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Los ladridos de Reagan

Desde hace un tiempo, los círculos conservadores se sienten engañados por lo que estiman poca efectividad de la política exterior norteamericana respecto a la Unión Soviética. En estos días acuñaron una frase casi insultante: el presidente Reagan es un político que ladra más de lo que muerde. Sin embargo, no parece que el Partido Demócrata encuentre un candidato a presidente lo suficientemente destacado para proclamar esto mismo a voz en cuello. El ex galán del Hollywood ejerce todavía sobre sus adversarios el poder de la convicción que sus dos revólveres imponían sobre sus enemigos en las viejas películas de cowboys.

Uno de los lemas que más gustaron en su campaña presidencial de 1980 tenía relación con este espíritu machista: "Los americanos estamos cansados de que anden empujándonos". Ya presidente, comenzó a modificar la política exterior con relación a la URSS. No logró comprender el complicado mecanismo que desde la vieja guerra fría mantenía un delicado equilibrio, y lo reemplazó por. una premisa simplificadora: Rusia es la fuente de todo mal; si nos teme, su comportamiento mejorará. Y buscó otro campo de acción, creando el fantasma de América Central y el Caribe, como si minúsculos países o islas significaran un peligro.

La Administración Reagan comenzó una incrementada carrera armamentista, aprovechando cada oportunidad para enrostrar a los soviéticos su maldad. No llevó mucho tiempo a los comentaristas de Prensa en Estados Unidos descubrir que, si bien los grandes titulares presentaban al Reagan ladrador, las informaciones más sólidas revelaban un flujo de compromisos con la Unión Soviética en los campos del comercio y la transferencia de tecnología; reflejaban un Reagan desdentado, sin deseos de morder después de ladrar.

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Si esta es la primera parte de la charada, la segunda no es menos insultante para la inteligencia humana. Los líderes soviéticos, como buenos campesinos, sólo escucharon los ladridos, y se sintieron amenazados exactamente en el nivel en el cual el presidente Reagan quería tenerlos atemorizados. Su valoración de la política de la Casa Blanca convenció a los líderes soviéticos de que la posibilidad de una guerra nuclear no era inimaginable. Reagan logró atemorizarlos, pero la esperada rendición de los líderes del Kremlin no se produ-

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Los ladridos de Reagan

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jo. Por el contrario, redoblaron el rearme.

En esto radica la tercera parte de la charada: los norteamericanos están ahora, preocupados, porque el temor creado en los soviéticos por Reagan impulsó al Kremlin a admitir la posibilidad. de una confrontación militar entre las dos potencias y a prepararse para ella.

Reducido todo a una fórmula, sería la siguiente: Reagan asusta a Andropov, cuyo miedo asusta a Reagan, quien trata de enviar señales modestas a Andropov para que no se asuste demasiado, lo que hace pensar a los generales soviéticos en una maniobra de diversión, la cual asusta a los comentaristas norteamericanos de política exterior, preocupados por una intempestiva reacción soviética, y los lleva a escribir sin interrupción exigiendo una clarificación de las intenciones norteamericanas cara a cara con la Unión Soviética.

Todos suponen que de este modo se retornaría a la complicada, aunque equilibrada, relación anterior. Mas bien resulta un verdadero testimonio de la estupidez que signa hoy la diplomacia mundial.

Por suerte para la opinión pública de Estados Unidos, existe la televisión. Una vez por semana aparece en las pantallas uno de los 13 capítulos de la más reciente serie sobre la guerra en Vietnam. Los norteamericanos, por fin, pueden comprobar hasta qué punto la guerra fue mucho más horrible de lo que creyeron y mucho más evitable de lo que les informaron. Dentro de varias semanas comenzará a ser televisado un filme titulado Al día siguiente, sobre las consecuencias de una guerra nuclear. El espectador comprobará que no habrá día siguiente, y los expertos estiman que el impacto que producirá hará pensar a la mayoría que la guerra nuclear es evitable, que las valentonadas de Reagan y el temor de los soviéticos son un mal presagio y caras de la misma moneda. Y quizá todo esto lleve a los norteamericanos a leer con atención las reflexiones que acaba de publicar el veterano diplomático George Kennan, quien durante medio siglo participó en los altibajos de las relaciones norteamericano-soviéticas. Dice Kennan: "A pesar de todas sus diferencias históricas e ideológicas, estos dos pueblos, los rusos y los americanos, se complementan, se necesitan; pueden enriquecerse mutuamente; juntos, con la necesaria inteligencia y prudencia, pueden hacer más, que cualquiera por la paz del mundo. El resto del mundo necesita de la paciencia del uno hacia el otro y de su colaboración pacífica. Sus aliados lo necesitan. Ellos mismos lo necesitan. Pueden lograrlo si lo quisieran".

Hoy, en Estados Unidos, alguinos sectores abrigan la esperanza de que estas sabias palabras sean más fuertes que los ladridos. Otros esperan que aparezca un valiente. cowboy demócrata que se imponga al vaquero republicano en una oscura callejuela, en la escena final de las próximas elecciones presidenciales de 1984, un minuto antes de que todo esté perdido, sin esperar al día siguiente.

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