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Autobiografía de una aventura literaria

En 1943, un profesor de francés, de instituto, Enrique Canito, que había sido expulsado de su cátedra por ser republicano y no ir a misa -ese fue el cargo principal que se le hizo en su expediente de depuración-, decidió, con la ayuda de algunos amigos, fundar una librería en la calle del Carmen con el título de Insula. Tres años después, en 1946, me llamaba a mí para que le ayudara a crear un boletín literario que sirviera de complemento a la librería, y que pronto se convirtió en lo que es hoy: una revista de información y crítica literaria que ha alcanzado ya los 37 años de existencia y ha sobrepasado con creces los cuatrocientos números, convirtiéndose en la decana de las revistas literarias nacidas después de la guerra civil. Su condición de revista literaria independiente, en un momento en que las pocas que existían eran oficiales, atrajo a las figuras literarias de entonces, como Dámaso Alonso, Aleixandre, Lafuente Ferrari, Fernández Almagro, Gaya Nuño, Blecua, Julián Marías, Marañón, Ricardo Gullón, Jorge Campos, Antonio Nuñez y tantos otros.Ese talante liberal de Insula permitió también que los grandes escritores y poetas exiliados, desde Juan Ramón Jiménez y Jorge Guillén hasta Américo Castro, Salinas, Cernuda, Francisco Ayala, Max Aub y muchos más, colaboraran también en sus páginas, junto con otros de las letras hispanoamericanas, como Borges, Asturias y Cortázar. Sirvió así Insula de puente entre las culturas de habla hispana y, sobre todo, entre la literatura española del interior y la del exilio. Esta posición independiente y la calidad de sus colaboradores acrecentó su prestigio tanto en España como fuera de nuestras fronteras, donde, principalmente en las universidades americanas y europeas, ha sido siempre Insula leída y estimada. Los hispanistas de ambos continentes han seguido a Insula con interés, y no pocos de ellos, como Marcel Bataillon, Manuel Durán, Russell Seabold, Robert Marrast y Oreste Macri -por citar sólo unos cuantos- han colaborado en sus páginas. Insula se convirtió pronto en un símbolo, en una isla literaria en el casi desierto cultural de los primeros años de posguerra. Como ha escrito su director, Enrique Canito, "Insula era un nombre cargado de las más bellas resonancias literarias. Creíamos que cuadraba bien con nuestro afán de hallar un punto ideal donde en aquella difícil época pudieran convivir quienes se interesaban por la literatura y por las cosas del espíritu. Resonancias líricas e ideas de utopía y de esperanza se reunieron en nuestro título".

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Pero ese idealismo tenía que chocar fatalmente con la censura férrea de aquellos años oscursos. Los nombres mismos de los escritores exiliados, de cuya obra nos parecía necesario hablar, eran vetados por la censura. Existían numerosos temas tabúes. Tuvimos que retirar la palabra seno en un poema de Aleixandre. Un número dedicado a Larra sufrió graves mutilaciones. Y un artículo de Gregorio Marañón sobre La familia de Pascual Duarte, de Cela, fue íntegramente prohibido, acusado de heterodoxo. Recuerdo que el mismo Cela, Gregorio Marañón Moya, hijo del doctor, y yo, hicimos una visita al ministro Sánchez Mazas para que intercediera en favor del artículo. Nos recibió en su elegante chalé de El Viso, ofreciéndonos un estupendo vino italiano, pero nos dijo que no contáramos con él para ese delicado asunto. Otro caso curioso fue el de un cuento de Cortázar que la censura prohibió porque los protagonistas, una pareja de color, ligaba en el metro. Al comunicar a Cortázar la absurda prohibición de su cuento, me escribió una carta divertida e irónica en la que me decía: "Esta es una carta de un autor inmoral y obsceno. Tírela inmediatamente al fuego purificador y abra bien anchas las ventanas. La próxima vez que algún personaje mío de un cuento tome el metro, irá leyendo a San Buenaventura o, en todo caso, tendrá las manos en los bolsillos; claro que incluso esto último puede parecer sospechoso a los censores".

En 1955, año de la muerte de Ortega, dedicamos un número homenaje al gran filósofo, lo que sentó mal al Gobierno, que decidió la suspensión de la revista. Cuando yo fui a protestar al director general de Prensa, que era Juan Aparicio, justificó la suspensión diciéndome que Insula era una revista demasiado liberal y orteguiana. ¡Tremendo delito! Hasta enero de 1957 no pudo volver a salir la revista, gracias a Juan Beneyto -amigo nuestro y lector de Insula-, que sustituyó a Aparicio en el cargo. A partir de entonces pudimos, aunque no sin dificultades a veces, consagrar números homenajes a las grandes figuras de nuestras letras del siglo XX, e incluso a las letras gallegas y catalanas. Y nunca hemos olvidado a las literaturas hispanoamericanas. No sólo la revista tiene una sección fija, que lleva Jorge Campos, con el título de Letras de América, sino que hemos dedicado números especiales a las literaturas cubana, venezolana y peruana, y esperamos poder seguir atendiendo a otras literaturas de la América hispana. Reciente está el número dedicado a Martí (julio-agosto de 1982), y otro consagrado a Vallejo (enerer-febrero de 1979). El índice de Insula, que este año publicará la Biblioteca Nacional en una de sus colecciones bibliográficas, será un buen testimonio de esta atención.

Gracias al generoso acuerdo con la Editorial Espasa Calpe, la revista Insula podrá continuar su andadura manteniendo la independencia espiritual e intelectual que ha tenido desde siempre, como revista abierta a todos los vientos de la cultura, y uno de nuestros primeros objetivos será dedicar un número homenaje a Jorge Guillén con motivo de sus noventa años.

José Luis Cano es poeta, crítico literario y nuevo director de Insula.

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