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Daguerrotipos

Garaikoetxea, delantero centro

Manuel Vicent

Carlos Garaikoetxea tiene la estampa de antiguo delantero centro, de aquellos que no se andaban con florituras. Cuando en este país reinaba todavía una furia de secano, los arietes remataban a gol desde la mitad del campo con los calzones hasta la rodilla, cruzaban el obcecado testuz en la parábola del balón o conectaban un trallazo luminoso a un pase del extremo izquierda; pero ellos eran siempre nobles, aunque un poco rudos, y saltaban sobre la cabeza del guardameta para no dañarle si éste se arrojaba a sus pies, gesto que el público aplaudía fervorosamente. Esto sucedía en un tiempo en que los señoritos de Bilbao regalaban medias de cristal a las putas de Chicote y los lechuguinos madrileños iban a San Sebastián a leer el Abc mientras se hacían lustrar los zapatos en la terraza del hotel María Cristina. El imperio español llegaba hasta los límites del grito victorioso de Matías Prats y entonces el nacionalismo vasco era una cosa de cantera de fútbol. Todos los estraperlistas de chatarra querían ser industriales del Norte y cualquier niño del Sur se soñaba portero en el estadio de San Mamés durante las noches ateridas. Para nuestra generación, Carlos Garaikoetxea tiene una lectura deportiva. Se trata de una especie de Zarra subliminal con perfume de cromo, y uno puede imaginar su figura de ceño igualmente obstinado, en cuclillas, entre Panizo y Venancio en el retrato sepia de una final de copa. Sólo que ahora, en el lugar donde estaba el chato Gaínza, aparece Xabier Arzallus con su pinta de teólogo alemán.Nacer en Pamplona, hijo de menestral carlista con familia numerosa, bajo el sonido de campanas de catedral y rumor de canónigos, en una época famélica en que los guerreros de la fe se acababan de quitar del pecho el detente bala, es algo que marca mucho. A la mínima uno podía verse de misionero en el Congo corriendo infieles o cantando maitines en un convento. En todo caso, los navarros tenían la obligación de ser valientes y de dar al menos un vástago a Dios. El encierro de San Fermín era el rito de iniciación sexual para jóvenes laicos, y cuando ese momento llegó Carlos Garaikoetxea ya había cumplido la receta de una pequeña burguesía provinciana. Comenzó a estudiar el bachiller en los escolapios y allí, en la adolescencia, sintió tentaciones de fraile. Ingresó en un vivero de novicios, que esta orden regentaba en Orendáin, por tierras de Guipúzcoa, pero el guiño neófito de San José de Calasanz le duró pocos años. Volvió pronto a su ciudad natal para terminar la enseñanza media, aunque de la paz de aquel huerto clerical traía ciertas lecturas. El nacionalismo se le había revelado. No se debe olvidar que en ciertas partes de este planeta el sentimiento de la tierra adopta un carácter religioso, y los creyentes confunden el paraíso con la heredad de su bisabuelo y divisan las barbas del Creador en la cúspide de cada monte.

-¿Que cómo era? Entonces Carlos Garaikoetxea ya era un muchacho excelente.

-¿Tenía ideas políticas?

-Nada.

-De algo hablaría.

-Hay un dato. Ninguno de sus compañeros de estudios recuerda que Carlos se peleara jamás con nadie.

