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Tribuna
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Cuatro equivocaciones

Todo el mundo lo sabe ya: las elecciones que se celebran hoy en Andalucía han rebasado en trascendencia política su propio marco regional. Los contornos de la actual coyuntura política de nuestro país han provocado que se vea en ellas el ensayo principal de las ya cercanas elecciones generales. Cualquier acontecimiento que se produzca en esta ocasión hay que interpretarlo teniendo en cuenta el telón de fondo que lo enmarca. Y así ha ocurrido con la controvertida resolución de la Junta Electoral Central por la que se prohibió la actuación de la CEA en la campaña electoral andaluza. El problema que subyace en esta resolución es lo suficientemente importante para exigir que se analice con cierto detalle.Su origen conflictivo proviene, en mi opinión, de cuatro equivocaciones cometidas por cuatro distintos sujetos que paso a exponer. La primera equivocación es de la CEOE. En efecto, esta organización empresarial, que es uno de los grupos de presión privilegiados de España, está alcanzando un protagonismo político desmesurado que no es normal en otras democracias semejantes a la nuestra. Dije aquí en otra ocasión -que los llamados poderes fácticos propios de nuestro suelo exceden en su influencia política de lo que es habitual en otros países. La razón de tal fenómeno se explica fácilmente si pensamos que durante cuarenta años, por no ir más atrás, tales poderes ejercieron un papel que no es propio de los países democráticos que cuentan con partidos políticos fuertes y estables. Pero una vez establecida entre nosotros la normalidad democrática y la vigencia de una Constitución progresista, estos poderes no se acaban de resignar al puesto que les corresponde, que consiste en la defensa estricta de sus intereses, y quieren seguir desempeñando el papel beligerante de portadores, de una determinada concepción del Estado y de la sociedad.

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Así, en lo que respecta a las elecciones andaluzas, los empresarios han acudido a la arena política para llevar a cabo una actividad de propaganda que aun siendo en principio legítima y constitucional, no es ni debe ser la suya. Como se ha dicho con certeza en este periódico, se han presentado como el sexto partido en la campaña electoral. Ahora bien, si este exagerado protagonismo político, aun siendo legítimo, es por muchas otras razones criticable, lo es más aún por la forma en que se ha ejercido. Nadie podrá negar que su actuación se ha orientado principalmente a descalificar, con métodos de dudoso gusto, a un partido político que mañana podría gobernar España. Sus ataques son reprobables al menos por dos razones. Por una parte, porque los han planteado en términos de lucha de clases en una región en la que es peligroso atizar el fuego de la conflictividad social y en la que precisamente los líderes de la clase obrera son generalmente moderados y conciliadores. Por otra, porque manifiestan un claro desconocimiento del programa de gobierno que el PSOE, en caso de su victoria en las elecciones generales futuras, pondría en práctica desde el poder en un país que afortunadamente dista años luz de lo que era en 1936.

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Y eso es así a pesar de ciertos titubeos y tartamudeces ideológicas de algunos -escasos- dirigentes del PSOE que parecen ignorar que el programa locialista que pudiesen aplicar desde el Gobierno tendría que ser forzosamente moderado y, desde luego, en el marco que ha trazado la Constitución. Parece, en consecuencia, fuera de contexto y de tono la actuación de la CEOE, que no sirve sino para excitar a un electorado que tiene suficiente sensatez para saber a qué atenerse. Por eso es preocupante que la actuación de los empresarios en Andalucía, preludio de la que parecen proyectar a nivel nacional en las próximas elecciones, se deje arrastrar por ese trastorno mental transitorio que afectaba al hidalgo cuando veía gigantes en lugar de molinos. En este país no existen ahora ese tipo de gigantes ni nadie en sus cabales desea, salvo que sea un pretexto para llevar el agua a su molino, que los haya en el futuro.

Inmadurez política

La segunda equivocación procede del PSOE. La denuncia que éste ha presentado a la Junta Electoral. Central, precedida por la iniciativa del Partido Comunista, me parece con todos los respetos, propia de cierta inmadurez política. Y ello por varios motivos. En primer término, porque todo partido democrático debe asumir las críticas de sus oponentes políticos y aceptar que en una democracia todos tienen derecho a expresar su opinión. Cuando se trate de ataques que rebasen la frontera de lo ilícito tienen siempre expedito el camino para llegar al juez. Lo cual, aun siendo también válido en el momento de un proceso electoral, debe matizarse con más cuidado entonces, porque es lógico que los ánimos se encrespen al estar en juego posiciones de poder.

