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Milicia y militarismo

No hay que confundir pacifismo con antimilitarismo, señala el autor de este artículo, quien piensa que la existencia de los ejércitos es perfectamente natural en el mundo, tanto en lo humano como en el reino animal. A su juicio, tanto el militarismo como, su contrario, el antimilitarismo son exacerbaciones que se dan en la sociedad civil y no en la militar.

En el distorsionado y paradójico mundo en que vivimos, y confirmando las averiguaciones antropológicas sobre la importancia que tiene para la formación de la cultura la evolución de] lenguaje, se utiliza, ambigua y torcidamente muchas veces, el valor de las palabras.Por ejemplo, el término paz, que suscita en el sentir popular una idea singularmente positiva, y su derivado pacifismo se retuercen incorrecta y capciosamente para inducirnos hacia otros postulados bien distintos, sedicentes incluso de la paz que se proclama. De esa paz que debe proteger cosas para nosotros entrañables: nuestros padres, nuestros hermanos, nuestro hogar, nuestra patria. El amor de filiación es en sí mismo excelente, porque, proclamándonos hijos de algo, nos centra en el tiempo y en el espacio, en el seno de una comunidad con historia, territorio y costumbres, define nuestra esencia, delimita nuestra presencia, nos da carácter y proclama nuestra identidad.

Y para eso existen los ejércitos. No para provocar la guerra, sino para defender a la comunidad a que pertenecemos y sus más acendrados valores. Que a veces se haga mal uso instrumental de los ejércitos no justifica su abolición. Sólo cuando tengamos terminantes pruebas de que se ha establecido universalmente la paz podremos pensar en abolir los ejércitos y, desgraciadamente, no estamos en ese camino.

La defensa no es una invención

Pero es que, además, la defensa no es una invención artificiosa de los hombres. Los animales, las plantas y el mismo cosmos, pese a que no les atribuimos racionalidad discursiva, obedecen a principios comunes y disponen espontáneamente de recursos defensivos o niveladores frente a lo pernicioso, agresivo o caótico. Lo que primeramente diferencia la vida de la materia orgánica, de la que procede, es la disposición de una membrana, verdadera muralla y fortaleza, que, al mismo tiempo que crea la individuación, con todas sus consecuencias, protege a la célula de agresiones externas.

Y llama por eso la atención la creciente sensibilización que se hace en el caso de los llamados niños burbuja, o del SIDA, enfermedad que se propaga, según parece, con la práctica de la homosexualidad, movilizando toda clase de medios para buscar con ahínco la solución a deficiencias inmunológicas, espontáneas o adquiridas, que afectan a casos muy particulares, y, sin embargo, escudándose en el pacifismo, y bajo el nombre de antimilitaristas, se adoptan y propagan. ideologías que, llevadas a sus últimas consecuencias, consisten en promover el desarme unilateral y suicida, con lo que entraría en riesgo la libertad e independencia de toda la sociedad.

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El término antimilitarismo supone, como todo anti, oposición a militarismo, que, a su vez, consiste en organizar la sociedad civil cuasi militarmente, regida por un remedo de las estrictas ordenanzas castrenses. Pero ésta no es la forma de pensar y actuar políticamente de un militar profesional, ni constituye sus aspiraciones. Pocas profesiones habrá que hagan mayor renuncia al uso y proyección de su vida hacia la política.

Quienes se dedican al oficio de las armas, sobre todo en los Estados modernos, han de renunciar al ejercicio de numerosos derechos políticos y sindicales, y pasan a ser, por esto mismo, disminuidos potenciales respecto al resto de sus conciudadanos. Hagamos una encuesta entre nuestros jóvenes actuales y comprobaremos hasta qué punto se cumple esta aseveración en los que se preparan para el ingreso en una academia militar. Sus aspiraciones distan completamente de la ambición de regir algún día la política del Estado, sino que se fortalecen y estimulan en los valores característicos de la profesión militar: la disciplina, la lealtad al mando y al compañero, la entrega personal al servicio... La aspiración de un cadete o de un veterano militar, mírese por donde se mire, no consiste en dominar la oratoria para arrastrar a las masas, fundar u organizar un partido político, perfeccionarse en el derecho constitucional.

La ambición militarista constituye un absceso que se forma espontáneamente en determinados sectores de la sociedad civil perturbada, como reacción frente a males y vicios que la aquejan con demasiada frecuencia. Y el antimilitarismo es la reacción a esa reacción por parte de los que, habiendo fomentado el desorden, aunque fuese para fundar otro orden, o considerándose avasallados por los criterios rigurosos de los militaristas, ponen en cuestión el modelo de éstos: los ejércitos y sus profesionales, pese a que, como se ha dicho, son de suyo contrarios a que se aplique el régimen de cuartel para resolver los complejos problemas de la sociedad moderna, del mismo modo que se abstienen de aplicarlo en su vida familiar. Así de sencillo.

¿Y cómo puede explicarse entonces la habitual presencia en política de los militares? Si, como se asegura, el militar profesional no desea participar en política, ¿cómo justificar la permanencia política castrense, durante siglo y medio, de Prim, Narváez, Espartero, Serrano, O'Donnell, Primo de Rivera, Franco..., por citar a los militares más sobresalientes que nos gobernaron?

Comienza el intervencionismo

Poco a poco, la rigurosa investigación desvela, e irá desvelando cada vez con mayor propiedad, lo que en principio puede parecer un enigma o una contradicción.