Esto no quiere decir que el joven Garaikoetxea tuviera la habilidad de escurrir el bulto, sino que iba de suave por la vida, con una sonrisa de medio lado. Puede que le gustara pactar en un rincón del patio escolar. El hecho es que nunca creó conflictos ni su persona levantó demasiadas pasiones. Se deslizó por las aulas correctamente como alumno segundón, con una elegancia en gris, usando igual que ahora un tono de voz casi inglés, ese susurro en do menor, con los pulgares en los bolsillos del chaleco mientras caen las comisas a su alrededor. Deusto era un Oxford de primera regional para chicos espléndidos, aunque un poco paisanos, y allí los jesuitas se encargaban de pasar el cepillo a los potros de la oligarquía y otros cabezas de orla o hijos de pequeños empresarios que un día no lejano, bien inoculados de amor a Dios y de un sentido de clase, estarían al frente de una factoría de laminados o de una fábrica de chorizos. En esa universidad, Carlos Garaikoetxea hizo la carrera de Derecho y de Ciencias Económicas. Tampoco brilló mucho ni despertó entusiasmo entre los padres de la compañía, siquiera en materia de devoción. Sólo era uno de aquellos estudiantes que en verano se convertían en camareros en un Wimpy de Londres o fregaban perolas en un restaurante de París y se desvirgaron socialmente de forma muy tenue con la noticia de la huelga de los mineros de Asturias.

Contentos de ser vascos

En el país se había iniciado en ese tiempo una fiebre del oro a 30, 60 y 90 días. Las carretas de los traperos transportaban los primeros restos de lavadoras entre desahuciados colchones de lana dentro de un sorprendente atasco en la Gran Vía; los ejecutivos se dejaban ya medio solomillo en el plato y en las afueras se iban hinchando los basureros. Franco cazaba perdices con escopeta y rojos a lazo. Entonces los españoles sólo sabían que los vascos estaban muy contentos de ser vascos, que por allá arriba la represión era un poco más espesa, que había ciertos chavales con chubasquero, en un revuelto de curas con boina, que le gastaban alegres perrerías al régimen: ponían chinchetas en la carretera cuando pasaba la vuelta ciclista, lanzaban un chupinazo paralelo y subversivo para abrir la feria de Pamplona, escribían con alquitrán el nombre de ETA en las paredes y volaban algún repetidor de televisión.

-Qué simpáticos son.

-¿Sabes una cosa? Esos chicos comulgan todos los días.

-¿Qué quieren?

-La libertad. Como todo el mundo.

Carlos Garaikoetxea obtuvo el primer trabajo ejecutivo en la empresa Sigma, de Elgóibar, cuyo director y propietario era Ángel Berazadi, abatido años después de un escueto tiro en la nuca por aquellos divertidos muchachos que en este momento sólo jugaban con una brocha. Por los despachos de esta factoría andaba siempre Xabier Arzallus, y así cruzaron brevemente sus vidas el intelectual escolástico torturado por la diada y el alevín empresarial vestido de príncipe de Gales, etiqueta bilbaína. Arzallus también había abrevado su nacionalismo en el jardín de un noviciado y es de suponer que ellos dos hablarían de Sabino Arana, de la nostalgia de los fueros, mientras firmaban balances, facturas de pedidos y contrapartidas. Pero Carlos Garaikoetxea iba disparado hacia la gloria económica. Ocupó un alto cargo en Tracsa; pasó luego a la dirección de Eaton Ibérica, en Pamplona, y allí realizó sus primeros ejercicios, no demasiado espirituales, de negociar duro e inflexible al servicio del capital en una larga huelga frente a Patxi Letamendía, hirsuto y ya barbado, que representaba como abogado a los trabajadores. Ambos eran abertzales, amaban a Euskadi y podían coincidir en una romería, unidos por la porra igualitaria de los guardias, pero los negocios son los negocios.

En esa época los ángeles tiernos del chubasquero ya habían aprendido mucho. Después de ejercitar el dedo contra la cabeza de Melitón Manzanas, mataban de un solo disparo y nunca marraban, cosa que no dejaba de causar admiración. La ciega represión de la policía veía a un terrorista en cada barbudo, y así comenzó la danza macabra. Pero Carlos Garaikoetxea estaba al frente de un negocio familiar de embutidos y había llegado a presidente de la Cámara de Comercio de Navarra. Parecía un sobrio caballero inglés con oficina en la plaza del Castillo y tenía el arte de infundir confianza o la flema para no alterar la tonalidad de un informe, pespunteado de refinados carraspeos, en medio del fuego cruzado. En los círculos de la oposición en Madrid alguien había dado el soplo:

-Esos chicos de ETA...

