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La salud y la calidad de vida en la escasez

Un doctor es más que un médico. Médicos los ha habido siempre. A veces, sólo de una clase; otras veces, de distintas clases, como en la India los unani de los musulmanes y los ayurvedas de los hindúes. Los médicos compiten unos con otros para ganar confianza, fama y dinero. Los doctores aspiran a más. En nombre de su ciencia luchan por conseguir un monopolio social, que abarca un triple poder: el de definir lo que es enfermedad, el de determinar quién debe ser sometido a reconocimiento para ver si está enfermo y el poder sobre todos los procesos terapéuticos públicos. Al hablar de doctores en medicina, me estoy dirigiendo a expertos en cuyas manos se unen tres poderes que en toda democracia están separados por principio constitucional. El poder legislativo de definir categorías de segregación, el poder judicial de decidir quién debe ser segregado y el poder policial sobre los segregados pertenecen en una democracia a cuerpos distintos.Desde un punto de vista histórico, los doctores no forman hoy un gremio de médicos, sino un clero de biócratas. Un gremio se administra de puertas adentro. El clero pretende unir en una sola instancia legislación, sentencia y vigilancia. Un gremio monopoliza la fabricación del calzado, pero no puede impedir que el que quiere vaya descalzo. Los expertócratas expulsan de la sociedad al que no se deja bautizar u operar.

Pero no sólo hablo de doctores. Me refiero también a planificadores, diseñadores, arquitectos, es decir, funcionarios que convierten el espacio en institución, técnicos que organizan los distintos lugares. También ellos forman una expertocracia al servicio del Estado. Y son unos sabelotodo: sus normas no están a mi disposición, sino que capacitan a estos administradores de la necesidad para obligarme a que me tienda en sus camas de tortura. También ellos pretenden concentrar en su mesa de diseño tres poderes, en este caso poderes sobre el espacio. Pues estos hombres y estas mujeres definen lo que es higiénico, cuándo, cómo y dónde debe ser saneado el entorno, y finalmente emprenden la gran operación de limpieza: desde 1880 desinfectan con lisol el canal por donde venimos al mundo, derriban con gigantescas máquinas excavadoras los viejos edificios y construyen con cemento las catedrales en las que morimos. A menos dinero, más higiene: también este lema puede ser ambiguo. Pues puede significar: en vez de levantar enormes torres para la asistencia sanitaria y el tratamiento intensivo de los enfermos, queremos hacer un mundo aplanado e higiénico que por doquier huela a hospital y del que nadie pueda escapar. Por lo demás, la construcción de un hospital tan grande como el mundo, de un mundo en el que todos necesitáramos continuamente de asistencia médica, sería un nuevo y saneado negocio.

Ahora bien, para enseñarnos a cuidar de nosotros mismos durante toda la vida en un hospital a escala mundial se necesita una nueva pedagogía. A menos dinero, debe también reducirse el sector de los servicios. Y entonces tienen aún una posibilidad de crecimiento estos pedagogos sociales que quieren adiestrarnos gratuitamente, pero con intachable profesionalidad, en la autoasistencia sanitaria. Si además se ofrecen a velar moralmente por sus alumnos en el ejercicio de esta autoasistencia higiénica, puede ser que sonsaquen a los políticos alguna partida de los presupuestos del Estado. Innovación en la escasez podría entonces significar: toda la sociedad está obligada, en una forma enteramente nueva, a prestar por amor ese servicio no remunerado que fue inventado en el siglo XIX para el ama de casa.

Hace sólo siete años resultaba escandaloso afirmar que los hospitales se cuentan entre los principales elementos patógenos de nuestra sociedad industrial y constituyen la principal fuente de dolor. Hoy nadie contradice esta clase de crítica de la medicina. La crisis económica se da la mano con la crítica de la medicina. El lema de la crisis reza así: a falta de pan, buenas son tortas. Que, aplicado a la crítica de la medicina, significa que la falta de recursos puede convertir al doctor altisonante y penoso en un médico servicial y útil. Con menos dinero se experimentaría menos con los enfermos, se diagnosticarían menos enfermedades y se evitarían costosas agresiones yatrógenas. Todo esto es hoy muy de desear. Pero más importante aún es que, si la medicina fuera más barata, menos hombres enfermarían a causa del trabajo patógeno.

