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El conflicto del África austral

La tercera crisis del 'aparthheid'

El endurecimiento de Pretoria y las presiones europeas han convertido el segregacionismo en una prueba para Washington

Desde las matanzas de Sharpeville (1960), que marcó el final de la resistencia pasiva de los africanos, y de Soweto (1976), que demostró el impacto de las ideas nacionalistas, el régimen racista de Pretoria no había vivido ninguna crisis como la desencadenada tras la proclamación, el pasado 21 de julio, del estado de emergencia en 36 distritos del país. Primero fue la suspensión de nuevas inversiones por parte de París; después, la condena del Consejo de Seguridad y el castigo europeo. Pero a Pretoria le queda aún la no beligerancia de Washington y Londres.Hace unos años, poco después de convertirse en primer ministro de Suráfrica, Pieter Willem Botha, el actual presidente, reconoció de forma sorprendente la escasa átracción que los bantustanes (reservas) ejercían sobre el africano, así como los problemas que de ellos se derivaban para el desarrollo económico separado de la comunidad blanca. Más tarde, en un mitin convocado para explicar su programa de reformas, Botha fue interrumpido por un colono blanco, que le gritó: "Envíalos a los bantustanes". Sin inmutarse, el primer ministro le espetó: "Amigo mío, si todos los negros estuvieran allí, ¿quién te serviría el café por las mañanas?".Siete años después de que Botha accediera al poder, su política cosmética ha fracasado, atrapada -como su respuesta al racista recalcitrante- entre las reformas que han indignado a los afrikaners más intransigentes y las insuficiencias de una oferta que no acepta la regla de un hombre, un voto. La declaración del estado de emergencia y la respuesta europea indican claramente que ya han pasado los tiempos felices del apartheid.

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Las raíces del apartheid hay que buscarlas más en una coartada que en un racismo metabólico. Dada la necesidad de obtener mano de obra barata, lo más cómodo era establecer un sistema de castas que coincidiera con las marcaciones raciales. Este segregacionismo comenzó a practicarse por los boers en 1834, y ha sobrevivido así, con algunos cambios, hasta la presente década, después de convertirse en 1948 en la política oficial del Estado.

El apartheid ha conocido, bajo el monopolio del poder ejercido por el Partido Nacionalista, diversas etapas e intensidades. La primera, que culminó en 1968, tras la elección de Balthazar Vorster como primer ministro, fue la etapa pura. Entonces, y durante 20 años, el régimen promulgó las leyes racistas que le han valido la condena de la práctica totodad de la comunidad internacional. Fue en esos momentos cuando Pretoria exportó su política del desarrollo separado, cuyos virus se extendieron por las venas de Rhodesia (hoy, Zimbabue) y Namibia. No obstante, el régimen tuvo que encajar un duro golpe: la matanza de Sharpeville, gueto en el que la poficía dio muerte, en 1960, a 69 jóvenes. Esta matanza marcó el final de la resistencia pasiva de los no blancos.

Después, con la Regada de Vorster al poder, en 1966, el apartheid se hizo más pragmático, y el régimen, que entonces admitió los impedimentos que ofrecía el desarrollo separado para la expansión económica del país, optó por una especie de apartheid mental. Pero el sistema, que siguió siendo rígido e inhumano, conoció un segundo aviso: la revuelta de Soweto; en 1976. Finalmente, con Botha, se abrió una fase presidida por una nueva retórica y la creación de unos puestos parlamentarios simbólicos para mestizos y asiáticos, pero no para los africanos.

El resultado de todas estas intensidades del apartheid es una sociedad dividida en dos clases: un inmenso proletariado no blanco y una burguesía blanca, cuyo racismo es, a posteriori, la coartada moral. Como consecuencia de todo ello, la última fase de la política racista conoce ahora, con la declaración del estado de emergencia, un tercer aviso. La protesta que se originó en septiembre pasado por el aumento de los alquileres ha desembocado en la crisis más grave.

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Suráfrica no es Polonia

La situación diplomática creada por la condena del apartheid tiene un curioso paralelismo, aunque con los papeles cambiados, con la creada por el golpe del general Jaruzelski en Polonia, el 13 de diciembre de 1981. En el caso polaco, los europeos, temerosos de que las iniciativas norteamericanas arruinaran la ya deteriorada distensión, se resistieron a secundar una serie de sanciones patrocinadas por Washington. Además, los europeos consideraban que su economía, y no la norteamericana, sería la principal perjudicada. Ahora, los papeles se han invertido: Europa, siguiendo una propuesta francesa, anunció el pasado jueves la adopción de sanciones económicas y políticas contra el régimen racista, mientras Washington insistía en la bondad de su "compromiso constructivo", que en definitiva considera contraproducentes las medidas que en su día fueron aplicadas a Polonia.

