_
_
_
_
_
Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

España y las Españas / 1

¿Vamos a sacar definitivamente ,la cabeza, de debajo del escaño? Llevamos año y un buen pico cuerpo a tierra o, por lo menos, bastante escorados hacia el suelo: todos hemos sufrido más o menos de tan nefasto complejo. Cuerpo a tierra, con el miedo metido en el cuerpo, ni se piensa, ni se gobierna, ni se hace democracia, menos socialismo... Hemos estado estos ominosos meses mirando fascinados a la esfinge llamada Ejército, como el pájaro inmovilizado por la fija mirada de la serpiente. Obsesionados por los militares, no hemos hecho sino reforzar en ellos su inveterado complejo de columna vertebral de la patria. Tarea de la democracia española es secularizar o, mejor, civilizar a su Ejército (es decir enseñarle que es un instrumento al servicio de la sociedad civil); pero quizá la mejor manera de empezar a. civilizarlo sea que lo olvidemos un poco, que nos liberemos de su obsesión, que pensemos, nos comportemos, hagamos política como si fuera un Ejército perfectamente civilizado, secularizado...En todo caso, no es cuerpo a tierra como haremos cambiar ni, un ápice el espíritu heredado por nuestros mílites (y que tan poco se ha hecho por cambiar). Saquemos, pues, definitivamente la cabeza de bajo el banco y hablemos francamente y sin tapujos de nuestros problemas: los problemas de nuestra sociedad democrática aún a medio construir.

¿Problemas? Uno de los que más hemos puesto bajo el celemín, en nuestro complejo de cuerpo a tierra, es el de las autonomías. No me refiero a la cháchara jurídica o leguleya, a veces aldeana, a que en ocasiones asistimos entre caciques centralistas y caciques periféricos. Hablo de la cuestión de las autonomías en profundidad: la de la nueva estructuración de la unidad española. Hemos estado haciendo lo posible -tanto políticos como intelectuales- por no plantearnos la cuestión o planteárnosla de una manera confusa, ambigua, tergiversadora. Se arman sonoras trifulcas en torno a loapas, loapillas y demás zarandajas, y no queremos coger al toro por los cuernos.

Y éste sí que es el gran toro ibérico, que embiste irresistiblemente: el problema de los problemas. Le he oído decir en privado a Felipe González que esa articulación nueva de la unidad de España (Estado y nación) en las autonomías es la tarea (por antonomasia) que nos espera a los españoles en lo que queda de siglo. Y es lástima que los políticos españoles -con mayor razón los intelectuales- no repitan a coro y en público tamaña evidencia.

Reflexión y generosidad

Esa tarea, que solicita cotidianamente de todos nosotros un esfuerzo de reflexión lúcida y de comprensión generosa, entraña una gran empresa de clarificación histórica sobre lo que realmente es España, y al mismo tiempo, un vigoroso movimiento de solidaridad en la diferencia y desde la diferencia. De todos nosotros, digo. Porque el problema de las autonomías en la España actual no puede en modo alguno ser resuelto, de manera más o menos tecnocrática, en gabinete cerrado, por la llamada "clase política" aun suponiéndola más. inteligente, imaginativa y generosa de lo que es. No, ese problema crucial es de los que o son resueltos por todo un pueblo en un lento movimiento de Compenetración o no lo son en modo alguno.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Y es que no, se trata simplemente -como a, veces tienden a creer los políticos- de meras instrumentaciones legislativas, de distribuciones más o menos justas y eficaces de poder, de reordenaciones administrativas. No, se trata, antes que nada, del ser mismo de España, de esclarecer lo que esa comunidad verdaderamente es, de descubrir sus realidades profundas y de atenernos a ellas en nuestra acción cultural y política: en resumen, de una operación Verdad que la historia de nuestro país está pidiendo por lo menos desde hace un siglo.

La 'operación Verdad'

Hace casi ochenta años, en 1909, Joan Maragall planteaba ya en toda su urgencia y su profundidad esta operación Verdad que España necesitaba y necesita., He aquí sus palabras:

"Es una cuestión de esencia: es la cuestión de ¿qué es España?... España, ¿es un solo pueblo o es un agregado de pueblos?, ¿es un círculo con centro o un juego de atracciones de centros distintos? Ya lo veis: toda nuestra historia se halla aquí en cuestión y nos jugamos no sólo el presente, sino el juicio de todo lo pasado y, sobre todo, la inmensidad de todo lo que está por, venir. No extrañe, pues, la magnitud de la lucha..., los gritos desaforados la pasión corriente ni el olvido en ella de toda otra pasión. Nos disputamos nuestra fe de vida: nada menos que en la contestación a esta pregunta: ¿qué quiere decir ser español? No hay otro pueblo en el mundo en el que, hoy por hoy, se juegue semejante partida".

.¿Qué es España?, un solo pueblo o un agregado de pueblos?": la pregunta de Maragall sigue, ochenta años después, definiendo el eje vital en torno al cual se configura nuestro presente y se decide nuestro futuro.

Diríase que el destino de España, desde hace ya siglos, es ponerse en cuestión a sí misma, de cuando en cuando, violentamente. La historia española, reconozcámoslo con el filósofo rumano-francés Cioran, es la de un pueblo difícil, en contradicción con su propio ser y con lo que le rodea; "obsesionado por sí mismo, se erige en único problema; su desarrollo en todo punto singular le obliga a replegarse sobre su serie de anomalías".

