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Reportaje:

La muerte del general Dlimi, en boca de todos

Desde hace diez días, el marroquí de clase media, alta o baja -en los cafés, en la privacidad de sus casas, en los despachos de los ministerios, en las calles- tiene un sólo tema de conversación: el presunto atentado que costó la vida al general Ahmed Dlimi y el supuesto compló en el cual se puede enmarcar éste, y que tiene como consecuencia detenciones de oficiales de graduación media.Estos rumores han sustituido en la opinión pública a temas como la grave situación económica y el bloqueo de la situación política e institucional.

Los graves problemas económicos del momento presente, el comité de los siete y sus gestiones en pos de la paz, las elecciones generales que deben tener lugar dentro de dos meses, la guerra del Sahara y la negociación con Argelia del problema de fronteras pendiente, la autorización de nuevo de la Prensa y actividades de los socialistas marroquíes, todo ha quedado brutalmente relegado a un segundo plano por una ciudadanía que, más que atraída por el hábito malsano de los rumores, parece, al cabo de muchos años, estimulada por la posibilidad de que algo realmente importante ocurra o pueda ocurrir.

Esta excitación de los marroquíes, desde un punto de vista psicológíco, es mucho más importante que la veracidad o no de los hechos citados al principio y que la imaginería popular asocia. Dos conclusiones pueden sacarse de ese estado de ánimo.

En primer lugar, que el marroquí medio sigue creyendo en 1983 que de sus instituciones puede surgir la decisión de acabar voluntariamente con la existencia de un hombre como Dlimi. Por otra parte, que ese convencimiento traduce una realidad: al cabo de veintisiete años de independencia, Marruecos no ha solventado ninguno de los problemas graves con que accedió a ella en 1956.

¡Desde un ángulo periodístico sería tal vez mucho más rentable elucubrar sobre el supuesto compló, con todo lo que ello comporta de sensacional. Es preferible, sin embargo, perder esa oportunidad profesional e intentar explicar en qué marco se injerta la muerte del general Dlimi; lo cual no implica, por cierto, descartar ninguna hipótesis.

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Crisis por resolver

Después de veintisiete años de independencia, Marruecos vive en medio de una crisis económica sin precedentes: el país cuenta con siete millones de pobres absolutos, según los patrones de la OCDE: el paro alcanza al 40% de la fuerza de trabajo, 60% si se tienen en consideración los que sólo tienen un trabajo temporal. Estos índices están, sin embargo, calculados sobre la base de una población de veinte millones de habitantes. Resulta, sin embargo, que el último censo llevado a cabo el año pasado, el primero realmente científico de todos los realizados, parece arrojar una población superior a los veintiocho millones de habitantes.

Desde el punto de vista político interno, el rey Hassan II aún no ha resuelto su convivencia con los partidos políticos, que ya se planteó en 1958 entre su padre, Mohamed V, y el Istiqlal. Existe, sin embargo, una diferencia fundamental entre esas dos situaciones históricas: en 1958, el Istiq1al representaba una fuerza real comparable a la del propio monarca o superior, mientras que en 1983, ningún partido tiene realmente influencia política significativa y el poder acumulado por la institución monárquica supera incluso el alcanzado por el sultán absolutista más connotado de la historia de Marruecos, Mulay Ismal.

Pero en 1983, a diferencia también de lo que ocurría en 1958, la posibilidad de que existan libremente los partidos, aunque no tengan influencia -sobre todo los de oposición-, es más o menos una prueba para la evolución democrática de Marruecos y, con ella, de su homologación en el mundo occidental con el cual se proclama aliado.

Bloqueo de la vida política

Esta situación permite a los partidos políticos marroquíes con auténtico pedigrí proclamar -unos abiertamente y otros de manera recatada- que en Marruecos la vida política está bloqueada y sin perspectivas de salida. Al menos, de salidas institucionales, por el momento impensables.

Por debajo de esos dos problemas graves, crisis económica sin posibilidad aparente de solución y bloqueo político e institucional, subyace también callado, acallado, el grave problema de los particularismos regionales, étnicos y hasta tribales.

La coincidencia del abandono gubernamental de las regiones históricamente más díscolas, las que a todo lo largo de la historia se consideraron las más lesionadas por aquellos que llegaron con la expansión del Islani y que, en definitiva, dieron su forma y estatuto actual al reino de Marruecos.

