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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La trascendencia de la pesadilla centroeuropea

Kantor creó La clase muerta en 1975; su primer montaje es de 1942 (un teatro clandestino, bajo la ocupación alemana). En sus últimas creaciones, Kantor suele simultanear un manifiesto de teoría y explicación: el que corresponde a esta obra se titula Teatro de la muerte. Los anteriores hablan del teatro i (informal, informe), del teatro imposible, del teatro cero. En toda su gran carrera hay unas constantes que desarrolla incesantemente y que corresponden a una época determinada del arte teatral (nació en 1915): la consideración del texto como un elemento menor (cuando los actores entran en escena, escribe, "del drama literario sólo quedará una reminiscencia") y la de los actores como un mecanismo, como un gran muñeco. En esto último siguió -con muchos matices, con muchas aportaciones propias y rectificaciones- las enseñanzas de Gordon Craig.Es inútil recordar aquí los estragos que este par de ideas han causado en el teatro -sobre todo, en España- cuando quienes las han seguido no han tenido el enorme talento de Kantor. Es quizá necesario repetir que las fórmulas no existen, sino que existen sus creadores; y que la teoría es siempre posterior a la obra y no anterior (es la descripción de los hallazgos, su sistematización, de la misma manera que la gramática y el diccionario son hechos posteriores al idioma). Y es muy interesante observar cómo Kantor presiona sobre sus elementos hasta convertirlos, en todo lo contrario del punto de partida.

La clase muerta, de Tadeusz Kantor

Intérpretes: M. Kantor, E. Janicka, A. Weisminski, Z. Gostomski, M. Rychlicka, R. Siwulak, J. Krasicka, J. Ksiazec, W. Janicki, L. Janicki, T Welminska, M. Krysztofek, K. Miklaszewski, S. Rychliki. Dirección: Tadeusz Kantor. Estreno: Teatro María Guerrero, 30 de marzo.

En una obra donde el texto pasa a ser secundario (La clase muerta está basada en una obra de Witkiewicz, Tumor cerebral), consigue que todo sea texto; es decir, que todo hable, comunique, relate, narre. La simple enumeración de los personajes en el reparto del programa cuenta sus biografías: "Una mujer con cuna mecánica", "una prostituta sonámbula", "el viejo del triciclo", "un soldado de la primera guerra mundial"... La simple lectura de un periódico sitúa tiempo y tragedia: es la noticia del asesinato de Sarajevo, la orden de movilización. El propio Kantor, continuamente en escena, en actitud de recordar, de ordenar sus recuerdos y organizarlos, está narrando sin pronunciar una palabra. Y pensando: en la presencia de una muerte continua -materializada en "una mujer de la limpieza"-, si no en el destino de una generación, precisamente en el centro de Europa. El juego de los actores también es una inversión del punto de partida- no sólo no están convertidos en muñecos, sino que los verdaderos muñecos que intervienen con ellos están enteramente vivos.

Premeditación y frialdad

Es decir, que por encima de la teoría, de la premeditación y de la frialdad hay, sobre todo, una pasión, un humanismo. Quizá tantas, que le es preciso enfriarlas algo: con un humor, con una ironía, con una sobriedad. Unas formas habituales del pudor. Para que todo esto funcione así se precisa la perfección; lo que más asombra de este espectáculo -como en el anterior visto en Madrid, Wielopale, Wielopole, quizá más rico de imágenes y de movimiento- es su perfección.Vi La clase muerta en Caracas hace varios años: su interpretación no ha variado un milímetro -yo sí; y la historia, la dinámica de la vida, las tendencias del teatro, las circunstancias de Polonia, las mil imitaciones de Kantor; todo eso hace que un espectáculo, siendo siempre igual, sea siempre distinto-, y eso no se consigue con una mecanización, sino con una estimulación; con unos motivos para que los actores no huyan, no se cansen, no se degraden. Nadie debería hacerse ilusiones. Realizar como Kantor, requiere, además de ser Kantor, la posibilidad de una compañía estable durante años y años, la obsesión por una misma estética, la impermeabiliz ación a las tentaciones de cambiar, la renuncia a unos bienes materiales, la vocación por encima de todo, la noción del arte en lugar de la del trabajo.

Quizá requiera también ser centroeuropeo, o, por lo menos, no ser latino. La impregnación cultural de Kantor es la de'un hombre de su tiempo y de su lugar. No surge de la nada. Las figuras de Magritte y de Delvaux, las máscaras de Nolde, la música de Viena y el himno de Alemania, los autómatas de Copelia -y más atrás, el Golem de los judíos- y la enorme sombra de Freud están presenters, están nutriéndolo todo. Y la ausencia de colores de los países de noches largas. El sueño entero de Kantor es una pesadilla centroeuropea -y concretamente, polaca-, con su forma de catolicismo tan distinta de la latina, con la pesadumbre de dos guerras mundiales que todavía no se han saldado y que son a su vez tan distintas de nuestra peculiarísima tragedia de guerra civil.

El arte esencial de Kantor consiste en la transmutación de todo ello, de su propia pesadilla, en algo universal; es decir, un sentido de la muerte, una nostalgia activa que más que referirse a hechos concretos pueda impregnar a la humanidad. Ha encontrado una forma de narrar y de narrarse a sí mismo. Presente en el escenario, evocando, manejando sus no-marionetas, todo en el escenario es él mismo.

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