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La reforma administrativa y las vejeces

Sea lo que sea lo que ocurra con la reforma de la Administración que el Gobierno tiene entre manos, lo que parece ya insoslayable es que los funcionarios serán jubilados a los 65 años: es decir, a la edad en que en el Kremlin, como en otro tiempo en la Iglesia, están o estaban a la vista los frutos más sabrosos de una carrera, las grandes promociones. Los funcionarios de Kafka o de Dostoievski morían, en cualquier caso, con todo honor, como en un campo de batalla, a la conquista de esos últimos escalones, títulos o condecoraciones, y, en el cursus honorum eclesiástico, la tardanza de la púrpura o del ascenso que permitiría añadir algún color a las ropas talares o alguna hebilla de plata al calzado acarreaba la melancolía, o también la misma muerte. ¡Sólo Dios sabe qué es lo que ocurrirá ahora en el corazón de todas estas gentes segregadas de sus empleos y con su carrera cortada en plena fuerza de la edad, en perfecta conciencia de su experimentado saber acerca de lo que se guisa y cómo se guisa en pasillos y despachos y todos sus secretos! ¿Formarán algo así como una cofradía de ex funcionarios y una especie de administración subterránea o paralela, como se habla de economía subterránea? ¿Se desprende alegremente el Estado de sus servidores más conspicuos y experimentados en aras del efebismo reinante?Hace ya mucho que médicos y sociólogos se preocupan de los traumas de la jubilación, y que filósofos, clérigos de todas las religiones y científicos se esfuerzan por devolver a ese estado de vejez oficial en el que se entra por el rito de la jubilación todo su viejo prestigio. Incluso los media tratan de pintárnoslo con colores idílicos, y los animadores sociales o los munícipes han llegado a convencer al gran público de que ésa es precisamente la edad en que el ocio permite el cumplimiento de todo aquello que no pudo realizarse a través de una vida, o levantan a veces incluso suntuosas sedes donde los ancianos oficiales u oficializados puedan convivir y hasta se dice que iniciar una nueva vida. Pero, aun dejando a un lado la dulzona o siniestra retórica acerca de la tercera edad o sus construcciones y actividades de entretenimiento como de sala de espera, lo que resulta obvio es que todos esos esfuerzos por dorar siquiera el prestigio de una edad o de una situación como la vejez están fracasados. "En una sociedad como la de América del Norte", anotaba en su diario, el 22 de junio de 1973, Mircea Elíade, trastornado después de una conversación sobre el particular con un desconocido muy lúcido a este respecto, en el aeropuerto de Windsor, "y todas las otras sociedades acabarán por imitarla a mayor o menor plazo, la vejez ha perdido toda su significación". Y precisaba: "La polución de las ciudades, la destrucción de la naturaleza, la revolución sexual no son nada respecto a esta evidencia mayor: a saber, que la vejez ha perdido toda significación".

El mito del kennedismo ha situado en seguida en la cúspide de los gobiernos a jóvenes que en otro tiempo se hubiera encontrado muy inmaduros para acceder a la categoría de consejeros de primera clase, y hasta en la Iglesia un hombre ha llegado al papado a los 58 años; o en el mismísimo Kremlin, la mayor gerontocracia del mundo, se cree posible que un joven de 60 años pudiera acceder a las máximas responsabilidades después del tiempo de Chernienko. El viejo sheriff norteamericano se deja fotografiar con frecuencia en casi los que en otro tiempo se llamaban paños menores y ahora muestran los hombres de edad como prueba de su juventud perenne. La mayor parte de ellos han superado ya la edad de El caballero de la mano al pecho que pintó el Greco, pero van en pantaloncitos cortos como cuando andaban en primaria o en los primeros años del colegio. Es algo muy melancólico: como una defensa existencial contra el no-ser, la absoluta falta de sentido que es

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la vejez. Sólo a veces se conserva un cierto respeto o incluso se prodiga una suma veneración a un grupo de ancianos: escritores, pintores o políticos; pero no estoy muy seguro si con el espíritu con que se guarda la momia de Lenin o con el de una reserva de indios o de animales en vías de extinción, o con el espíritu, en fin, con que se inscriben las obras de arte en los catálogos del Patrimonio Histórico y Artístico.

Las cosas son así, y más vale no andar moralizando sobre ellas o haciendo preguntas sin sentido igualmente. Por ejemplo: cómo se transmitirá el sentido de la historia con ese corte o ese aislamiento de generaciones? Porque ¿a quién le interesa en nuestra cultura el sentido de la historia? Las mismas viejas obras de la literatura o el arte, ante las que siempre se ha mostrado admiración y que en realidad eran la expresión de lo más alto del espíritu humano, no es seguro que puedan ser ya entendidas sin las suficientes rejuvenecedoras mediaciones; y, al paso que vamos, el espacio que deberán ocupar las notas en una edición de la Biblia o de Homero, pongamos por caso, tendrá que ser mayor que el texto. Porque habrá que explicar, por ejemplo, a los lectores hasta lo que es un adobe o el misterioso sentimiento que hacía que Penélope esperase durante tanto tiempo la vuelta de su marido, empeñado en una excursión o viaje de placer sin tampoco mucho sentido. ¡Tan carrozas o canicas o cercanas al hoyo del olvido se han tornado tantas cosas!

Lo que también tiene su mica salis y seguramente sus propias esperanzas. Porque si Bernanos vio claro y está en lo cierto cuando con su profunda cólera afirmaba que las guerras eran inventos de viejos impotentes y envidiosos para arrumbar en ellas ese aroma de prístina pureza que cada generación joven trae consigo, deberíamos concluir que ya no habrá más guerras. Lo que no es seguro, sin embargo, sobre todo después de contemplar cómo muchos jóvenes aplauden a ciertos viejos y su mensaje de muerte o se aprestan a morir ellos mismos por ese mensaje.

Cicerón se acababa de casar con una muchachita de 20 años cuando en el De senectute hizo el elogio de su vejez y de todas las vejeces. Siempre son así de relativos estos planteamientos filosóficos. E incluso los administrativos: ya lo veremos.

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