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Dos variaciones brasileñas

ÁLVARO MUTISExtrañas y escondidas sendas tienen, en ocasiones, las letras para comunicarse y crear esa red de correspondencias e inesperadas armonías en que consiste la historia de la creación literaria. Ejemplo elocuente de tal proceso es la obra, ya mundialmente celebrada como un clásico de nuestro idioma, Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. Una de las condiciones más señaladas para el éxito vertiginoso de este libro impar fue, sin duda, su absoluta originalidad, la ausencia total de antecedentes, de modelos anteriores, de una fuente de inspiración que le precediera. El libro surgió, en la plenitud de su riqueza y en la vastedad de sus significados, como un milagro sin precursor en la tradición de las letras latinoamericanas y aun de las peninsulares.

Sin embargo, existía un antecedente de la obra de García Márquez, desconocido por él, nos consta, hasta hoy en día. Se trata de la única novela que escribió uno de los más grandes, sino el mayor, de los escritores brasileños, cuya poesía y cuyos ensayos constituyen una perdurable maravilla de inteligencia y de gracia. Me refiero a Mario de Andrade y a su novela Macunaíma. Mario de Andrade nació en Sáo Paulo, en 1893, y murió en 1945. Su influencia sobre las posteriores generaciones de escritores y poetas de su patria fue inmensa y de una perdurable riqueza y profundidad. En su novela fundió los mitos y leyendas de una amazonia sin límites geográficos, recreando aquéllos a través de un idioma cuya mágica savia alimenta un mundo en donde brotan, respiran y se ramifican, con inagotable fecundidad, todos los elementos de ese continente del sexto día de la creación, como lo. calificó Keyserling. Tales iban a ser, treinta años después, las características esenciales de otra obra, cargada con idéntico lastre germinal, escrita por un colombiano que nada sabía de Macunaíma ni de su autor.

Pero existe otra coincidencia aún más inquietante y hermosa. En un libro anterior, titulado El coronel no tiene quien le escriba, por entero diferente, en su concepción y en su estilo, a Cien años de soledad, García Márquez había repetido el milagro de sobriedad, de prosa escueta, directa y despojada de la menor intención lírica que hizo de Graciliano Ramos, otro brasilero, originario

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esta vez de la castigada zona nordestina, el más grande narrador de su idioma en este siglo. Tampoco García Márquez conocía, ni conoce todavía, la obra de Ramos. ¿Cómo explicar este milagro de vasos comunicantes de la inspiración y de la materia verbal que le da vida? Solamente un Jüng o un Szondy o, en nuestros días, un Octavio Paz, podrían rastrear los secretos manantiales del, inconsciente colectivo, para hallar una respuesta que saque a la luz estos incógnitos designios de nuestro devenir literario.

Uno de los hombres más notables de las letras brasileñas del presente, Ariano Suassuna, acaba de anunciar, desde el retiro de su ciudad natal, Recife, su determinación irrevocable y definitiva de abandonar la creación literaria y toda otra actividad afin a la misma. Suassuna, autor de cuatro novelas, varios tomos de poesía y catorce piezas teatrales, entre las cuales se destaca su justamente famoso Auto de compadecida, traducido a seis idiomas, es uno de los escritores que con mayor rigor y devoción han trabajado su obra, cumpliendo con esa tradición, ya centenaria en la literatura del Brasil, de no ceder a la facilidad y a la talentosa inspiración que tantos estragos han hecho en el resto de los países de América Latina. Recife ha sido tierra de grandes escritores. Bástenos citar tres de las más señaladas figuras de las letras americanas: Manoel Bandeira, poeta extraordinario; José Lins do Regó, a quien justamente se le conoce como el Balzac de la caña de azúcar, y Joáo Cabral de Melo Neto, cuya obra constituye un milagro de hermosura y de eficacia verbal, con una economía de medios digna de la más alta tradición clásica. Suassuna ha sido continuador y enriquecedor de tan formidable tradición creadora. Por eso su silencio nos ha conmovido hondamente. Se descarta, desde luego, en esta severa determinación del escritor nordestino, la men or señal de frívola estrategia publicitaria. Nada más ajeno al creador del grupo Armorial, que, tanto en poesía como en música y en pintura, ha representado la más seria y sustanciosa incursión en las milenarias fuentes de la auténtica cultura luso-brasilera. Suassuna ha declarado: "No me pidan más libros. Ya no estoy escribiendo más, y perdí por ellos todo interés. Una de, las cosas de las que preciso librarme es, precisamente, de la monstruosa vanidad literaria. No se puede ser más claro, más escueto ni más, definitivo.

Monárquico sincero -recibía a menudo la visita del príncipe Pedro de Orleans y Braganza, cuando éste pasaba por Recife-, Suassuna es también un gran católico, lector asiduo de los Evangelios, admirador de Gandhi y de los escritores rusos del siglo pasado. Es, pues, plenamente comprensible que un hombre de tales condiciones y cualidades haya escogido la opción del silencio ante un mundo que se ahoga en un mar de vulgaridad y que se entrega, con el desenfreno de los lelos, a la satisfacción de sus apetencias más elementales, dando así lugar a esa representación moderna del infierno de Dante que es la sociedad de consumo.

En un mundo sin otra esperanza que la bomba de neutrones -¡la bomba humana la llaman sus creadores!- o la oscura y vasta cárcel del marxismo-leninismo, no queda, tal vez, otro remedio que callar y prepararse, al menos, para una muerte digna, lejos del mundanal ruido. Hay que meditar seriamente -ejercicio harto raro en estos tiempos- en la entrañable y recia lección de Ariano Suassuna.

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