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El Ángel de la muerte en nuestros televisores

Mayayo -Angelito, para los íntimos- ha entrado en nuestros hogares a través de la televisión. Las cámaras filmaron algunas escenas del juicio celebrado en Tarragona, y de este modo, doméstico y familiar, el Ángel equívoco, el ángel caído, el Angel de la muerte, nos acercó a una clase de estremecimiento metafísico.Impecablemente vestido de traje cruzado y corbata, pese al calor, y asumiendo ese aire de respetabilidad que se ha convertido en la norma de los ochenta, apareció en la pequeña pantalla, más acostumbrada a emitir truculencias de ficción que el espanto cotidiano de existir. Había despertado gran curiosidad, precisamente por su ambivalencia: joven, de aspecto agradable, casi elegante, y con un nombre que parecía destinado a la gracia cristiana, fue condenado por un crimen horrible.

La fascinación del caso Mayayo surge mucho más de esta ambigüedad que de los secretos o puntos oscuros de su actuación o de su psicología: nos aproxima demasiado a la índole equívoca del mal.

Hay un gran hueco en el pensamiento contemporáneo acerca del bien y del mal, quizá porque el tema centró la reflexión de la filosofía medieval y se convirtió en el monopolio de las religiones. La noción de bien y de mal, desprendida del contexto religioso, quedó relegada a una casi siempre confusa e individual ética de corte laico, hasta desaparecer prácticamente de nuestro lenguaje. Sin embargo, creo que buena parte de la fascinación que despierta en nosotros la truculenta historia de Mayayo nace, precisamente, de una ingenua creencia casi inconsciente: el bien es bello y el mal es feo. Hasta cuando instruimos a los niños, solemos mezclar ambos juicios: "Es malo, es feo", decimos, y todos los personajes malignos de la mitología o la fantasía popular (que son representaciones simbólicas colectivas) tienen aspecto desagradable, ofensivo: las brujas son sucias y de cabellos retorcidos, los ogros son deformes; en cambio, los personajes buenos son bellos y delicados.

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Algunos espectadores del juicio se sorprendieron ingenuamente de la apostura de Mayayo, ángel perverso, como si entre el mal y la fealdad existiera necesariamente una relación: es posible que si el asesino de Teresa Mestre hubiera sido un hombre feo y decrépito -llamado Pedro o Juan, en lugar de Ángel- el caso no habría despertado tanta atracción. Sin embargo, tan antigua como la creencia en la fealdad del mal es la opuesta: el mal, para encubrirse, adopta una apariencia seductora y hermosa. Las amantes rubias y curvílíneas del cine norteamericano, por ejemplo, suelen ser personajes fríos, calculadores, insensibles e inescrupulosos. La ambigüedad se mantiene en toda nuestra cultura: también hay rubias inocentes e ingenuas, no menos curvilíneas, como Marilyn Monroe.

La aparición de Mayayo en nuestros televisores no resolvió ese secreto, ese misterio del mal oculto, del mal que ha estado larvariamente incubado bajo aspecto inofensivo. Si le abrimos la puerta de nuestra casa (y cada vez más la puerta de nuestra intimidad es la pantalla del televisor) es porque nos sentimos cautivos de esa fascinación del doble personaje: ángel del mal, bello y perverso. Pero también hubiéramos deseado una explicación suficiente. Una explicación tranquilizadora: esa que nos permitiría dividir de una vez para siempre al género humano en torturadores y perseguidos, en buenos y malos, en feos malignos y bellos bondadosos. La confusión, la ambigüedad nos inquieta, nos atormenta. Ni Mayayo, ni el lacónico parte de los psiquiatras que lo analizaron nos tranquilizan. Mayayo -Ángel- es un individuo de inteligencia normal, frío, calculador y con ciertos rasgos paranoides. ¿Quién está exento de una descripción semejante? Me atrevo a decir que hasta Miguel Boyer tiene una inteligencia normal, es frío, calculador y presenta ciertos rasgos paranoides, o neuróticos, o maniacodepresivos.

¿El caso Mayayo es sólo un accidente del género humano, una deformación, una excepción? En numerosos países, en nuestros días, individuos aparentemente normales, de inteligencia media y en algunos casos superior (como señalaba Heinrich Böll en una reciente entrevista en EL PAIS; Ernesto Sábato, en un informe sobre la represión en Argentina), de aspecto agradable y buenas costumbres, han sido bárbaros torturadores y asesinos de sus semejantes. El capitán Astiz, recientemente requerido por la Interpol, uno de los más siniestros torturadores argentinos, era apodado El Niño por su aspecto angelical.

Querríamos, desearíamos profundamente que hubiera una diferencia ostensible, apreciable, perceptible entre Mayayo y nuestros amigos, jefes, esposos o hermanos. Entre Mayayo y nosotros mismos, entre Astiz y nuestra imagen en el espejo. Una diferencia tan importante como para distinguirlos: ellos, los malos; nosotros, los buenos. Pero no se aprecia a primera vista, y entonces nos acecha una pregunta turbadora: ¿dónde está el mal, en qué lugar de nosotros o de la sociedad germina oscuramente como un tumor maligno?

El psicoanálisis -el método contemporáneo más complejo y más discutido para explicar la conducta humana- no aporta gran claridad acerca de la índole del mal, palabra que ya de por sí nos provoca cierto rechazo, por sus connotaciones teológicas. A la representación diabólica y arcaica del mal como una fuerza absoluta que se apodera del individuo viniendo desde afuera (embrujamiento, posesión, etcétera) solemos oponer una concepción del mal como una pulsión de muerte, de destrucción en lucha dialéctica con el bien; o sea, el instinto de vida, de conservación, de crecimiento. Dicho de otro modo, construimos catedrales que luego destruimos con una bomba o curamos a los heridos para que vuelvan al campo de batalla.

Los hombres que hasta ayer torturaban eran, en la mayoría de los casos, padres afectuosos, hijos amables y católicos de comunión semanal. Muchos de ellos creían, por lo demás, que su tarea era una forma -no necesariamente placentera- de hacer el bien. Goethe puso en boca de Mefistófeles su propia definición: una parte de aquel poder que finge hacer el bien para ejecutar el mal. En algunos casos, esta confusión parece deliberada; en otros, y es lo peor, un auténtico error de la inteligencia, tal como definió Sócrates el mal, ya que de la fe en la verdad absoluta (el bien) puede nacer el odio destructor a su hipotético opuesto.

No sabemos si Mayayo tenía una noción precisa del bien y del mal, pero, en todo caso, cuando apareció en nuestras pantallas, supimos que no se distinguía de nosotros por ningún rasgo específico en la cara o en el cuerpo: son los perseguidores quienes clasifican, con una estrella en el brazo, una letra en el documento de identidad o en el legajo personal. Y ellos, los perseguidores, no se diferencian por nada: rubios o morenos, altos o bajos, tienen un aspecto curiosamente semejante al nuestro.

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