Resulta que durante la génesis de nuestro prometedor y acaso prematuro Estado constitucional de 1812 no se rompen, sino que se mantienen intactas, la organización e instituciones de la monarquía absoluta. Se varía la forma política, pero no el contenido. Y los ejércitos fueron el soporte del Estado democrático proclamado por las Cortes de Cádiz.

Los liberales, alternando con los conservadores o los republicanos de las dos repúblicas, usarán habitualmente de los ejércitos para resolver rencillas familiares y disputas internas. Mucho se ha denunciado lo proclive al golpismo de nuestros militares nonocentistas, pero la incitación, cuando no la misma trama del golpe, provino de los partidos o del tantas veces traído y llevado vacío de poder creado por una gestión irresponsable.

Si somos rigurosos en el juicio de los hechos, habrá que reconocer que verdaderamente no existió poder militar en competencia con el civil, sino que los partidos, o sus facciones, conspiraban, o acudían con el mismo pueblo llano al cobijo de los regimientos, para resolver los tránsitos que debían haber venido del sufragio o de las Cortes. El sistema falló en lo más fundamental: en la base orgánica de la estructura de nuestra democracia. Los jefes políticos se eligieron muchas veces por los políticos entre los militares de mayor relieve.

Primo de Rivera llegó al poder, pese a proponer una dictadura, aupado, o al menos consentido, por los últimos representantes de la Restauración, aunque pronto lo repudiasen, y estos mismos políticos habían allanado y preparado inconscientemente su llegada al poder, menoscabando la autoridad de los gobernadores civiles -su propia autoridad- frente a los capitanes generales, para apoyarse en éstos. Bajo un Gobierno Sagasta se promulga la ley de Ejuiciamiento Militar, que mantuvo intacto, y acaso fortalecido, el fuero castrense. Bajo otro Gobierno liberal se reprimió, manu militari, el siniestro episodio de la Mano Negra. Bajo un Gobierno republicano, el triste lance de Casas Viejas. En lugar de la vía política se hizo habitualmente uso del estado de guerra, sacando al Ejército a la calle para resolver los problemas de orden público o cuando sindicatos y patronos no llegaban al acuerdo. La guerra civil de 1936, iniciada por el levantamiento militar del 18 de julio, se produjo dentro del estado de guerra, llamado con pudor de excepción, proclamado, políticamente, en el mes de febrero anterior, sin que fuera levantado un solo día.

Cuando se usa abusivamente de un instrumento no puede extrañar que, a veces, se rebele y concluya esclavizando al usuario. Que, en ocasiones, el Ejército, y más propiamente el militar de turno, seleccionado directa o indirectamente por la acción u omisión de los políticos, permaneciese en el poder por más tiempo del que sus promotores deseaban, fue inevitable. Pero durante estos períodos, como demostración de la natural y extendida ausencia de ambición política entre los militares, salvo contados casos de colaboradores y especialistas, la inmensa mayoría de los cuadros de oficiales permaneció en los cuarteles, cosa inexplicable si hubiesen estado ansiosos de poder o para los componentes de un grupo político cuyo líder alcanza la jefatura del Gobierno.

Fue, pues, la incapacidad política, que no la ambición militar, lo que propició estas aventuras de nuestro mal urdido y peor desarroIlado sistema democrático, sin declararlo caduco, salvo temporalmente, Primo de Rivera, que al final buscaba afanosamente la fórmula política de salir del laberinto, hasta conducirnos al tremendo choque civil de 1936, que definitivamente lo cierra. Se discute si en 1975 hubo reforma o ruptura política respecto al régimen inmediatamente precedente, pero nadie se atreve a afirmar que lo que comienza en 1975 tenga algo que ver con lo que acabó para siempre en 1936.

La compleja estructura de un Estado democrático moderno necesita de bases organizadas en apoyo de partidos políticos sólidamente establecidos, disciplinados -con disciplina civil, por supuesto-, respetando el libre juego en la contienda política, y una Administración cada vez más compleja, servida por funcionarios competentes colaborando con la alternativa en el poder. Es de toda evidencia que nuestros actuales partidos políticos son producto reciente, tras notables intentos y frustraciones, y respecto a nuestro aparato de gestión pública, según el propio Ballbé, hasta bien entrada la década de los últimos años sesenta, no hemos dispuesto de funcionarios eficientes y suficientes. He aquí las razones de por qué ahora cabe la esperanza de hallar soluciones auténticamente políticas a los problemas en curso, creados por el natural crecimiento y desarrollo de nuestra sociedad, y que hasta 1936 no encontraron remedio, sino, en todo caso, aplazamiento.

Como cualquier organismo vivo, la sociedad necesita de medios y recursos para subsistir y superar sus continuas crisis. Los ejércitos profesionales, altamente cualificados, son pieza indispensable para un Estado como el nuestro, implicado geopolíticamente en la conflictiva área de su demarcación, pero sin intervenir en política. Militarismo y antimilitarismo, los abscesos de la sociedad civil perturbada a que nos referíamos, consecuencia de su falta de solidez o de la inercia de sus gobernantes, no son problemas propiamente militares, aun cuando los ejércitos y sus miembros queden afectados si los gobernantes no encuentran las vías adecuadas para resolver cuestiones propiamente políticas e interiores y, como solución extrema, se recurre a ellos.

Rafael Hitos es licenciado en Derecho y Ciencias Políticas y general del Ejército.

1. Orden político y militarismo en la España contitucional, A. E., 1983.

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