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Qué hacer con un heroinómano

La terapia química no es una solución en los casos de la drogadicción, indica el autor de este trabajo, quien señala que, por el contrario, una terapia psicoanalítica obtiene un 80% de resultados favorables en un plazo que oscila entre los cuatro y los seis meses. El drogadicto, en su opinión, muere para vivir y vive para morir, por lo que las terapias adecuadas serán aquellas que le descubran este juego mortal para poder salir de él.

En todos los actos públicos o semipúblicos a los que he asistido para tratar sobre el candente y complejo tema de las toxicomanías, la pregunta común que se nos formula es la que encabeza el presente artículo. Parece que aquellos que están personalmente implicados de una u otra manera en este mundo -amplio y paradójico- no conocen realmente en qué consiste el problema. Tampoco ayudan mucho los mass media con su mezcla de sensacionalismo y reivindicación más o menos política cuando nos ofrecen sus informaciones.

Hay varias respuestas a esa pregunta, diversas formas de aproximarse a este asunto, situándonos exclusivamente en el ámbito de la terapia: terapias biológicas de desintoxicación, necesarias pero insuficientes; psicoterapias de distinto signo y resultados positivos en general; socioterapias de amplia propaganda y efectos adecuados a sus objetivos.

Dentro de la aproximación de base psicoanalítica, los índices de éxito que estamos obteniendo en el campo de la clínica son bastante altos, del orden del 80%, y en tiempos relativamente cortos (de cuatro a seis meses, unas 5080 sesiones de trabajo). Lo cual parece indicarnos que hay una razón colectiva inconsciente que lleva a percibir el problema como insoluble o inabordable, lo que constituye un error desde la práctica.

El grueso de las afecciones drogodependientes llega a consulta cuando interviene la heroína o el alcohol, aunque hay algunas otras drogas que provocan la adicción física. En nuestro país son generalmente yonquis y borrachos los que solicitan ayuda ante el sentimiento de un mundo interior que se derrumba.

Intentos de desengancharse

Ciñéndonos al caso de los yonquis, conviene recordar varias cosas. Primero, su aureola de estar fuera de la ley, que interfiere profundamente su vida personal: la transgresión es la norma. Segundo, el yonqui que viene a consulta ha intentado varias veces desengancharse por su cuenta o a través de la pura desintoxicación, sin conseguirlo. Tercero, su medio ambiente, su entorno social, gira las más de las veces alrededor, de la heroína: cultura yonqui.

Lo fundamental en todo tratamiento es que la persona reciba la atención adecuada a sus demandas. De ahí que las alternativas puramente químicas no logren su objetivo, al no potenciar un diálogo con el paciente (de pathos: sentimiento / sufrimiento). Desde la perspectiva psicoanalítica en que nos movemos, lo prioritario es crear un vínculo terapéutico entre la persona y los miembros del equipo, con el ánimo de hacer emerger el aspecto emocional, congelado tras la heroína. Ello se logra respetando al individuo: actuando con determinación en la ayuda y con cautela en los objetivos.

Basta con que el período que dura el síndrome de abstinencia transcurra en una situación tranquila, analgésica e hipnótica para que la persona renazca a su vida, a su verdad. Habrá después que elucidar los conflictos subyacentes. al consumo de heroína para que esta persona pueda crear sus propias alternativas vitales. Reflexionar un poco y defenderse menos.

Un juego particular

Defenderse, digo, porque el yonqui, como todo sujeto que no puede resolver sus contradicciones de forma espontánea, se defiende. Bien del exterior -de su específica visión de este exterior-, bien del interior -de todos aquellos aspectos que vive como peligrosos-.

Aclarar este mundo no es, obviamente, tarea que se agote en el tiempo de rehabilítación, pero sí supone ese período -repito, de cuatro a seis meses- una buena base de lanzamiento para comprender de una manera menos confusa y más esperanzada su peculiar biografía.

El yonqui, como muchas otras personas, se engaña en su enganche. La droga es su propio chivo expiatorio, como él mismo lo es para el resto de la sociedad. Una vez que los valores mágicos puestos en la droga, el estado alterado, la aguja, los mitos sociales o las relaciones drogadas se revierten a la propia realidad interna, el drogado ya no lo es. La persona empieza a comprender el poder que encierra ese interior, tan peligroso a sus ojos en otro tiempo.

En términos más existenciales, el drogado muere para vivir y vive para morir, en una paralización del tiempo que es hielo y sufrimiento, exaltación y derrumbe, engañoso placer y mentiroso dolor. Ése es su juego. Labor de los terapeutas (psicoterapeutas) es acompañar al yonqui en el descubrimiento de su juego particular y en la decisión personal sobre él mismo. La mayoría lo logra.

Curiosamente, las noticias de los media sólo se refieren a los momentos más dramáticos de este mundo y a los resultados esperanzadores que presentan las míticas granjas de rehabilitación, indicadas únicamente en aquellos casos donde no hay grandes obligaciones familiares y laborales. Consecuentemente, estas socioterapias sitúan sus fracasos en lo referente a la reinserción social.

Amplia problemática

Evidentemente, la amplia problemática que emerge de este triste asunto no se agota en estas notas técnicas, que intentan rebajar en alguna medida ese miedo social creado alrededor del drama. Pero conviene adquirir la convicción de que cualquier alternativa terapéutica de las existentes alcanza el éxito propuesto si presta la necesaria atención a esa persona enganchada en su rueda inmóvil. La contraparte de la sociedad debe ser la comprensión -de las personas y de los hechos-, con la esperanza de que sabrá resolver el problema a su manera: inconsciente y evolutivamente.

Enrique Galán Santamaría es psicoanalista y coautor de Gastronomía de las drogas.

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