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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

La saciedad de un cineasta

En el programa de Televisión Española La noche del cine español, el director cinematográfico José Luis Sáenz de Heredia ha afirmado rotundamente que en la posguerra el hambre no se veía, y que se ha exagerado mucho acerca del tema. Reconoce que comíamos pan amarillo -las famosas bolas-, pero estima que la anécdota no pasa de lo meramente episódico como consecuencia de una guerra, sin que ello nos autorice a hablar de hambre. El eficiente director de Raza -con guión del invicto caudillo bajo el seudónimo de Jaime de Andrade- no solamente no pasaba hambre, sino que no la veía. Esto de la ceguera es pésima condición para un director de cine. Menos mal que en la actualidad no ejerce.Los adolescentes de la posguerra, con clavículas y costillas que amenazaban romper la piel, invertíamos una peseta y 25 céntimos en ver en un cine de barrio El destino se disculpa, porque Sáenz de Heredia aportaba una probada pericia a lo de las 24 imágenes por segundo y porque nuestro amor al cine nos hacía preferir ver una buena película a comprarnos una barra de pan de las que voceaban las estraperlistas lumpen: aquellas que anunciaban blancas y de tahona. ¿Dónde harán las blancas?, me preguntaba yo ante la alternativa de las vendedoras. Pero, aunque eligiese el cine, yo pasaba hambre.

El director de Historias de la radio no veía el hambre. Acaso porque miraba solamente las paellas de Riscal, ignorando la carencia de las calles aledañas. El director de Todo es posible en Granada no sabía que todo era posible en España: comer con avidez pipas, paloduz, cáscaras de patata, melón asado -melón pepino, claro- o mondas de naranja hervidas. El director de Mariona Rebull, quizá mientras degustaba un fino en Las Cancelas o un choucrout en Gambrinus, no veía el hambre. Ahíto con la saciedad de los vencedores -la justa saciedad, al parecer-, no veía que los vencidos, los que con mayor o menor edad representábamos a la España del cincel y de la maza, de la rabia y de la idea, pasábamos hambre.

¡Qué envidia! El director de Franco, ese hombre, fiel defensor de la reserva espiritual de Occidente, pensará que esto de la envidia es un pecado gordísimo. Pero el tenerle envidia no me produce sonrojo. Alguna ventaja habíamos de tener los de la confabulación judeo-masónica.

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No soy partidario de las estatuas de sal que miran al pasado con perseverancia sadomasoquista. Para remediar la no tan remota tragedia, todos tenemos derecho a opinar. Pero a condición de no falsear la historia. Existieron, nadie me lo niegue, los rostros macilentos, las pálidas conjuntivas que reflejaban los 3.200.000 hematíes / milímetro cúbico de promedio nacional y las feroces luchas por conseguir plaza en un sanatorio antituberculoso. El señor Sáenz de Heredía no veía nada de esto. El señor Sáenz de Heredia no veía nada. El señor Sáenz de Heredia no veía. El señor Sáenz de Heredía no. /

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