A todos estos problemas se suma naturalmente el conflicto del Sahara, que sigue costando a Marruecos -o a los países que le ayudan financieramente- tres millones de dólares diarios.

Al socaíre del conflicto, sin embargo, se ha introducido en el Magreb la pugna global de las dos grandes potencias y en Marruecos, una auténtica confrontación franco-norteamericana por influencias. Colateral a ello, una cierta cooperación, que también tiene antecedentes históricos, para el futuro entre Francia y España, unidas, además, por la existencia de dos Gobiernos ideológicamente homologables en París y Madrid.

¿Dónde se enmarca en este escenario la desaparición del general Dlimi? Es verdad que en Marruecos no existe hoy más que un solo poder, el del rey, en sus tres vertientes clásicas. Pero también es cierto que existen intereses económicos, políticos y militares que han intentado, intentan -como, además, es lógico y natural-, influir en las decisiones del monarca alauita.

El hecho de que la corte viva ambulante entre Marrakech sobre todo, Fez y, menos, en Rabat, lejos de los problemas cotidíanos de administración, de las embajadas extranjeras, de los centros de información, contribuye a que subsistan -como es clásico en la historia de Marruecos- amplias zonas de sombra y opacidad en la vida y obra de la institución monárquica.

Todos los problemas anteriormente expuestos parece que llevaron en los últimos dos años, sobre todo al círculo próximo al poder real, a entender que Marruecos ha alcanzado un techo del cual es necesario distanciarse de manera ra

dical para que sobreviva nada más y nada menos que el propio régimen. Sobre la manera de lograrlo, ese círculo restringido parece dividido.Una parte considera, al parecer, necesario democratizar para que Marruecos parezca homologable en el mundo occidental donde el mismo se incluye, adentrarse gradualmente en el sendero de la liberalización, convertir en eficaz a la Administración, acabar con la corrupción más llamativa e imprimir una nueva orientación a la economía, atendiendo prioritariamente a las necesidades alimentarias de la población, y como colofón de todo ello, alcanzar una solución negociada para el conflicto del Sahara.

El otro sector, que comparte las preocupaciones finales del primero, entiende, sin embargo, que ello sólo es posible profundizando aún más en las raíces musulmanas y originales de Marruecos, reforzando sus instituciones ancestrales locales y estatales, conservando un rígido control de seguridad de la sociedad y de la política hasta que se produzca la transformación de la sociedad marroquí, que estiman no tiene que ser necesariamente la consecuencia del juego de partidos políticos, que, según ellos, no tierien una justificación en la historia de Marruecos.

La senda de la negociación

Las posiciones de unos y de otros difieren también en lo q.ue concierne al conflicto del Sahara. Los primeros parecen admitir como parte del futuro la posibilidad de compartir aquella región en zonas de influencia económica para los países de la región, mientras que los segundos no admiten una modificación del estatuto actual del territorio.

Adicionalmente al conflicto entre estas dos concepciones, unos estiman que el mantenimiento del conflicto en el Sahara Occidental es el que trae aparejada la penetración de Estados Unidos en Marruecos, mientras que la solución negociada sobre la base de un referéndum auténticamente honesto facilitaría la recuperación por Francia de toda su tradicional influencia, erosionada desde la llegada de los socialistas al poder en mayo de 1981.

El punto débil de este razonamiento es, sin duda, que Estados Unidos tiene el corazón en Marruecos y la cartera en Argelia, y que es muy posible que esté igualmente interesado en una solución negociada del problema del Sahara, aunque sólo sea por impedir que la URSS gane terreno e influencia en Argel.

El general Dlimi era al parecer, de los que propugnaban el primer punto de vista expuesto. Su razonamiento, con todas las reservas que implica hablar de lo que pensaba un hombre tan próximo al rey y tan lejos de los periodistas como Dlimi, era que Marruecos se encuentra militarmente en el Sahara en una posición de fuerza. Posición que, políticamente -y gracias a las responsabilidades que le han encomendado los países árabes al rey Hassan II en el conflicto de Oriente Próximo, sobre todo después de que aceptara en Nairobi la celebración de un referéndum de autodeterminación en el Sahara, y porque Argelia comienza a sentir el peligro de la expansión del fundamentalismo islámico-, el rey Hassan II se encuentra en su mejor momento internacional en los últimos siete años.

Marruecos debería lanzarse decididamente por la senda de la negociación para dedicar toda su atención a los problemas económicos y políticos internos.

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