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Grandeza y servidumbre de los premios literarios

Los premios no hacen a los escritores, claro está, como tampoco las primeras golondrinas hacen verano. Lo que sucede es que, a la inversa, las golondrinas son un anuncio de lo que vendrá, mientras que los premios corren detrás de los escritores que ha tiempo nacieron. En algún caso, como el de poesía entre los nacionales del presente año, ni siquiera pueden alcanzar al escritor a lo largo de su vida, pues Vicente Gaos llevaba ya varios meses fallecido cuando le fue otorgado el galardón a título póstumo.Pero el de novela no logró descubrir a Gonzalo Torrente Ballester, que ha tiempo inscribió su nombre en nuestra literatura, y hasta la Academia le llegó antes y la televisión lo arropa ahora mismo. Y hasta José Luis Abellán tuvo que esperar al segundo volumen de su Historia crítica del pensamiento español para que se le reconociera la categoría al premio nacional de ensayo, a la que el primero -y otros veinte volúmenes anteriores- no parecía haberle dado derechos suficientes.

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Aun contando con la juventud de Abellán, los premios nacionales de Literatura les han llegado tarde a los tres galardonados de este año. Esto es normal, ya que estos premios no están destinados a descubrir nuevos valores, sino a consagrar obras y figuras que ya suelen estar de antemano consagradas por los lectores. Naturalmente, hablo de los premios institucionales, no de los comerciales, que bastante tienen con intentar compaginar dos mundos irreductibles, el de la literatura y el del comercio. Aun así, en numerosas ocasiones vemos cómo muchos premios comerciales, en su desesperada búsqueda de la rentabilidad, recaen sobre escritores consagrados, redescubriendo mediterráneos.

Los problemas de los premios institucionales son distintos y tal vez más ejemplares. Al fin y al cabo, un editor puede hacer lo que quiera con su dinero, mientras que el Gobierno maneja el de los contribuyentes. Todo premio es discutible, y en resumidas cuentas sólo se redime por la calidad del producto premiado. Pero, aun y todo, el problema de la calidad está también sin resolver, pues sobre gustos no hay nada escrito, y sólo el tiempo, los siglos y la historia, dicen al final la última palabra. No hay más que recordar, por ejemplo, la ejecutoria del Premio Nobel de Literatura, que si a duras penas puede mantener -con excepciones contables con los dedos de una mano- sus presencias, ha perdido definitivamente la batalla de las ausencias (Tolstoi, Henry James, Virginia Woolf, Proust, Conrad, Joyce, Galdós o Baroja...,; los ejemplos brotan como hongos).

Los premios nacionales de Literatura han tenido en España un enemigo mortal: la política. Son premios institucionales poco institucionalizados todavía, a pesar de que durante la transición democrática se hayan lavado bastante la cara. De todas formas, hasta en los más férreos años del franquismo estos premios han enarbolado algunos buenos resultados. Todo es según el cristal. De los premiados en la última edición no caben objeciones, por diferentes motivos. Torrente Ballester es indiscutible; la memoria de Vicente Gaos ha recibido un homenaje definitivamente retrasado; la capacidad de trabajo e investigación de José Luis Abellán está funcionando a pleno pulmón.

Pero todo esto no basta. Los premios nacionales se siguen concediendo entre libros presentados por los autores o sus editores, lo cual contradice su apelación de origen. Si los premios no se otorgan entre todo lo publicado durante el año en España y por escritores españoles no son nacionales. Después de todo, hasta los premios de la crítica, tan devaluados estos últimos años, pero con tan gran ejecutoria y que en su última edición parecen haber encontrado un nuevo camino -y que no comportan ni una sola peseta de premio- se conceden entre la masa de todos los libros publicados en poesía y narrativa a lo largo del año.

El Ministerio de Cultura, que tan generosamente ha incrementado su dotación, debe institucionalizar estos galardones, el nombramiento de los jurados, reglamentarlos mejor y ampliar la materia juzgada a toda la producción nacional. Así, al menos, las excepciones podrían dejar lentamente de serlo, convertirse en regla y, por consiguiente, poder seguir discutiendo y leyendo, que es de lo que se trata.

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