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España y las Españas / y 4

Articular la nueva unidad de la nación española partiendo de la realidad plural: esa es nuestra gran tarea. España es una nación, pero dentro de esa nación -coexisten otras varias naciones. No creo que ni de una ni de otra cosa quepan muchas dudas. Que nuestros militares integristas -y a veces, ¡ay!, algunos de nuestros intelectuales- no sean capaces de reconocer tal hecho no merma en nada su realidad. En todo caso, los militares integristas pasarán; las naciones periféricas o intraespañolas seguirán ahí, casi con la solidez y la evidencia de un hecho físico que hasta las armas han demostrado ser incapaces de destruir. Cataluña y Vasconia son naciones en el mismo pleno sentido y por las mis mas razones, histórico-culturales que la nación-España que las engloba. Una nación es una comunidad humana con una voluntad estable de vivir y obrar en común ("un plebiscito cotidiano", decía Renan) sobre la base de unas realidades -compartidas de carácter histórico-cultural (lengua propia cultura popular y tradiciones, actitudes sociales, obras del pensa miento y el arte, empresas colectivas del pasado ... ) y de carácter material (delimitación geográfica, a veces origen étnico, entramado de intereses económicos ... ). Exactamente, esos rasgos definitorios clásicos de la nación, o casi todos ellos, se pueden aplicar por igual a España como totalidad de los pueblos hispánicos y a Cataluña y Vasconia. El caso de Valencia y Galicia, como también Mallorca es ya bastante distinto, pues si en ambas comunidades se dan muchas características de la nacionalidad (lengua, cultura, unidad de territorio ... ), falta el motor que anime todo eso: una conciencia nacional lo suficientemente enérgica (ausencia que explica la de partidos nacionalistas con auténtica raigambre). Son, en todo caso, naciones en tono menor, inseguras y balbucientes, con escasa vocación de identidad política. En cuanto a la otra gran comunidad española perfectamente diferenciada, Andalucía, que en ciertos aspectos es la de personalidad más acusada, no hace falta concebirla como nación de pleno derecho, según la definición clásica que nos viene de la Revolución Francesa y del romanticismo alemán, para considerarla una comunidad perfectamente integrada en sí misma y culturalmente autónoma. Carece de lengua propia (aunque haya un habla andaluza o variante andaluza del castellano), pero posee una vigorosa cultura peculiar (esa cultura milenariamente mestiza que tan bien ha analizado el escritor andaluz Manuel Andújar). Y, sobre todo, carece de verdadera conciencia nacional, del sentimiento de ser una nación. De ahí que no lleguen a cuajar en ella los partidos nacionalistas, al contrario que en Cataluña y Euskadi (y el reciente derrumbe electoral del PSA viene a demostrarlo palmariamente). En cambio, el hecho diferencia¡ andaluz se expresa muy enérgicamente en términos de oposición de clases y grupos sociales, lo que explica el arrollador triunfo reciente del PSOE, que, pese a todo, aparece como un partido obrero y reivindicador frente a la secular injusticia social de que ha sido víctima Andalucía, ese agravio comparativo que incita a los andaluces a contar sobre todo con sus propias fuerzas.¿Y Castilla? A Castilla, que fue la primera víctima del centralismo español y no su inventora, como han creído a veces ciertos catalanes y vascos despistados o malévolos; a Castilla, digo, no hay por qué inventarle ropajes nacionalistas que no le van. Y sin haber sido ella, como creían Ortega y bastantes hombres del 98, la hacedora de España, quizá pueda caberle en el futuro el privilegio de encarnar más enérgicamente que otros pueblos peninsulares la generalidad española, esa entidad espiritual por encima de las identidades propias y de las autonomías que, según Bosch Gimpera, era ya España en sus albores medievales.

Ejercicio de la osadía

He aquí la diversidad cimental, constitutiva de España: una nación que engloba -no enguye- a otras naciones. Una nación de naciones. Lo que quiere decir que Cataluña: y Vasconia son naciones que forman parte de otra nación más amplia. Dicho de otro modo, catalanes y vascos no son sólo bilingües, sino binacionales (y ello mal que le pese a Heribert Barrera, para quien la única patria de los catalanes es Cataluña). Semejante afirmación de binacionalismo podría parecer una herejía o una paradoja teórica si el fenómeno se juzga con la óptica del Estado-nación que nos legó la Revolución Francesa, pero es perfectamente razonable y comprensible con la óptica actual de la nación cultura que reivindica su identidad para fundirse, aun conservando su personalidad plena, en conjuntos más generales, según la dialéctica de organización-diversificación de que hablaba en un principio respecto de la humanidad presente en general. En esta hora de las grandes interdependencias políticas y económicas, la nación pierde sustancia política, pero se carga, en cambio, de contenido cultural. Lo que une, pues, a catalanes y vascos con los demás pueblos españoles no es simplemente un Estado -que ya también los une-, sino una nación que ellos puede reconocer como tal en la medida en que ella los reconozca; a su vez como naciones de pleno derecho.

Esta difícil España plural que el Estado de las Autonomías trata, mal que bien, de ir estructurando en una nueva unidad es para algunos -quizá muchos- de nuestros compatriotas una desgracia, un desastre. Yo creo, por el contrarío, que, aparte de tratarse de algo inevitable, es más bien un privilegio que nuestra atormentada y compleja historia pone en nuestras manos de españoles de finales

del siglo XX. El reto de la diversidad, en este mundo gravemente amenazado por la leucemia de la uniformidad tecnoburocrática y el achatamiento de la sociedad de consumo, puede abrir rutas nuevas al futuro, caminos inéditos ha cia una convivencia política y cultural más humana y más rica. ¿Por qué no imaginar que en el Estado de las Autonomías, a pesar del calamitoso guirigay y la aldeana trifulca en que a veces se convierte, se están ensayando ciertas formas precursoras de Estado y de convivencia en una sociedad industrial? Nuestro país podrá acaso algún día ofrecer a este final de siglo o al que se aproxima una salvadora experiencia: cómo proteger y potenciar su constitutiva diversidad, potenciando al mismo tiempo la solidaridad. Ese parece ser, en todo caso, el único camino que permitirá a la humanidad del futuro eludir la hecatombe-suicidio que la ame naza. Como escribe el biólogo Jean Dausset, "el futuro de la es pecie pasa por la conservación ce losa de la diversidad biológica. La uniformización conduciría a la de cadencia, la degeneración y la muerte". Exactamente lo mismo ocurre en el plano cultural. Decía Federico Nietzsche que los españoles eran un pueblo que había osado demasiado; y o no estoy muy seguro de que nuestra historia le dé la razón al trágico pensador alemán, pero tal vez sería ahora el momento de hacer bueno su juicio. Es posible que ese proyecto de convivencia histórica, radicalmente nuevo, sea demasiado para los españoles nada excepcionales, nada heroicos, francamente me díocres que somos. ¿Osaremos, a pesar de todo, intentarlo?

Francisco Fernández-Santos es escritor

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