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Reportaje:

La Filmoteca destaca en España el difícil renacimiento del cine argentino

¿Hay en estos momentos un renacer del cine argentino? Sería dificil asegurarlo, pero también sería injusto negar que "algo se mueve" en los círculos cinematográficos de Buenos Aires. El balance de los últimos seis años no puede ser más negro: una crisis económica, agravada por la situación general; una censura férrea y a veces surrealista, que aún persiste, aunque algo atenuada, y un éxodo artístico de raíces ideológicas que desangró sus cuadros. El miedo y las proscripciones hicieron lo demás. A pesar de todo ello, el cine argentino parece recobrar el aliento.Visto a la distancia -se advirtió recientemente en el Festival Iberoamericano de Huelva, con su excelente ciclo, y en las exhibiciones programadas estas últimas semanas por la Filmoteca en Madrid-, este cine muestra una calidad técnica irreprochable, variedad temática y una madurez expresiva apreciable. Desde luego, como sucede en todas partes, las muestras enviadas a los festivales sólo son la cresta del iceberg; debajo quedan los productos de consumo, las gruesas comedias eróticas o los divertimientos cómicos.

Dentro de un panorama general poco alentador, según sus protagonistas -en 1982 hubo una dramática reducción de las producción, que descendió a un tercio de lo habitual: treinta largometrajes-, importaba saber si aún quedaba talento y autenticidad para encarar la aventura creadora con valentía, si alguien aportaba imaginación y rigor para captar una realidad compleja y oscura. En la docena de filmes vistos recientemente parece haber lugar para esperar un futuro menos sombrío: hay un buen nivel general y aparece una figura espectacular, Adolfo Aristarain, que rompe muchos esquemas previstos.

Quizá lo menos estimulante del ciclo ha sido Los pasajeros del jardín, de Alejandro Doria, basada en una novela de Silvina Bullrich. Es un melodrama burgués con ecos de Love Story (cáncer incluido), tan pretencioso como falso. En un espectro semejante, con afinidades de teleteatro pero mayor dignidad de factura y concepción, figura Señora de nadie, libro y dirección de María Luisa Bemberg.

Más ambicioso es el tema propuesto en De la misteriosa Buenos Aires, según tres cuentos de Manuel Mújica Láinez, con dirección de Alberto Fischerma, Ricardo Wullicher y Oscar Barney Finn. El hambre es un macabro episodio del sitio sufrido en 1536 por la recién fundada ciudad; La pulsera de cascabeles muestra, en 1720, un episodio de la trata de esclavos, monopolizada entonces por Inglaterra; El salón dorado se ubica en 1906, cuando la crisis de los años ochenta conmueve la vida de muchas familias aristocráticas.

Como el citado Alberto Fischerman, el director Raúl de la Torre se formó en el cine publicitario, del cual conserva una seguridad técnica impecable. Expresivamente ha evolucionado desde el naturalismo de Juan Lamaglia y señora (1970) al dramatismo alucinante de El infierno tan temido (1980), basado en un cuento de Juan Carlos Onetti. Este filme, de notable construcción cinematográfica, es, probablemente, su mejor obra.

En el ciclo monográfico de Huelva, pero no en la Filmoteca, se exhibió también El agujero en la pared (1981-1982), de David José Kohon. Importa señalar que este director fue una auténtica esperanza del cine argentino de los años sesenta, con Prisioneros de una noche y Tres veces Ana. Su nuevo filme, basado libremente en la leyenda de Fausto, es un fracaso doloroso, porque no ha logrado concertar su talento y sus intuiciones poéticas, a veces fascinantes. Kohon, cuyo rigor y rechazo de las convenciones comerciales han hecho que filme muy poco, parece un símbolo de la generación que hace dos décadas quiso forjar un cine nuevo y mejor y que fue devorada por el medio.

Dos veteranos, Fernando Ayala y Héctor Olivera, han quedado esta vez bien representados por sus nuevos filmes. Ambos -hay que aclarar- son socios de la más poderosa casa productora argentina actual, Aries, y suelen alternar las funciones de productor y director en sus respectivas películas. Respaldados por una producción muy comercial, firman personalmente sus proyectos más ambiciosos. Ayala, que con su filme El jefe. ( 1960) anticipó, junto a Torre Nilsson, la renovación artística que se inició en aquellos años, ha realizado una excelente comedia satírica, Plata dulce (1982), que trata con directo estilo narrativo la delirante especulación financiera que aquejó a la Argentina durante el reinado del todopoderoso ministro de Economía Martínez de Hoz, que destruyó prácticamente la estructura productiva del país. Héctor Olivera (director de La Patagonia rebelde, 1974) ha tratado en Los viernes de la eternidad (1980) una historia fantástica original y llena de humor regocijado; se basa en una novela de María Granata y, entre otros muchos aciertos, contiene una gran interpretación de Héctor Alterio en un fantasma lleno de impulsos eróticos.

En clave de humor (Plata dulce), de cine negro (los filmes de Aristarain) o con climas de nostalgia (Volver, de David Lipszyc), el cine argentino comienza a enfrentar críticamente una realidad conflictiva, aunque deba hacerlo en forma más o menos elíptica. Es precisamente el caso de Volver, ópera prima de Lipszyc, que, bajo el tema de una historia de amor quebrada por la ausencia, desliza el tema del éxodo argentino y el deterioro industrial, en manos de las multinacionales.

En cuanto a Aristarain, verdadero monstruo cinematográfico, ya ha sido ampliamente tratado en EL PAIS. Pese a sus homenajes al cine negro americano y a Melville, su cine es personal, de cortante maestría en la acción, pero con unas entrelíneas feroces que delatan la violencia y la muerte, la injusticia y la corrupción.

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