Producto mitológico

La calidad de vida es un neologismo que traduce la expresión americana quality of life, surgida durante la crisis del petróleo como una aspirina lingüística. "Ya que no es posible el crecimiento, al menos aumentemos la calidad de vida", se proclamaba entonces. Por poco tiempo resultó moderno utilizar la expresión como edulcorante político. Hoy, el uso de esa expresión sirve para identificar al ecólogo tutelar. En Europa todavía no se ha llegado a este extremo.¿Qué significa calidad de vida para personas que usan en serio esta expresión? Al decir que la salud es parte integrante de la calidad de vida, entendemos la calidad de vida como un producto, un producto mitológico de la especie a la que también pertenece el producto social bruto: una multiplicación d manzanas, ciruelas y bombillas. Camas de hospital y vuelos de vacaciones, pupitres escolares y retretes, estaciones depuradoras de agua y operaciones cesáreas se cuentan indistintamente en la misma suma. En este cajón de sastre se introduce todo lo que cualquiera de los gremios en los que se divide el sector servicios estima bueno e importante. En cuanto el concepto de salud se mezcla con esa salsa pasa a ser sinónimo de necesidad de asistencia médica. Así pues cómo parte integrante de la calidad de vida, la salud es, de forma paradójica, la medida del grado en que una sociedad se siente enferma y depende de la asistencia de expertos. A la necesidad de asistencia médica contrapongo yo el arte de vivir, que es a la vez arte de sufrir y arte de gozar. Arte de vivir, arte de sufrir y bienestar, que integran un vocabulario que no cuadra en el actual lenguaje administrativo.

El arte de vivir es lo que a mí y a mis iguales nos distingue de los animales. Y digo "a mis iguales" para que todo el que lo desee pueda separarse de mí. Ante el dolor se arredra el mismo gusano, mientras que el placer que proporciona el azúcar atrae también a las moscas. Estos seres vivientes actúan en consonancia con sus genes y danzan al compás que les marcan sus instintos. Yo no. Para mí y mis iguales, el olor es algo que puede ser padecido, mientras que con el placer puedo y quiero alegrarme. No me dejo arrebatar ni la alegría ni el sufrimiento: en ambos busco apoyo.

El arte de sufrir presenta múltiples formas. En todas partes tiene un ideal: en unos sitios, el ideal adopta la figura de Buda; en otros, la imagen del crucificado o de un hombre en el poste de tortura o de Orestes. La tradición determina en gran medida cuándo y por qué sufrimos. Aquí, la mujer se retuerce en los dolores del parto; allí, apenas; en otros lugares el hombre se hace cuidar como una puérpera para engañar a demonios hostiles. Así, el arte de vivir propio de cada cultura convierte el sufrimiento en una acción responsable, en la que el médico no se propone matar el dolor, eliminar la enfermedad o combatir la muerte, sino que intenta auxiliar al que sufre.

La asistencia sanitaria pretende ahorramos el sufrimiento, hacer del arte de sufrir una pieza de museo y sustituir el bienestar o el malestar subjetivos por la salud o la enfermedad objetivas. La asistencia convertida en producto es obra de la sanidad, mientras que el sufrimiento y la alegría de curarse son realizaciones del arte de vivir. La asistencia transforma incluso la función gramatical del verbo sanar. Ya no somos nosotros los que sanarnos, los que nos curamos, sino que nos convertirnos en pacientes de los médicos y sufrimos a nuestros asistentes sanitarios que nos curan.

¿Qué significa entonces innovación en la escasez con respecto a los hospitales? La falta de tales lugares está ocasionada en gran parte por el hecho de que todos los espacios de la sociedad han sido cada vez más organizados. Y, a diferencia de las zonas comunales, que son porosas, los espacios organizados son excluyentes y monopolizadores. El hospital es el paradigma de esta clase de espacios.

Todavía en tiempos de mi abuelo, el hospital estaba en la última parada del tranvía: estación terminal. Los médicos querían entonces hacernos creer que el hospital era taller de reparación, fábrica de alumbramientos o sanatorio, pero no se les creyó. La situación ha cambiado. La ginecología transformó el parto de la madre en apartamiento del niño de su madre; la tanatología transformó el arte de morir en medicidio asegurado: "Enfermera, a este paciente deje de administrarle coramina".

Nos hemos acostumbrado a desarrollar nuestra vida cotidiana en espacios organizados, y esto ha hecho que nuestra sociedad necesite día y noche de asistencia médica y que el espacio sea un bien escaso. Remediar esta escasez puede efectuarse de dos maneras.

Los fabricantes de hospitales pueden esforzarse por lograr que las viviendas y las clínicas sean higiénicamente polivalentes: sanatorios descentralizados, gestionados gratuitamente por profanos medio profesionales bajo vigilancia médica. Así se ahorraría dinero y se ampliaría el control de los expertos. O bien sus adversarios, los movimientos ciudadanos, aprenderán poco a poco a comportarse frente al sistema sanitario como frente a las centrales nucleares y los aeropuertos. Se declarará la guerra a la medicina para conquistar el espacio vital. Y en esta lucha cifro yo mis esperanzas.

Ivan Illich es filósofo e historiador de origen austriaco.

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