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Vigo, espejo roto

Los elementos que informan la ciudad pueden rechinar hasta la dentera. Te sitúas en el pazo, en los jardines de Quiñones de León, al atardecer. La pompa de cierta magnolia, la luz que, como en Valle-Inclán, planea como un pájaro de oro sobre el césped, o quizá sea la lluvia, como en el superrealista Pimentel, que empapa las rosas de Damasco y la escalinata barroca, son cosas que te colocan en un fuera de juego saudosista y dulzón. A tu espalda, una iglesia rural del siglo XIII nimbada de orientalismo y de preciosidad, la de Cástrelos, hace sonar el toque de ángelus y ciertamente hay allí maizales para recibirlo. Y si te encaramas en la vieja solana que fue donde escribió Concepción Arenal, piadosísima y misericorde dama muerta, podrás oír hacia la zona franca un bramido que viene de las fábricas: la masa opaca de la Citroën -que es mitad de Vigo, hoy- está coronada de neblinas avinagradas y antipáticas que nos recuerdan algún viejo texturalismo de Dubuffet o lejos cinematográficos de Antonioni. No te muevas de tu observatorio, la lluvia hace que todas las flores del jardín otoñal exhalen algo que ha sido definido como el vaho melancólico de los recuerdos, la campanita persiste en poner notas de ingenuismo en el paisaje, masas oscuras se mueven entre los pabellones verdosos y sucios de las factorías y es entonces cuando reparas en el mar. Entra el mar casi hasta ti, como un bicho enorme que se acostase a dormir entre las montañas, y es muy gris. Lejanas y como megalitos, las islas Cíes rinden un culto primordial al sol. Esto es Vigo, hermanos. Dispares o contrapuestas cosas que se desaman y repelen. Un signo de desintegración gobierna la ciudad desde siempre. Está ordenado que la armonía no tenga aquí lugar, que los acoplamientos de formas sean forzados, como violaciones. Que la barbarie municipal conspire en cada generación contra lo más bello que en Vigo produjeran las anteriores. Esto tiene su grandeza. Yo te digo: trata de recoger la imagen de todo Vigo en un espejo. Te habrá de resultar horrenda. Pero si rompes el espejo en cien pedazos cada uno por separado te dará un Vigo coherente, que puede ser bellísimo o esperpéntico. Los elementos que forman la ciudad se han disgregado. Ahora aparece Vigo como es. Y la ciudad es diversas ciudades escasamente relacionadas entre sí. ¿Cabría aquí citar algunas de ellas, o sea pedazos del espejo roto? Hay, por ejemplo, un Vigo que fabrica libros. Desde hace más de 30 años, toda la literatura gallega se procesa desde aquí, como las latas de mejillones. A pesar de lo cual hay en Vigo muy pocas librerías importantes y ésta es la población de Galicia que menos libros consume. Hay un importante Vigo burgués y rudo. O mejor dicho, diversos Vigos burgueses: el de los franquistas que, por ejemplo, explotan o pillan nuestro granito de Porriño y se dedican al negocio colonial (compradore, recuerden) de vendérselo a Italia por cuatro gordas para desde allí ser despachado al mundo como Carrara; el de los fabricantes que están muy preocupados por la suerte de. las conservas españolas, como si ellos mismos (gallegos de origen, no de convicción) no fuesen el 90% del sector o como si las conservas de sardina fuesen manufactura propia de Ávila o de Tarazona; el de los armadores que están haciendo los mejores negocios de su historia y que lloran como dolorosas porque de cuando en cuando tienen que desembolsar la multa de un apresamiento, aunque quien paga en realidad estas cosas son los marineros. Existen, sin duda, otras modalidades de burgués en Vigo, aunque menos típicas y llamativas. Pero las citadas son las emblemáticas, y los individuos quePasa a la página 14

