menudo corsaria de la columna vertebral de la patria (vulgo, ejército), el primado de razonamientos políticos sobre corazonadas humanitarias que llevó a minimizar el alcance de la tragedia, la evidencia flagrante de la ineptitud de una aglomeración urbana de edificios demasiado altos, demasiado apretujados y no lo preceptivamente seguros en cuanto a materiales, etcétera. ¿Qué otra cosa cabía esperar? Por una parte, el Estado finge ser omnipotente, salvo que se demuestre lo contrario; por otra, hasta sus enemigos parecen deplorar que no lo sea. Y, sin embargo, como en alguna parte señala Baudrillard, "un Estado capaz de prevenir los terremotos sería más peligroso que el peor de los terremotos". Por otro lado, no deja de ser asombrosa la facilidad con la que desde Madrid se ha podido denunciar la ineficacia y venalidad de las autoridades mexicanas: pese a que vivimos en una ciudad a la que una simple nevada puede paralizar durante 24 o 48 horas hasta el colapso, no nos falta savoir faire para afrontar terremotos de más de ocho puntos en la escala Richter, de esos que afortunadamente nunca se dan aquí.

Paseando por México, D. F., pueden verse barrios de edificios idénticos, de los cuales uno se ha caído mientras los demás permanecen incólumes o sólo uno se ha librado del hundimiento de sus vecinos. ¿Por qué? Supongo que no faltarán explicaciones tectónicas o arquitectónicas, pero reconozco que a mí lo que más me convence es el dictamen del corrido: "No es la muerte la que mata, / la matadora es la suerte". Vivir es correr un albur, morimos siempre de chiripa. Ya sé que estas opiniones no son edificantes, pero me niego a ser edificante para hablar de un terremoto. En los actualmente frecuentes debates de científicos sobre azar y necesidad causal, determinismo o indeterminismo, suele escamotearse -supongo que por excesivamente psicológico o subjetivo- el parecido más hondo entre ambas posiciones: tanto la hipótesis del radical indeterminismo azaroso como la del determinismo radicalmente necesario aportan al individuo idéntico desánimo. Este desánimo no es una disposición meramente dolorosa, porque en ella intervienen tanto el agobio como el apaciguamiento. Para actuar, sin embargo, es el peor punto de vista posible, y como la obligación de actuar es la maldición humana por excelencia, ello basta para descalificar in péctore ambos radicalismos, por mucho que complazca a la razón discutirlos en teoría. La voluntad de obrar exige que el mundo sea lo suficientemente aleatorio como para admitirnos en cuanto sujetos libres y lo bastante estable como para que nuestras empresas tengan ilusión de perennidad. Saber que cualquier cosa es posible o que todo es ineluctable son cosas que nos inutilizan por igual. Cada edificio que el terremoto ha destruido debe ser, por tanto, explicable en su destrucción, lo que no está lejos de exigir un responsable de ésta. La fragilidad de lo humano ha de tener culpables -y, por tanto, remedio- o nadie tendría ánimos ni para levantarse de la cama. El Estado es el orden total de lo necesario, pero a la vez nuestro, revocable, y así se convierte en una némesis que ha de rendir cuentas: debemos, por tanto, suponerlo omnipotente, salvo por perversión u omisión. Estoy seguro de que el día del cataclismo definitivo, cuando nuestra estrella se apague, el último superviviente maldecirá con su último aliento la negligencia de algún gobernador civil.

Quizá la mejor novela de Carlos Fuentes, el gran escritor mexicano, sea la más reciente, titulada Gringo viejo. Narra la historia conjetural del escritor norteamericano Ambrose Bierce, que cruzó la frontera ya en su vejez para unirse con las tropas de Villa, y del que nunca más se supo. En Gringo viejo conocemos a una señorita de Washington, miss Harriett Winslow, que cierto día se siente atrapada y conquistada a la vez por el país en revolución: "Temió ahora estar de veras en una tierra fatalmente extraña, donde la única voluntad cierta era una terca determinación de no ser nunca sino el mismo viejo, miserable y caótico país; ella lo olió, ella lo sintió: esto era México". Quienes amamos con temor y gozo a México hemos olfateado a veces el mismo aroma indefinible que perturbó a miss Winslow. Yo lo he sentido entre las ruinas del seísmo, como una plaga tenaz, pero también como una promesa. Porque quizá a favor de la catástrofe algo lucha por abrirse paso, algo que se niega. a lo inexorable de la miseria y del caos, que se niega a asumir cualquier definición típica o esencial de lo mexicano que incluya para siempre entre sus notas la corrupción y el abandono. Que lo fatal hable por sí mismo, pero sin cómplices interesados que le presten su voz. Y ese algo que se esfuerza en México -y que merece ser ayudado por cuantos no han perdido de vista lo que solidaridad significa- no viaja bajo el palio de las grandes palabras políticas, sino más bien contra ellas. Recurramos de nuevo a Rilke, en los versos finales de su Réquiem: "Las grandes palabras, pronunciadas en los tiempos / cuando el suceder era aún visible, no son nuestras. / ¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo".

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