Nuestros mejores pensadores se han planteado casi siempre, más bien que los problemas de España, el problema de España, así, en singular, con toda su carga metafísica y trágica. ¿Podemos imaginar a un Valéry, a un Gide o a un Proust planteándose el problema de Francia? ¿Podemos concebir a un inglés -cito a Cioran- preguntándose "si el Reino Unido tiene sentido o no?: sabe que es inglés y eso le basta".

Esa vuelta constante de lo español sobre sí mismo es lo que le da a nuestro país su aire peculiar de organismo sobremanera vivo y original pero inacabado y precario, esa sensación, como diría Nietzsche, de "vivir peligrosamente"; lo español destaca tanto más como personalidad histórico-cultural cuanto que se tiene a menudo la impresión de que no está muy claro qué es ser español (no digo catalán, andaluz, vasco o castellano, sino español): un nudo, pues, de contradicciones y precariedades.

Recurriendo a un símil filosófico un poco vago, me atrevería a decir que el español es el más existencialista de los pueblos.

Las dos Españas

Me parece que en el desarrollo de la problemática del ¿qué es España? se distinguen claramente dos planos. Uno es el ya clásico de la dialéctica de las dos Españas, esas dos Españas que Antonio Machado nos presentara en trágica pelea en algunos de sus mejores poemas: la España que parece instalada para siempre, bostezadora y triste, en la inmóvil majestad de su mismidad satisfecha y aislada, frente a la España dinámica y abierta al futuro y al mundo, "la España de la rabia y de la idea".

Esta dialéctica de las dos Españas fue la típica de los hombres del 98 y de gran parte de quienes les siguieron y es ella la que parece presidir, sobre todo en el plano cultural, la aciaga andadura -agitada pero a menudo inmóvil- de nuestra historia en los dos últimos siglos.

Pero, junto a esa dialéctica, actuaba en el acontecer histórico de nuestra patria una segunda dialéctica, más vieja que la otra y no menos profunda: la dialéctica de las Españas, de ese largo e intrincado devenir de, los pueblos ibéricos desde sus comienzos medievales hasta su último avatar del Estado de las autonomías que hoy contemplamos; la dialéctica de la diversidad de los pueblos, las lenguas y las culturas que han formado y forman el conglomerado nacional español.

Tengo la impresión, ahora que el pueblo español ha recobrado su libertad y la posibilidad de establecer un sistema normal de convivencia, que la famosa dialéctica de las dos Españas comienza a periclitar; por recurrir de nuevo a Machado, diría que don Guido está ya más que putrefacto, a menos que se vea obligado a subirse en un tractor para poder mantener sus latifundios. Y digo. esto a sabiendas de que nos quedan aún bastantes Tejeros y Milanes del Bosch, con uniforme o de paisano, que neutralizar. Pero es que España es después de todo, una sociedad moderna en la que ciertos modos psicológicos del pasado están desapareciendo, o han desaparecido ya, por la acción combinada de múltiples factores internos y externos. Con ello, el choque brutal y endémico entre la "España eterna que bosteza" y la "España de la rabia y de la idea" se va deshaciendo cada vez más rápidamente en los conflictos normales de una moderna sociedad industrial y democrática: luchas de clases, problemas de la calidad de la vida, reivindicación de la identidad, desarrollo de modos ideológicos más flexibles y menos excluyentes...

España es, claro está, un país europeo, y la insidiosa tentación de la diferencia excluyente, tan cara aún a nuestros carvernícolas residuales, pierde constantemente la base que tenía en la estructura económica, social y cultural del país. A don Guido se lo ha cargado o se lo está cargando su tractor.

Nación de naciones

Queda en cambio, y más actuante. que nunca, la otra dialéctica: la de las Españas, es decir, la de la realidad plural de nuestro país, que, me parece, no tiene mejor definición que la que encierra la sencilla fórmula "nación de naciones": España es, en efecto, una nación de naciones. Esta dialéctica de la plurinacionalidad española está, acabo de decir, más actuante que nunca, y no podía ser menos desde el momento en que cada español en concreto y los varios pueblos españoles en general recobraron la libertad, y la libertad, base y alma de la democracia, es la posibilidad de ser lo que se es y de decirlo sin trabas. La libertad democrática no podía ser, pues, en nuestro país, sino el comienzo de esa operación Verdad de que hablaba al principio en relación con el ser real, la verdad verdadera de España. Por eso me ha sorprendido oír decir a más de uno de nuestros políticos que las reivindicaciones nacionales y autonómicas de los pueblos del conglomerado español debieron dejarse para más tarde, porque lo primero era instaurar y consolidar la democracia.

Lo cual da fe de la inconsciencia de ese tipo de políticos, hoy por desgracia bastante frecuente. Porque, ¿cómo no comprender que para un catalán, un vasco o un gallego la libertad democrática es poder actuar como ciudadano de pleno derecho y, al mismo tiempo, e indisociablemente, como miembro de una comunidad nacional de pleno derecho? En un país plurinacional como España sólo el reconocimiento inmediato y sin reservas del hecho nacional periférico o minoritario (llámesele como se quiera) permite el establecimiento y la consolidación de la democracia. Y es justamente porque los gobernantes de la transición tergiversaron, por miopía política o por miedo a irritar a los conocidos "poderes fácticos" (es decir a los Milanes y a los Tejeros, que después se sublevarían de todos modos), tergiversaron, digo, en lo que atañe a ese reconocimiento incondicional del hecho nacional catalán y del vasco, inventándose aquella irresponsable grosería política del "café para todos", por lo que vino a agravarse aún más un problema ya de por sí peliagudo.

Francisco Fernández Santos es escritor.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_