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las integran tienen como característica común la de seguir ciegamente a Fraga Iribarne, en quien admiran sobre todo (fíjense cómo serán ellos), la elegancia de su porte y caminar, lo bien modulado de su voz, la armónica contraprestación fónica de los miembros de su período oratorio, el hecho de que sea hijo de una señora francesa (vascofrancesa, parece ser), amén de su facilidad para reproducir topicazos y frases de hombres célebres. Asimismo, los burgueses que se citan tienen otro rasgo en común: en general, ninguno de ellos quiere ser gallego, todos hablan y escriben (poco) en español (entienden al gallego sólo cuando leen lo que dice de ellos la Prensa de izquierda nacionalista) y consideran unos ridículos y unos rojos a los de Coalición Galega, que andan por ahí del bracete de ese repulsivo Roca. En realidad, los burgueses de Vigo lo que quisieran ser es todos japoneses, todos japoneses: como las bellísimas camelias de los jardines del pazo Quiñones de León que abría el presente escrito. Hay, naturalmente, un Vigo proletario, que hizo la primera huelga general de una comarca entera, desde la guerra civil, en 1972, y que ayer mismo supo enfrentarse con ardor a la política de liquidación de la industria naval, que los obreros interpretaron como política socialista de castigo contra un país que no ama las nebulosas del sentido y las brumas ceceantes del discurso fláccido de aquellos que gobiernan España. Además, en Vigo tuvo lugar, especialmente en Vigo, el encuentro histórico entre el viejo nacionalismo de las clases medias intelectuales y el marxismo, años sesenta, que dio paso a los fenómenos más característicos y distintivos de la contemporaneidad gallega, que son los de la política, el sindicalismo y la cultura nacionalista de izquierda. No obstante, marginados de este proceso, un bloque de militantes vigueses se separó del carrillismo en aquel citado 1972 y pasó a ser el primero y más numerosos contingente obrero de lo que sería el PCE-r y los GRAPO. En Vigo se hizo mucho en los años oscuros por recuperar nuestra lengua y nuestra cultura para siempre. Por libertar y hacer estallar a la luz del día, como la endiablada cohetería de nuestras fiestas patronales, la conciencia de que Galicia es una nación. Tanto que los jóvenes ironizan en el campo del Celta con el eslogan de que Vigo es una nación y de que Vigo, capital Lisboa: humor nacionalista. Para los extraños, en una larga serie tópica que va desde los viajeros del siglo XVI a los periodistas del nuestro, pasando por Tirso y por Góngora, Galicia es un lugar de suciedad, de incultura, de hospedajes hediondos, de gentes harapientas que balbucean una tosca jerigonza, cuando no un pueblo de batraceos chapoteantes y vencidos, y no quiero citar, no, ni a Unamuno ni a Ortega, porque el uno hace tiempo que se ha muerto para siempre -muy a su pesar- y del otro se acuerdan sólo sus diferentes clases de hijos. Digamos únicamente que Ezra Pound, el venerable maestro mágico que a todos nos enseñó tanto, todavía nos llamaba teritorio de lodo en el que se refocilan mulas, caballos y cerdos. Pero lo peor de todo es que algunos gallegos se creen esto de sí mismos. Hughes, el moreno, escribió mejor que nadie del auto-odio y del negrito que no quiere más ser negro y que, no pudiéndolo, se aplica a hacer las mariconerías que de él espera la sociedad blanca. Parecido le ocurre a algunos gallegos, y ahí está uno de los síntomas que indican focos de descomposición presentes en este país nuestro. Fraga Iribarne es el rostro del auto-odio. Los socialistas, una de las dudosas sombras que proyecta. Pues bien, Vigo, fundamentalmente Vigo, con sus tensiones y su calidad de ciudad-erizo, de villa-sufrimiento, de urbe en permanente ira y desazón, ha trabajado con ahínco para transformar esta patria des-almada por la colonización en una patria rearmada de dignidad y de futuro. En todo caso, hay otros Vigos viviendo en sus trocitos de espejo. Pero yo no puedo verlos porque vivo en su parte de atrás.

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Xosé Luis Méndez Ferrín es escritor.

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