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Tribuna:Homenaje al autor de 'Libertad bajo palabra'
Tribuna
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Tributo

Recuerdo que lo primero que me llamó la atención en la poesía de Octavio Paz fueron las imágenes ígneas. Todavía hoy es raro -en verso o en prosa- que en un texto de Paz (y, bien lo sé, en uno mío) no aparezcan alguna vez esta clase de imágenes, en las que el fuego transfigura las cosas, descompone o genera aleaciones por sí mismo o por aquello que él alude: incandescencia, brillo, combustión, fulgor. El primer libro de Octavio Paz que cayó en mis manos fue Salamandra, y no resulta casual en modo alguno que en el frontispicio de Arte del mar, reuniendo mis propios poemas iniciales, colocara los siguientes versos de Salamandra: "Hoy en la tarde desde un puente / vi al sol entrar en las aguas del río. / Todo estaba en llamas, / ardían las estatuas, las casas, los pórticos". Un instante detenido, en mutación: el instante que habían visto Rimbaud o Lautréamont, lo que el propio Octavio Paz pudo llamar luego "presente perpetuo" o "fijeza momentánea".El crepúsculo reflejado en un río, o cualquier otro avatar del fuego y el movimiento detenido al borde de la percepción (imágenes, ya acaso no siempre ígneas, pero sí constantemente dinámicas: deflagraciones, cataclismos, ¡das y venidas de la apariencia, lo que, en palabras de André Breton, llamaríamos "vasos comunicantes" entre distintos niveles del ser y entre distintos estadios fenoménicos) son, no sólo paradigmas de la visión del mundo de Octavio Paz, sino incluso de lo más característico de su estilo, en el que cada cosa está en transición hacia otra, o desde sí misma hacia la búsqueda o la espera de otro modo de ser lo que es, salvo cuando se concentra fugazmente en el instante del amor o de la plena percepción sensorial, iluminado para mostrar, en el mundo, el envés del mundo. En este sentido, Octavio Paz es verdaderamente un poeta filosófico en la tradición de Lucrecio, y no cito el nombre al azar, porque Paz es uno de los pocos escritores contemporáneos cuyas cláusulas poseen a la vez la movilidad y la rotundidad de los clásicos latinos y, como ellos, hace inseparable la palabra de una visión del mundo a la que, por conminación verbal, es imposible sustraerse.Salamandra apareció en 1962. Para un poeta joven de nuestra Península, la primera mitad de los años sesenta fue un tiempo de estancamiento, en espera, cada vez más exasperada y abrupta, de algo que cambiara en un mundo coriáceo, donde la vida cotidiana sufría de una parálisis enervante y la ponía encasquillada en el manierismo de lo oficial o en el de lo resistencialista -ambos, por entonces, ya igualmente agotados- sólo ofrecía, con alguna excepción, individual, un ejemplo verdaderamente fecundo en los autores de la generación del 27 y sus homólogos en otras lenguas peninsualres (un J. V. Foix en catalán o un Pessoa en portugués). El encuentro con Salamandra tuvo el carácter de una revelación y anunció, como -precisamente- un poema de Paz, la era de mutaciones que se avecinaba en las literaturas hispánicas. Unos 20 años más tarde, dos cosas resultan igualmente sorprendentes. Por un ladol que este estilo, pese a que, en particular desde Piedra de sol (1957), había adquirido perfecta entidad compacta e irreductible, había llegado al nivel de tensión más alto que podía alcanzarse desde sus premisas, no haya generado en Octavio Paz ninguna especie de autoclasicismo, sino que se haya mentenido -a través de piezas tan extensas y complejas como Viento entero, Blanco, Pesado en claro o Nocturno de san Ildefonso- con la misma vitalidad expresiva originaria, mientras, en su alrededor, no pocas exploraciones inicialmente nuevas se convertían en semilla de solapadas formas de neoacademicismo, epifenómenos de una falsa o desafallecienté vanguardia. Por otro lado -y ello no es, sin duda, ajeno a lo anterior- admira la capacidad de diálogo, de atención, de generosidad personal y de acicate con que -parecido en esto a Vicente Aleixandre en nuestra orilla, con las diferencias de temperamento del caso- ha sabido Octavio Paz responder constantemente, no sólo a los cambios de la época, sino al impacto de ella y aun de su propia obra en otros escritores de lenguas, países y generaciones diferentes, y de modo particular en los más jóvenes que él. Una rememoración personal, que no tiene aquí su espacio más idóneo, saludaría -desde Nueva Delhi a México, pasando por las calles de la Barcelona medieval y por la luz de oro de los jardines de Aranjuez en abril- esta constancia dialogante de quien en su propia obra ha fundado un espacio de diálogo entre los seres, las cosas y los signos, singular en la literatura mundial de nuestro siglo, del que -y tal es el sello del autor esencial- somos tributarios cuantos después de él hemos tratado de escribir en este vértice final o crucial de lo que ya Hölderlin avistó como un tiempo de penuria, en el que la palabra, en precario, es devuelta a su pleno ser por unos contados grandes poetas como Octavio Paz.

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