Divagaciones con Luis Buñuel al fondo
Por las circunstancias de mi vida creo conocer a los franceses en igual medida que conozco a los españoles. Con ello doy por sentado que si alguien interpretase algunas de mis afirmaciones como indicio, por remoto que fuera, de francofonía está totalmente equivocado. Muy al contrario, me permito tales censuras con la misma familiaridad con que lo haría referidas a mis compatriotas. A cada cual sus virtudes y sus defectos.Negar que Luis Buñuel no sería hoy quien es si la patria de Descartes no hubiese lanzado las campanas al vuelo nada más aparecer en la pantalla las primeras imágenes del creador más anticartesiano que imaginar se pueda sería negar la evidencia. Es más, lo mejor de la obra de Buñuel lo ha realizado en Francia o gracias a los franceses. Sin embargo, cuántas veces nos hemos preguntado al leer los elogios sin fin (la palabra genie repetida mil veces), al modo y a la manera en que se otorgaban las ofrendas (en el sentido más clásico de esta palabra) por parte de los intelectuales de tras los Pirineos, si las tales ofrendas correspondían a una comprensión en profundidad, de esa profundidad que va directa al grano de nuestro aragonés de Calanda. Y no podíamos por menos de reconocer que el verdadero sentido de la obra de Buñuel se les escapaba.
Pero también sabíamos que se les había escapado en sus elogios el sentido de otros creadores igualmente españoles. Entre la altísima valoración que de Goya nos da André Malraux a la no menos alta que le damos nosotros, media un abismo. ¿Es ello incomprensión? Así lo imaginaba, pero ahora creo estar totalmente equivocado. Es este un tema que nos llevaría muy lejos (un tema muchísimo más amplio de las referencias a Francia ahora anotadas) y que, dada su trascendencia, no intentaré ni tan siquiera esbozar. Sólo haría, y me hago, una pregunta: ¿no será precisamente esta discrepancia del cómo nos vemos al cómo nos ven la razón misma de la universalidad de algunos de nuestros creadores?
Pues bien, nada más caer en mis manos la edición original en francés de las memorias de Luis Buñuel -Mon dernier soupir- presumí que en la transcripción de Jean Claude Carrière, a pesar de la amistad entrañable que los une, a pesar de los dieciocho años de trabajo en común, se dejaría notar la imposibilidad de que a través de la lengua francesa se pudiese filtrar lo que nuestro impar aragonés le fuera contando o dictando. Quienes le conocemos sabemos que lo hizo a la pata la llana, recordándose sin la menor trascendencia; con esa su absoluta honestidad, con esa su absoluta sinceridad que, en un momento dado, porque le viene en gana, porque así lo siente, se permite el lujo -la libertad-de darle más importancia a un drymartini que a Miguel de Unamuno, sin preocuparle, ni preocuparse, lo más mínimo de salir guapo o feo en su retrato. Y, sin embargo, a pesar de jugar con sus consabidas armas de autodefensa -y no me refiero ahora a las de fuego, sino a la ironía, al pudor, a la timidez-, termina siempre obrando su propio milagro, un milagro que le sobrepasa desde siempre: lo que para el mundo es escándalo, en sus manos se convierte en inocencia poética.
Español hasta la médula
Las memorias, insisto, le han sido contadas / dictadas a Jean Claude Carriére a la pata la llana, pero en castellano. De todos es sabido que por esta vía se han dicho y escrito cosas geniales. En francés, no; el francés es una lengua esencialmente literaria. De ahí que a estas memorias les falta -no se deje oír en toda su profunda agudeza- la auténtica voz de Luis Buñuel. Para colmo, dijérase que al padre de Un perro andaluz, dado su inconfundible talante -ese no poder dejar de ser quien es en ningún momento: español hasta la médula- a la hora de contar su vida y sus circunstancias, desbor dante de nombres (de amigos), to dos representativos y evocadores tanto de la generación del 98 como de la generación del 27 (que es la suya), olvidó que tenía como inter locutor a un francés, para quien tales figuras -si exceptuamos un Picasso, un Lorca, un Dalí- debie ron sonarle a chino. A las pruebas me remito: en la versión francesa (la original) de estas memorias pueden ustedes leer: Lara (Larra) Anices (Carlos Arniches), le peintre Quintilla (Luis Quintanilla), Cosio (Pancho Cossío), sin olvidar a Ramón e Ismael de la Serna (escrito con e), Corpus Barga (escrito con v), y así un largo y triste suma y sigue. Y lo verdaderamente imperdonable es que algunos de estos desatinos persisten en la versión en castellano.Por ello creo llegada la hora de exculpar a los franceses, y muy en particular a Jean-Claude Carriére (excelente escritor y guionista), por ignorar quiénes fueron estas figuras (y algunas aún son) de nuestra cultura, cuando en la propia España existen generaciones enteras igualmente ignorantes de muchos de estos nombres. Elijo al azar, hojeando la versión en castellano de estas memorias, y me pregunto: ¿cuántos españoles de las generaciones de posguerra han oído hoy -tan sólo oír, no pretendo más- los nombres, sólo los nombres, de Pedro Garfias o José María Hinojosa, como poetas; de Remedios Varo o Luis Quintanilla, como pintores; de Eduardo Ugarte o Claudio de la Torre, como dramaturgos y cineastas; de José de Creeft, como escultor; de Marcelino Pascua, como doctor; de Juan Vicens, como historiador; de Alberto Jiménez Fraud o Pepín Bello, como figuras decisivas del único centro realmente civilizado que haya tenido nuestra cultura: la Residencia de Estudiantes?
Me pregunto si el nuevo Ministerio de Cultura es consciente de la altísima empresa -ardua, por supuesto, pero no imposible- que puede ofrecerle, devolverle, a los españoles: nada menos que persuadirles con hechos -utilizando para ello todos los medios de divulgación que estén a su alcance- de que la decisiva aportación artística, literaria, científica de España a nuestro siglo nos puede, además de enorgullecer, convencer (por si alguno aún no lo estaba) de que nos fue negado su conocimiento por un motivo tan revelador como fundamental: porque los principios ideológicos que, en gran medida, inspiraron este nuestro nuevo renacer cultural fueron, y son, esencial y básicamente democráticos (en el más amplio sentido de esta palabra).
"¿Cuándo perderá el español", se preguntaba León Felipe, "ese su inmotivado complejo de inferioridad?". La respuesta a tan ilustre poeta en gran medida la tiene usted, Javier Solana, en sus manos: devuélvale a nuestro pueblo el convencimiento de que nuestra cultura no será nunca más mutilada por quienes vieron en ella nada más y nada menos que un peligro. Y por aberrante que ello nos parezca, debemos tener todos muy presente, pues la historia así nos lo demuestra -y no sólo la nuestra, por supuesto-, que tal concepto de la cultura sigue aún vivo y creando víctimas a diario.
A muchos les parecerá que empecé hablando sobre Luis Buñuel y lo he abandonado subiéndome a las ramas. Pueden creerme, no ha sido así: ni en un solo momento he dejado de pensar en él, de sentirlo. Y sintiéndole me he dejado ir, en la certeza de que me iba acercando al amigo entrañable, al ser que más hondamente nos hizo comprender que vida y cultura pueden ser una misma cosa; pero esta unión es imposible si no luchamos hasta convencernos plenamente de que no queda en nosotros el menor residuo de miedo a la libertad.
Babelia
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