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Tú primero LUIS SAAVEDRA

"Poder contar que ayer comí en la fonda de la esquina un estupendo asado de cerdo", pensaba Moosbrugger, "es lo que más importa". La lectura que hacía Robert Musil detrás de las palabras encomiásticas le sirvió para escribir una inolvidable novela sobre las debilidades ocultas de la existencia trivial. Porque sabía que la futilidad es la sustancia de la vida, y que a su amparo acostumbra a cosecharse el éxito. Es lo que le pasaba al infortunado Moosbrugger, uno de sus personajes, cuando se deleitaba imaginándose a la mesa de un buen restaurante. El mundo sin atributos sabe que sus criaturas deben contar sus flaquezas para ser reconocidas. No es difícil atisbar esta faceta de los hombres. Cualquier experto en vanidades útiles conoce al dedillo que hay que ir pregonando lo que uno no es para que le tomen por lo que quisiera ser. Por eso, quienes no van cantando sus presuntas cualidades tienen la única e íntima satisfacción de sentir que desearían ser lo que son. Pero están irremediablemente solos. Porque en la vida uno no vale lo que vale, sino lo que dice que vale.Más que por ser hombres, luchamos desde jóvenes por vendernos a nosotros mismos. Nos hacemos un producto y nos vamos atribuyendo cualidades para captar clientela. Y pobre del que no lo entienda así. Está perdido. ¿Qué vale un hombre que se atreva a decir "yo soy solamente lo que soy"? Un sujeto así ha renunciado a una de las cosas más sagradas de nuestra vida. Probablemente, el talismán que más nos atrae: el éxito, el reconocimiento, la veneración pública.

Tener éxito no consiste en escribir calladamente buenos libros, aunque sean pocos, sino en reunir una pila de páginas impresas con nuestro nombre para dejar aturdido al lector por el peso del papel más que por la brillantez de las ideas. Por eso hay tan ingente cantidad de aficionados dispuestos a rellenar montañas de galeradas con la certidumbre de una segura recompensa. Ésa es la razón de que existan tantos plagiarios bien pertrechados para entrar a saco en el trabajo auténtico de quienes viven fuera del juego de los honores fatuos. La figuración necesita del aplauso del público, y lo que menos importa es quién hace las cosas. Lo que verdaderamente cuenta es quién dice que las hace. La carrera de los buscadores de prestigio exige una alerta permanente en los movimientos de la pirámide social para que los triunfadores puedan esgrimir los símbolos de la representatividad jerarquizadora frente a quienes dudan de su conveniencia.

Pero no hay nada tan próximo al triunfo como el fracaso. Y esta cercanía se ha transformado en la gran amenaza que pende cotidianamente sobre el hombre moderno. Temblamos ante el anuncio de una visita tan ruinosa a nuestras vidas porque conocemos sus efectos devastadores. Toda nuestra educación ha estado fundamentada, en realidad, en el aprendizaje de una loca carrera por ser alguien. Y esta enseñanza de las categorías sociales y su conquista aumenta cada día. El ejemplo que aprendemos a seguir es el del hombre que se moldea con las formas a el éxito social. Y el impulso que nos alienta en ese camino lo recibimos del terror que nos produce la imagen contraria. Un hombre fracasado es como una piltrafa. Algo así como un muerto al que le late el corazón. Pero el listón de los valores humanos cambia de posición a medida que evoluciona la historia. Algunos triunfadores actuales hubieran sido réprobos en el pasado. La Iglesia. sancionaba fuertemente a los prestamistas que andando el tiempo acabaron siendo banqueros y gozando de la máxima honorabilidad. El proceso de reconversión de los valores profesionales triunfantes ha sido incesante. Juristas, médicos, militares, artistas han visto cambiar el signo de su respetabilidad según la utilidad que podían prestar a los dirigentes sociales. Y así un larguísimo etcétera de arquetipos que

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Tú primero

Viene de la página 9 constituyen la expresión más depurada de lo que se debe o no se debe aspirar a ser.

Pero si la sociedad ha ido imponiendo unos paradigmas de comportamiento, lo ha hecho con la complicidad de los afectados, ya que los. valores sociales son como las normas que regulan las conductas: no son realmente válidas hasta que los hombres no las han asimilado como propias y las han integrado en su naturaleza. Por eso el problema más profundo de la marginación es que los marginados se consideran inútiles. Las pautas sociales han calado de tal manera en el hombre que ya no nos preguntamos si tendremos razón o la tendrán otros. Simplemente se da por sentado que los háibitos que nos rigen son buenos,y que quien no los sigue está equivocado. Los fracasados son los que más lamentan esta situación. porque terminan por considerarse enfermos de la vida por no haber sabido triunfar, como hubiera sido deseable. Esta terrible: intimidación que se cierne sobre nuestra existencia fomenta una suspicacia permanente hacia nosotros mismos. Una especie de vigilancia minuciosa que, a la manera de un alter ego, nos dice cómo debemos estar y nos reprende cuando nos apartamos de la buena dirección. Sólo que en vez de actuar sobre nuestra conciencia para hacemos distinguir el bien del mal, nos va indicando la conveniencia social de nuestras sucesivas posiciones. ¿Estaré en el lugar- adecuado para triunfar? ¿Serán mis movimientos similares a los de los que no pierden nunca? ¿Tendré, las amistades convenientes para auparme por encima de los otros, concurrentes? La. histeria que suscita la inminencia del fracaso se comprende cuando se piensa en la ansiedad que experimentan quienes se consideran obligados a escalar incesantemente.

Las leyes del prestigio están más arraigadas que las de la moral. Lo decisivo, más que hacer las cosas bien o mal, es aparecer, ser eficaz a cualquier precio, autoalabarse, mirar por encima del hombro al vecino y pisarle si es débil. La gente no admira que un tipo viva de acuerdo con unos principios, sino que sea ambicioso, autoritario, que sea duro, que sea ejecutivo. El hombre que . duda, aquel que se pone en el lugar de sus víctimas, carece de condiciones para ser ídolo. Y es tal la presión que el individuo soporta para que haga aquello en que muchas veces no cree y se coloque en la línea de salida que le permita figurar entre los destacados, aun a costa de todas sus convicciones, que merece la pena pararse por un momento para ser uno mismo, mirar la carrera como un espectador y decirle al inquieto tránsfuga: tú primero, muchacho.

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