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Técnicos de Lemóniz, una vida en clandestinidad

Hasta hace un par de años eran personas normales. Ahora viven escondidos en una clandestinidad forzosa. Los técnicos de la central de Lemóniz tienen miedo, incluso, a decir que tienen miedo

Rosa Montero

Es el miedo. El asesinato del ingeniero Angel Pascual ha abierto un nuevo foso de pánico a los pies de los técnicos de Lemóniz, un inmenso agujero que la costumbre al miedo -porque a todo se acostumbra uno- todavía no ha tenido tiempo de llenar. Sucedió igual después de la muerte de Ryan, hace ya quince meses, y también cuando los técnicos -o parte de ellos, los más cualificados- recibieron los anónimos amenazantes de ETAm, tres andanadas de anónimos aterradores, la primera a los pocos días del asesinato de Ryan, en febrero de 1981, la segunda en marzo del mismo año, la última al mes siguiente. Es el miedo, y es éste un sentimiento degradante, que aliena, que arrebata toda libertad. Por eso es fácilmente comprensible que mi anónimo interlocutor se refugie una y otra vez en su afirmación de ser "un trabajador", frase que en él, técnico de alta cualificación, quizá suene artificiosa, como si en realidad fuese un argumento desesperado a la búsqueda de comprensión por parte de todos los factores integrantes del conflicto, por parte de Iberduero, del Gobierno central, del Gobierno vasco, y, por supuesto, de la propia ETA.Porque es como estar en medio de un mal sueño. La anormalidad que rodea las vidas de los técnicos de Lemóniz se patentiza cuando intentas ponerte en contacto con ellos. Sus nombres se mantienen, por supuesto, en el más absoluto secreto. Y, sin embargo, hasta hace un par de años fueron personas normales, con amigos, con vecinos que conocerían, sin duda, su identidad y ocupación. Ahora han entrado en una clandestinidad forzosa y una espesa cortina de humo parece haberse corrido sobre ellos. Su secreto se mantiene meticulosamente en este País Vasco en el que viven: no en vano es un acostumbrada desde hace años a clandestinidades y susurros. De modo que para llegar a ellos hay que utilizar una cadena de contactos, cuyos últimos eslabones son también anónimos. Y aun así, la cita falla. Los técnicos tienen un comprensible miedo. Miedo, incluso, a decir que tienen miedo.

Las nueve de la noche. Una cafetería del centro de Bilbao, repleta de gente. Un nuevo contacto que puede ponerme en comunicación con un técnico distinto. El contacto me dice que sí, que el hombre ha venido, pero que debemos abandonar el local, demasiado lleno como para ofrecer suficiente seguridad. Salimos a la noche y al fin le veo, agazapado junto a un farol, amable, receloso. Vamos los tres a un pub cercano y acogedoramente vacío, y, nada más sentamos, el técnico, con ruborosa timidez, pide ver mi carnet, "si no me importa".

Al margen de los fundamentados reparos que se pueden oponer a las centrales nucleares o a Lemóniz, lo cierto es que la aventura personal de estos hombres constituye una experiencia extraordinaria. Y es fácil imaginar la estupefacción, el desencanto de este grupo de profesionales de alto nivel, de futuro previsiblemente cómodo y grato, al encontrarse de repente en mitad de un campo de batalla, de una batalla que en definitiva no es la suya. Son, en total, unos doscientos, pero no todos se encuentran en las mismas circunstancias. Parte de ellos pertenecen al colectivo de montaje y dejarán Lemóniz cuando se termine la central. Otros son del colectivo de proyecto y trabajan para Iberduero, igual que los del tercer colectivo, los encargados de la explotación. Son los dos últimos grupos los más afectados, y, dentro de ellos, aquellos profesionales de más alta responsabilidad, para los que la amenaza es mayor.

