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La noche de los cristales rotos

En los primeros días del próximo mes de noviembre se van a celebrar en Alemania diversos actos conmemorativos de aquella triste noche del mismo mes de 1938, en la que en la Alemania nazi fueron destruidos y saqueados la mayor parte de los comercios, tiendas y almacenes que pertenecían a familias judías. En Munich tendrá lugar un concierto para el que se me ha solicitado mi colaboración, a la que he accedido muy gustoso. Considero que es muy conveniente en estos momentos recordar lo ocurrido en aquel noviembre de 1938 y hacerlo conocer a todos aquéllos que no tuvieron ocasión de vivirlo, para no volver a caer en las mismas trampas.Estamos viviendo un terrible proceso de rearme material y psicológico que nos crea enemigos donde no los hay, para justificar un mayor poder de dominación. Soy consciente de que al ciudadano medio no nos queda otro remedio que aceptar lo que unos poderes, que están más allá de nuestros límites, nos quieran imponer, pero también considero que estos ciudadanos debemos hacer todo cuanto a nuestro alcance esté, para hacer comprender a quien corresponda que no queremos ser de nuevo utilizados para fines que desconocemos y que cada día somos más los que pensamos que antes de hacer valer las razones -sinrazones- de la fuerza, está la fuerza de nuestra razón.

Cuando en julio del año 1936 estallaba la guerra de España, pudo mi padre, gracias a nuestro origen alemán, ser evacuado de ese infierno y trasladarse a Alemania. La familia, mis padres, mis hermanos y yo, quedamos instalados en Velbert, una pequeña ciudad cercana al Rhin, hasta junio de 1939 en que pudimos otra vez regresar a España, a nuestra casa.

Guardo de Velbert los recuerdos de mi primer colegio, del aprendizaje de mis primeras letras en un idioma -el alemán- que nunca iba a olvidar. Guardo imborrables recuerdos de una niñez que vivía en casa los horrores de una guerra lejana -la de España-, y que contrastaba con la paz familiar, en un ambiente en que todo era en aquel momento, y visto por un niño, bello y tranquilo.

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Tenía entonces entre seis y nueve años y no podía ser consciente nada más que de una cosa: mientras recibíamos noticias de la tragedia en que vivía el resto de mis familiares en España, nosotros podíamos disfrutar de una vida que me ofrecía la oportunidad de seguir siendo niño.

Pero hay un recuerdo que dejó en mí una profunda huella y del que nunca he podido apartarme. Una mañana del mes de noviembre de 1938, el director del colegio entró en mi clase y nos dijo que teníamos el día libre, pero que teníamos la obligación de ir a un determinado sitio de la ciudad. Allí nos reunimos con otros chicos de mi edad y mayores que yo. Ante unos grandes almacenes que tenían unos inmensos escaparates, guiados por el profesor y algunos compañeros mayores, nos invitaron a destruir con piedras, maderas, hierres o lo que encontráramos a mano, no sólo la grandiosa luna, sino también cuanto había en el interior.

He sido un chico normalmente revoltoso y siempre, aún hoy, me ha divertido -apasionado- la aventura. Es fácil imaginar a un niño de ocho años con qué interés sustituía una aburrida lección de cuentas o de ortografía por tirar piedras a un escaparate de unos almacenes. Ahora bien, ese interés, que he de confesar que en los primeros momentos fue intenso y realizado ávidamente, fue decreciendo cuando vi que no solamente no era reprimido por mis profesores, sino que era incitado a la destrucción. Esto ya no tenía tanta gracia como cuando tras una travesura había que salir corriendo y luego enfrentarse con la natural reprimenda. Ahí no había aventura, ni emoción, y aquellos objetos rotos, aquellos cristales en el suelo, aquel ruido, empezó a cobrar una significación diferente, que sólo comprendí cuando llegué a mi casa y expliqué a mis padres lo sucedido.

Pasando el tiempo y cuando he sido plenamente consciente de la utilización a la que fui so

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La noche de los cristales rotos

Viene de la página 9metido, no he perdonado jamás a las personas que me indujeron a realizar un acto semejante. Desde entonces considero que el peor crimen que puede hacerse es provocar el instinto animal y destructivo que todo ser humano lleva en su interior, para servirse de él con fines tan abominables como el que aquel día ocurría en una pequeña ciudad del Rheinland, y mucho peor si ese ser es un niño de ocho años. Poner a un niño una piedra en la mano para destruir un escaparate de unos almacenes, es el primer acto de una enseñanza que le llevará al ser mayor a matar, destruir, destrozar a todo semejante que no piense como él y todo aquello que éste ha construido y creado; es el primer paso para la barbarie y para conseguir que el hombre se convierta en la más baja y vil criatura sobre la tierra.

Esas horas de destrucción produjeron en mí el efecto contrario del que se deseaba. Desde ese día, y sobre todo cuando de mayor he podido racionalizar la acción que fui inducido a realizar, he querido poner mi esfuerzo de creación, mi trabajo de músico y mi conciencia de ser humano al servicio de todo lo opuesto a lo que aquello significaba. He querido aprovechar la ocasión que me brinda mi colaboración en ese concierto de Munich para descargar mi conciencia y solicitar perdón al desconocido dueño de aquellos almacenes -de los que hoy no recuerdo ni el nombre, ni el lugar donde se encontraban en Velbert- y decirle que la piedra que impulsada por mi mano rompió algún objeto, no fue lanzada voluntariamente y que hoy, plenamente consciente de la responsabilidad de mis actos, le tiendo esa misma mano en un gesto de paz y amor y que la piedra que esa mano contenía se ha transformado con el tiempo, y por mi trabajo, en unos sonidos, con los que pretendo encontrar una mayor comprensión entre todos los seres humanos.

Todos estos recuerdos vienen a mi memoria cuando observo cómo hoy estamos siendo sometidos, una vez más, a una preparación psicológica para que, en su día, se justifique el empleo de la fuerza, el empleo de unas armas cuyo poder de destrucción es ilimitado y que serán manejadas por unas manos que estarán tan lejos de comprender lo que hacen como la de aquellos niños, compañeros míos, a los que pocos años más tarde iban a cambiarles las piedras por armas mucho más poderosas y que regaron con su sangre los campos de Europa, sin saber nunca ni por qué morían ni por qué mataban.

Pienso que sería enormemente conveniente que nos explicaran con toda claridad quién es nuestro enemigo, qué es lo que esas armas defienden y atacan, contra quién y contra qué nos tenemos que defender, a quién y qué tenemos que amparar y si verdaderamente sólo existe la posibilidad de resolver los problemas que la humanidad de finales del siglo XX tiene planteados por medio de la destrucción, del aniquilamiento y la barbarie sofisticada por el progreso científico al que esa misma humanidad del siglo XX ha llegado. Creo que tenemos la obligación de tener bien clara nuestra mente e imaginarnos que en Moscú y en Washington, en Kiew y en Nueva York, en Varsovia, París, Belgrado, Roma, Sofía, Bucarest, Stalingrado, Londres, Madrid, Berlín, ciudades todas a donde apuntan esas terribles armas, cuyo poder de destrucción no conocen bien ni siquiera aquéllos que las construyen y que nos pretenden hacer creer que nos van a solucionar nuestros problemas, que en todos esos sitios y en miles y miles más hay seres humanos, hay hombres, mujeres y niños, con un mismo amor a la vida y horror a la muerte, con unos mismos derechos a vivir libremente según sus ideas y costumbres, a los que Dios sabe quién y por cuáles viles intereses, están otra vez poniendo piedras en las manos inocentes de sus hijos.

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