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La gira europea de la Filarmónica de Nueva York

Tres momentos de una música

Según una máxima musical, las grandes orquestas son siempre fieles a sí mismas: mantienen sus características sea quien fuere su director. Pero otra máxima, más real, estima que es siempre el director el que da sonido a la orquesta: el maestro modela cualquier conjunto que dirige. Músicos tan distintos como Leopold Stokovski o Sergiu Celebidache han sido especialistas en hacer que todas las orquestas bajo su mando sonaran de forma parecida.Desde el año 1958, la Filarmónica de Nueva York ha conocido a tres titulares, Leonard Bernstein (hasta 1969), Pierre Boulez (hasta 1978) y Zubin Mehta, en el momento actual.

Lucerna, septiembre del 75. Gira europea de la Filarmónica con Pierre Boulez. Un programa denso: el Concierto para la mano izquierda, de Maurice Ravel, y la Novena sinfonía de Mahler. Desde que comienza el concierto, con los tonos ocres y graves del concierto raveliano, resulta evidente el sonido bonito del conjunto: incluso en la jazzistica sección central se advierte una sensación de orden que detesta la tosquedad. Pero este cartesianismo no tiene nada que ver con la blandura. Cuando en la sinfonía de Mahler aborda la orquesta el episodio Mil Wut (Con rabia) tiembla toda la Kongresshalle: pero hasta los más furibundos acordes del metal guardan una apolineidad. Lo que Boulez expone de la obra se presenta con absoluta claridad durante los últimos compases, los que Mahler ha escrito la acotación ersterbend (muriendo), porque en la lectura del maestro francés la sinfonía, despojada de emotividad, ni agoniza ni muere, simplemente acaba. Boulez, caso límite de compositor-director, ha explicado la obra.

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Viena, mayo de 1976. Bicentenario de Estados Unidos. Concierto especial de la orquesta con el que fuera su director durante 11 años, Leonard Bernstein. Programa sólo de música americana: la Pregunta sin respuesta, de Charles Ives; la Rapsodia en blue, de Gershwin; la Tercera sinfonía, de Roy Harris; la Primavera apalache, de Aaron Copland. El tono diamantino de la cuerda, escuchado un año antes con Boulez, reaparece en la pieza de Ives. Luego, en apabullante demostración de ubicuidad, Berristein dirige desde el piano, interpretando la parte solista, la Rapsodia, de Gershwin: los tintes de jazz surgen ahora con fiereza; la orquesta mantiene su sonido bello, pero los metales se avecinan a los lindes de lo chillón -sin cruzarlos- y la percusión bate con la fuerza de lo aparentemente improvisado. Después, en Harris Berristein se muestra como la antítesis visual de Boulez: salta, ruge, hace saltar la batuta de una a otra mano. Bernstein, caso límite de director-compositor, vive la obra.

Color orquestal

Nueva York, octubre del 83. Concierto de abono en el Avery Fisher Hall, la enorme sala de la orquesta, dirigida hoy por Zubin Mehta. Un estreno de Gian-Carlo Menotti, un romántico Concierto para contrabajo; Jeux, de Claude Debussy; la Rapsodia española, de Ravel. De nuevo la hermosura del color orquestal. Como con Boulez, ataques de una unanimidad que corta la respiración. En Ravel, la exactitud rítmica evoca al músico que precediera a Mehta en la orquesta. Pero las entradas señaladas con precisión, inclinan la imagen hacia el lado de Bernstein. Con Mehta, la cuerda rezuma afectividad: el sonido es ahora más cálido y siempre brillante. Hay un placer de hacer y dar música. Mehta, caso límite de director-director, está interpretando las obras.

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