La situación ya era incómoda antes de lo de Ryan. Lemóniz siempre constituyó un conflicto: piquetes de obstrucción a las obras, huelgas... Los técnicos, en general, no participaban en estos movimientos, y fueron objeto de insultos y de cierto resquemor: en algunos panfletos se les tachó de mercenarios (es conveniente decir aquí, para evitar simplificaciones, que muchos de los técnicos poseen una ideología mas o menos progresista); también estaba el tema de las bombas, reales o ficticias, y los desalojos consiguientes de la central. Pero estos eran conflictos controlables, digeribles, era eso de "haberte tocado la china" de trabajar en Lemóniz, un fastidio y poco más. El secuestro y asesinato de Ryan fue la espoleta, el abrir los ojos al fin : "Porque uno quiere creer que no va a pasar nunca nada, y después... ". Después viene esa sensación de perder tierra, viene el pánico: " Después del asesinato de Ryan", dice el técnico, "pasó una cosa muy curiosa que, sin duda, se está repitiendo tras el asesinato de Angel Pascual. Es el hecho de que todas las instituciones que están por la democracia y en definitiva dependen de un voto, decidieran unánimemente la necesidad de que los técnicos se reincorporaran a la central, por aquello de no ceder al terrorismo, aun que estuviera en peligro la vida de otro técnico y aunque públicamente algunos de estos partidos estuvieran en contra de esa central. Dicen que así es la política y será por eso que los técnicos no entendemos ese tipo de decisiones. Nosotros sólo entendemos que es nuestra vida la que está en juego y que en estas condiciones de terror es imposible trabajar en ninguna parte y menos en una central nuclear, donde se exige una fuerte dedicación. Esto los políticos no lo entienden. Claro, son políticos".

En aquellos primeros meses se había producido la desbandada, del mismo modo que vuelve a suceder ahora, tras el segundo asesinato. Entonces, algunos técnicos se fueron del País Vasco. Otros comenzaron frenéticas gestiones para cambiar de trabajo. Otros, en fin, enviaron a la familia fuera y ellos se trasladaron a un hotel, viviendo en habitaciones prestadas durante meses. Las casas -esas casas a las que habían llegado los anónimos de ETA- estaban quemadas; había que mudarse, quizá venderlas, instalarse en la provisionalidad. Los técnicos pedían un referendum, e Iberduero pedía la reincorporación al trabajo. Sin embargo, la empresa cambió de actitud en el mes de mayo de 1981 y envió a todos aquéllos que no querían reincorporarse a efectuar otros trabajos para la firma. Lemóniz quedó paralizado.

Empezar de nuevo

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Seis de los técnicos se despidieron: fueron afortunados, tenían ofertas de trabajo en el extranjero y las aceptaron. "Lo malo es aquéllos que se quieren o que queramos marcharnos y que no tengan o no tengamos trabajo". Porque la idea de dejar Iberduero rondó por la cabeza de todos: "Indudablemente, como otros muchos compañeros, he buscado otro trabajo, aun teniendo que dejar Iberduero, una empresa que en mi opinión se ha portado estupendamente con nosotros. Lo que esto supone es ir a otra empresa, si se encuentra, ya que las dificultades son todas, por la situación laboral y por el cierto proteccionismo que mantienen esas empresas respecto al personal. Si además tiene uno que salir de Euzkadi, esto supone levantar, una casa y perder las relaciones sociales y todo eso, y si se tienen hijos la cosa se complica. En fin, es empezar de nuevo y eso es muy duro".

Y es que los técnicos de alta cualificación, como éstos, son una especie de inversión para la empresa. Sus especializaciones requieren muchos años y en algunos casos han llegado a costar a Iberduero cerca de los doce millones de pesetas. Por ello, las otras firmas nacionales que pueden ofrecer puestos técnicos semejantes mantienen una especie de acuerdo tácito -un fair play empresarial- por el cual no contratan a técnicos instruidos por la competencia, a no ser que haya un acuerdo previo de la empresa. De modo que la posibilidad de encontrar un trabajo semejante en España es casi nula.