En segundo lugar, la posición del PSOE es también errónea porque en las actuales circunstancias españolas hay que fomentar que los grupos más conservadores y poderosos de la sociedad acepten las reglas del juego democrático. Si en base a absurdas estrategias de victoria o a rencores políticos exacerbados se tiende a encajonar a estos influyentes grupos de presión, impidiéndoles que jueguen el juego, nos exponemos á que utilicen su fuerza potencial para colaborar activamente con los que desean cambiar las reglas del juego para imponer después su dictado. Aparte de que si se aspira a gobernar en breve plazo hay que comenzar desde ahora a templar gaitas con habilidad. La tercera equivocación recae, de forma matizada, en la propia Junta Electoral Central. Desconozco, como es obvio, el contenido de las discusiones que condujeron a esta, institución, integrada por prestigiosos juristas, a adoptar la resolución conflictiva que comento. Pero parece claro que ante una aparente colisión entre el principio de igualdad de oportunidades que debe regir en toda campaña electoral y el ejercicio pleno de la libertad de expresión reconocida por la Constitución, ha optado por poner el acento en lo, primero con detrimento de lo segundo, sin tratar de conciliar, en la medida de lo posible, ambos principios.

Es cierto que -una interpretación sistemática del decreto-ley electoral de marzo de 1977 podría sostener que en la campañaelectoral no se debe tolerar la actuación de organizaciones que no contempla su artículo 37.1. Pero si se emplaza en su justo contexto hay que concluir que dicha norma tampoco prohíbe expresamente dicha actuación. Y ello es lógico porque se trata de una normativa electoral provisional y transitoria que se dio cuando no existía todavía la Constitución y todo el entramado social estaba por reconstruirse después de la peculiaridad del régimen anterior. Una vez aprobada la Constitución, su artículo 7 reconoce la legitimidad de la actuación política de las asociaciones de empresarios y de los sindicatos, el 20 establece de forma taxativa la libertad de expresión, y el 23 reconoce el derecho de todos los ciudadanos a participar en lbs asuntos públicos.

En consecuencia, la resolución de la Junta Electoral Central debía haberse orientado, a mi juicio, más que a prohibir a encabzar la actuación de la CEOE, en el sentido de exigir, mediante una interpretación analógica, la rendición de cuentas y el control de sus gastos, como se hace con los partidos políticos.

Retraso de lo inevitable

La última equivocación, que es paradójicamente la primera por ser la causa de las tres ante riores, hay que atribuírsela al Gobierno. En efecto, en este caso me veo obligado a insistir nuevamente en el enorme error cometido por el Gobierno -que en su descargo también hay que atribuir a la oposición- por no haber enviado a las Cortes, si guiendo el mandato constitucional un proyecto de ley orgánica electoral. No voy a repetir ahora los argumentos que ya he expuesto en este lugar en varias ocasiones para demostrar que el decreto-ley de 1977 no está vigente ya. Pero sí quiero dejar constancia de que mi insistencia no se debe a pruritos de constitucionalista escrupuloso, sino a mi absoluta convicción de que esa norma, técnicamente hablando, es claramente tercermundista, de baja calidad técnica, no adecuada al actual momento español y, por tanto, fuente de innumerables conflictos de aplicación e interpretación. Para ilustrar tal afirmación baste poner un ejemplo significativo de graves consecuencias.

La Administración electoral que configura el decreto-ley descansa principalmente en la participación de jueces y magistrados. Lo que en principio podría defenderse para la transición a la democracia, hoy, una vez vigente la norma fundamental, ya no tiene razón de ser. Lo que quiero decir es que nuestra Constitución ha configurado un poder judicial con unos parámetros de independencia y autonomía respecto de los otros poderes del Estado que incluso ha creado un Consejo del Poder Judicial dirigido a obtener tales objetivos. Mantener hoy a los miembros del Poder Judicial implicados en el control de las campañas electorales y de las elecciones es algo que desvirtúa la naturaleza que le confiere la ley suprema. Es más, creo que es un enohne desgaste para la consolidación de nuestro Estado democrático y de Derecho el hecho de que el presidente del Tribunal Supremo y del Consejo del Poder Judicial -cargo que hoy ostenta, un prestigioso, inteligente y demócrata jurista- lo sea también de la Junta Electoral Central, obligada a tomar posiciones políticas con rapidez. En definitiva, mantener por más tiempo el desvencijado decreto-ley de 1977 es exponer a una de las personalidades claves del Estado, que debe estar por encima de las luchas partidistas, a verse implicado, como es el caso que nos ocupa, al tener que pronunciarse sobre problemas conflictivos de carácter político o partidista, propios de contiendas electorales.

Cambó decía que hay dos maneras de provocar la anarquía: una, pedir lo imposible, y otra, retrasar lo inevitable. Yo no sé si estaré pidiendo lo imposible al señalar nuevamente en estos momentos la imperiosa necesidad de una ley electoral, pero sí sé que el Gobierno se empecina en retrasar lo inevitable.

Jorge de Esteban es vicedecano de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense.

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