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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las torturas y la asistencia letrada

LA ERRADICACIÓN de la tortura es uno de los imperativos de una sociedad civilizada o que meramente pretenda cubrir los mínimos exigibles a una convivencia humana. En el caso español, desde que está vigente la Constitución de 1978, es además una exigencia jurídica que obliga a los ciudadanos y, de modo particular -artículo 9 de la propia Constitución-, a los poderes públicos.Pero los hechos, con su machacona insistencia, ponen de manifiesto que continúan las torturas, a veces revestidas bajo el euferrismo suavizador de los malos tratos, y que frente a ellas no existe una acción firme por parte de los poderes públicos y, de forma destacada, del Ministerio del Interior. A, pesar del miedo secular a contradecir a la policía o a la Guardia Civil, algunas denuncias llegan a los juzgados, en algunos de los cuales terminan por instruírse diligencias, y a veces desencadenan una sentencia condenatoria, como la de la Audiencia Provincial de Bilbao, hecha pública hace unos días, en la que los juzgadores califican de "obvias y abrumadoras" las pruebas de las torturas presentadas por el médico torturado, Xabier Onaindía. Cierto es que este caso se produjo en junio de 1979, pero existen nuevas denuncias por supuestas torturas producidas en pleno mandato socialista, algunas este mismo mes.

Cuando los casos llegan hasta el juzgado es frecuente comprobar que no coincide la identidad de los miembros de los cuerpos de seguridad que firman los atestados policiales con la de quienes efectivamente realizan los interrogatorios. De ahí que muchas diligencias judiciales no lleguen hasta el final, porque, aunque exista la evidencia del delito, no es fácil conocer al supuesto autor, encubierto por prácticas burocráticas del Ministerio del Interior y en ocasiones por el propio ministro -nos referimos, de momento, a Gobiernos anteriores-, que envía oficios al juez indicando la imposibilidad de que tal o cual policía acuda a declarar "por necesidades del servicio". En el caso de Joseba Arregui, fallecido a principios de 1981 cuando pe rmanecía en poder de la policía, fueron 73 funcionarios los que le interrogaron, según consta en el sumario iniciado, cuya causa, larnentablemente, todavía no ha merecido el señalamiento de fecha para su vista.

Quien es presumible que sí conozca la identidad de los funcionarios a sus órdenes que practican cada una de las diligencias es la autoridad gubernativa, y a ella corresponde dar el máximo de facilidades a la autoridad judicial para el descubrimiento de los responsables de las torturas e iniciar los expedientes contra los policías o miembros de la Guardia Civil que infrinjan la Constitución y traicionen la confianza puesta por la sociedad para esclarecer los hechos delictivos. Y asimismo corresponde al ministerio fiscal, en su papel constituciorial de defensor de la legalidad y de los derechos ciudadanos, promover todas las acciones necesarias para asegurar en este punto el cumplimiento de la máxima ley.

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De ahí que la responsabilidad administrativa y, en último término, política del Ministerio del Interior y del Gobierno al que éste pertenece no pueda suavizarse desde ningún punto de vista en esta materia, ni sean sostenibles los argumentos de que no se puede, "de la noche a la mañana", modificar hábitos inveterados.

Todo lo dicho hace más difícil de comprender las resistencias producidas en el seno del Gobierno, y de alguna manera amparadas desde su cúspide, a una correcta regulación del derecho a la asistencia letrada al detenido, que serviría para poner en manos de los administradores públicos un instrumento legal coherente con las exigencias constitucionales y con los propios principios de moralización de la función pública que figuran en el programa socialista y de los que el Gabinete de Felipe González se ha proclamado ferviente servidor.

El texto pactado por los departamentos de José Barrionuevo y Fernando Ledesma, tras largas semanas de tiras y aflojas, tiene indudables aspectos positivos, como el de la generalización de la irrenunciabilidad de la asistencia letrada -excepto para los delitos contra la seguridad del tráfico-, pero continúa presentando puntos flacos. El primero de ellos es el de que supone una interpretación restrictiva del articulo 17.3 de la Constitución, en el que "se garantiza la asistencia de abogado al detenido en las diligencias policiales y judiciales", al limitar dicha asistencia a las diligencias de declaración formal e identificación del detenido. Otras objeciones al proyecto de ley son la falta de inmediatez en la asistencia, que deja un intervalo de tiempo entre la detención y la presencia del, abogado que no significa precisamente una garantía contra los malos tratos, y la obligación de que a los incomunicados se les designe abogado de oficio, lo que conculca la libertad de elección de defensor.

En cualquier caso, la virtualidad que quepa esperar de este proyecto de ley, susceptible de mejoras durante su tramitación parlamentaria, es necesario relacionarla con la suerte que corresponda a la regulación del habeas corpus. Una ley correcta en esta materia, como el borrador elaborado por el Ministerio de Justicia y en negociación también con el del Interior, exigirá la inmediata puesta a disposición judicial de todo detenido ilegalmente u objeto de malos tratos o torturas, a solicitud, entre otros, del interesado, sus familiares, el ministerio fiscal o cualquier persona física que tenga motivos suficientes para suponer que se han producido los supuestos necesarios para invocar este derecho.

Pero es preciso señalar que las reticencias y resistencias del Ministerio del Interior del actual Gabinete a plasmar en la letra de la ley las garantías jurídicas exigibles por todo sospechoso en un estado de derecho no hacen sino poner de relieve la ineficacia del ministro Barrionuevo en la instrumentación del cambio. Se ha dicho hasta la saciedad que un Gobierno democrático no puede perseguir la delincuencia con métodos no democráticos. Y para esta regla de moral política no deben caber excepciones.

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