Este desacuerdo ilustra las diferencias existentes entre Europa y EE UU a la hora de defender sus intereses, pero en el caso surafricano también pone de manifiesto la convicción europea de que la situación en el África austral está a un paso del abismo de la internacionalización y que sólo un cambio radical en Pretoria podría evitar el baño de sangre generalizado.

Francia, cuyas iniciativas desencadenaron la actual tormenta política, no es, ciertamente, el mejor cliente de la República de Suráfrica, y eso ha provocado las primeras divisiones entre los europeos. Pero las consecuencias de la acción francesa, secundada por Europa, han alcanzado políticamente unas dimensiones significativas, y ahora hace falta comprobar si estas presiones no resultarán frenadas, como ha ocurrido históricarnente, por los intereses materiales en juego y por la amenaza -esgrimida por Pretoria- del expansionismo soviético. La actitud francesa es contemplada con reservas por los escépticos, para quienes sólo una acción encabezada por Washington, Londres y Bonn podría tener resultados prácticos. El primer cliente de la República de Suráfrica es el Reino Unido, cuyos intercambios representaban el 20% del comercio exterior del régimen de Pretoria a principios de la década de los ochenta. A continuación están Estados Unidos (17%), la República Federal de Alemania (15%), Japón (11%), Francia (4%) e Italia (3,5%). En su conjunto, la CEE representa el 50%, aproximadamente, del comercio surafricano.

Mientras tanto, la Administración Reagan se muestra indecisa ante la dificultad de dar con una estrategia que pudiera compaginar la regla de un hombre, un voto con la defensa de sus intereses en la zona, auténtica reserva material de Occidente. Pero esta indefinición, incompatible con la defensa inequívoca de los derechos humanos, sólo consigue que Washington parezca empeñado en hacer válido el dilema de aquellos blancos que consideran estar ya entre el ataúd y

La tercera crisis del 'apartheid'

las maletas. Washington ha apoyado a Botha convencido de que el músculo africano se flexibilizaría con una pócima aparentemente milagrosa destinada a modernizar la segregación. Y ahora, tras las presiones europeas, la diplomacia norteamericana ha sido puesta a prueba.Un asunto interno

Los últimos acontecimientos han demostrado que el problema surafricano es más una cuestión interna, provocada por el apartheid, que un conflicto debido a amenazas externas. La independencia de las antiguas provincias portuguesas de ultramar, alcanzada tras el golpe del 25 de abril de 1974, fue el origen de un proceso de desestabilización en la zona, y la posterior intervención cubano-soviética en Angola inauguró otra fase crítica, al tiempo que la derrota del régimen racista de Rhodesia significaba para Pretoria la pérdida de uno de sus contra fuertes. El tiempo, sin embargo, ha terminado subrayando que los países de la línea del frente han dejado de ser una amenaza revolucionaria para convertirse en poco menos que una constelación de Estados pobres, obligados en muchos casos a aceptar la cooperación económica de Pretoria, con lo que la República de Suráfrica se ha convertido en el centro económico y militar de un nuevo firmamento neocolonialista.

Las sanciones aprobadas por los países de la CEE después de la resolución condenatoria del Consejo de Seguridad de la ONU pueden ser significativas, pero por encima de su valor material tienen un decisivo aspecto político. La opinión pública no tiene muchos motivos para considerar que la política exterior de los Estados es un código de buena conducta, pero en esta ocasión la iniciativa europea tiene la oportunidad de subordinar determinados intereses económicos.

Lo incómodo de la postura de Washington parece así evidente, sobre todo cuando el movimiento de protesta en Estados Unidos ha alcanzado en el último año una dimensión preocupante para la diplomacia norteamericana. La protesta incluso ha pasado de la calle a las empresas, que ya han comenzado a conocer unas juntas de accionistas un tanto atípicas a causa del apartheid. Ya en 1980 la tranquilidad de la sesión celebrada en California por la Fluor Corporation se vio alterada cuando algunos accionistas solicitaron el final de las inversiones en Suráfrica. Similares resoluciones fueron presentadas en IBM, General Motors, US Steel, Eastman Kodak, Bank of America y Citibank. Entonces, la resolución antiapartheid que mejor suerte tuvo fue la del Bank of America, en la que sólo el 8,4% de los accionistas votó en contra de la concesión de nuevos créditos. Cinco años después, el Chase Manhattan Bank, el tercer banco norteamericano, acaba de anunciar la suspensión de nuevos préstamos a la República de Suráfrica por razones de riesgo economico.

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