-¿Qué pasa?

-Sólo quieren la independencia del País Vasco.

-No creo.

-Lo podría jurar.

-El nacionalismo es un estado de inmadurez. Por cierto, ¿siguen comulgando por la mañana antes de matar a un guardia civil?

-Unos sí y otros no.

-Qué lío.

Por supuesto que era un verdadero lío. La democracia acababa de arribar a este país y aquellos muchachos tan simpáticos seguían disparando, se hacían los distraídos. Probablemente alguien bien intencionado pensó hallar el remedio dándoles una pastilla de valium en el momento de la comunión.

En busca de una fórmula mágica

Pero Madrid estaba lleno de palabras y se podía dialogar. En el Parlamento, cada diputado ocupaba su sitio. Carlos Garaikoetxea se había presentado a las elecciones de 1977 por el PNV de su tierra bajo el nombre de Unión Autonómica de Navarra y había sido derrotado. En cambio, Xabier Arzallus impartía en el Congreso la doctrina nacionalista. Se le veía como un teólogo cuya dura cerviz abrasada por la fe luchaba diariamente contra la incomprensión central por medio de sutiles distingos escolásticos y torturadas reservas mentales. Fue también Xabier Arzallus quien maniobró en la sombra para llevar a Garaikoetxea sin escaño a la presidencia del partido. Elevar a ese cargo a un joven pamplonica era, sin duda, una buena jugada política, una forma de incorporar moralmente a Navarra en Euskadi. Durante las Cortes Constituyentes los diputados del PNV se convirtieron en héroes de pasillo. Se debatían con ardor guerrero por una palabra, exhibían todo su orgullo por una coma, iban por el salón de los pasos perdidos con un folio en la mano buscando una fórmula mágica o un resquicio que les permitiera meter la cabeza en el marco de la Constitución. No lo hallaron. Su esencia era su propia tozudez o la negociación correosa. Sobre un tresillo isabelino los cronistas interrogaban a Alfonso Guerra:

-¿Qué han decidido los vascos?

-No ze zabe. Esperan órdenes del Burubacha.

-A ver.

Carlos Garaikoetxea estaba al frente del Buru Batzar y a veces, en la ardua culminación de un artículo comprometido, bajaba a Madrid para pactar, arrancar una promesa, mover la tilde de una sílaba. Venía con un terno elegante de franela gris, se encerraba con los suyos en un cuarto humeante del Parlamento como un entrenador de fútbol y le daba una friega de linimento a Arzallus.

Después ya se sabe qué ha pasado. Carlos Garaikoetxea ha sido lendakari, las metralletas han seguido cantando, la guerra sucia ha comenzado, y en la larga tragedia del País Vasco los nacionalistas del PNV, roídos por el poder central, por la dinamita de los jóvenes radicales y por los intereses económicos de la oligarquía, aparecen crucificados por la duda tratando de abrirse paso entre un fregado de tiros con la fuerza de los silogismos. Carlos Garaikoetxea tiene un diseño frontal. A la gente de nuestra generación le desenvaina el recuerdo de un Zarra subconsciente, de mofletes densos, ceño sombreado y duros parietales. Pero la imagen de aquella adolescencia política o deportiva ha cambiado. Ellos ya no están. Ahora, en la famosa delantera de la furia vasca, Carlos Garaikoetxea suple a un Zarra onírico, y junto a él se exhiben en cuclillas, bajo el rugido de un siniestro final de copa, Olarra de extremo derecha, Benegas de interior, Onaindía al otro lado y de extremo izquierda un etarra con pistola. A Carlos Garaikoetxea le quieren poner la zancadilla. Si consiguen derribarle, puede decirse que el último puente de diálogo también quedará abatido. Carlos Garaikoetxea es todavía aquel delantero centro antiguo, duro y pegajoso, que se tiraba en plancha luminosamente ante la boca de gol, aunque siempre saltaba sobre la cabeza del guardameta para no abrirle los sesos, cosa que en estos tiempos aún se aplaude mucho.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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