Por ello, todos - menos aquellos seis privilegiados- permanepieron en Iberduero. Permanecieron en una vida de perfiles delirantes: "¿Que cómo se vive?», me decía, exasperado, el anónimo del teléfono: "Pues mal, mal... Acojonado cada vez que vas a comprar el periodico y ves que un barbas te está mirando". Y así, se aprende a soportar la tensión, la paranoia: atrancas las puertas, alteras cada día los recorridos rutinarios, llevas un inútil cómputo mental de los rostros que te cruzas en la calle, de las matrículas de los coches. Y un frenazo casual, a tu lado, puede agarrotarte el cuello, inundarte en sudor frío: "Realmente es vivir como un poco en la clandestinidad. Parece de cuento y hay que pasar por ello para saber lo que es. Lo que antes era normal, ahora se convierte en anormal: una mirada de un vecino de mesa en un restaurante, yo qué sé. Porque todo esto es imaginable en una clandestinidad política, como pasó en otros momentos, pero tener que hacer esto por trabajar en una central nuclear es demencial. Y esto afecta no sólo a cada uno de nosotros, sino también a nuestras familias, y a los amigos, en la medida en que las conversaciones giran siempre sobre el mismo tema, ¿qué pasa con la central y con vosotros los técnicos? Y siempre lo mismo, dando vueltas al mismo tema, ya que cuando no era el debate en el Parlamento Vasco eran las negociaciones del caso Lemóniz entre los gobiernos e Iberduero. Te pasas los días escuchando rumores, rumores sobre si algunos pasarán a una sociedad gestora, sin ser consultados si están dispuestos a tal paso, o si la negociación había sido a cuatro bandas, dando a entender que, en cierto modo, ETA estaba de acuerdo con los pactos... ". Y luego, además, están las diferentes presiones del entorno, porque "hay técnicos que viven en grandes núcleos urbanos y otros viven en pequeños pueblos, y los que están en esta última situación se encuentran acogotados, la tensión psicológica es mucho mayor, porque todos les conocen, y ellos mismos, aun sabiendo de quien pueden venir las amenazas, no pueden decir nada".

Días de miedo

Varios de ellos han tenido que ser sometidos a tratamiento psiquiátrico; muchos padecen dolores de cabeza, mareos: "Vas al médico y te dicen: ¡ah!, ¿que usted trabaja en Lemóniz? Pues entonces... ". Pero, con el tiempo, hasta las pesadillas adquieren visos de normalidad. Uno se instala en el miedo y parece reconstruir una pantomima de lo cotidiano. En los últimos doce meses no se habían recibido mas anónimos. Lemóniz fue trasvasada al Gobierno vasco y comenzaron los acuerdos de la sociedad gestora. Y, como dice otro técnico anónimo en un reportaje de Luis Mendizábal en el Diario Vasco, "hasta ahora ETA no ha atentado contra el Gobierno vasco ni contra el PNV". De modo que cuando Iberduero dio un nuevo ultimátum de reincorporación al trabajo, el pasado 23 de abril, los técnicos aceptaron: "La orden parece ser que vino de la consejería de Industria del Gobierno vasco, y se dio un viernes para reincorporarnos al lunes siguiente. Fueron días de tensión y miedo, sí, miedo. Miedo a ir por la posibilidad de un atentado y en el caso de no ir, miedo a perder el puesto de trabajo".

El lunes 3 de mayo, todos los técnicos, menos diez, acudieron a Iberduero. Dos días después asesinaron a Pascual. Los técnicos se enteraron de esta nueva muerte justo al llegar al trabajo, a eso de las ocho y media de la mañana. Muchos de ellos ni siquiera entraron a Iberduero. Los que ya estaba en el edificio abandonaron espontánea y velozmente su trabajo. Era de nuevo el pánico, la huida, el sobresalto.

En los medios políticos vascos se especula, tras el asesinato de Pascual, sobre lo que este hecho puede suponer en cuanto a enfrentamiento frontal definitivo entre ETAm y el PNV. Garaicoechea ha dicho que va a recoger el guante: es la guerra. Y en medio, entre trincheras, los técnicos de Lemóniz, atrapados en la desolación de la tierra de nadie.

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