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Unidades y naciones

Se puede dialogar utilizando lenguajes distintos: para resolver la situación están los truchimanes. Lo que no es posible es llegar a un acuerdo empleando palabras equívocas, y aun plurívocas. Y hoy en España resultan equívocos vocablos tan decisivos en la política y en la historia como nación y unidad.La nación se ofrece hipostasiada en el Estado. Mientras los españoles tenemos Biblioteca Nacional, los italianos y los alemanes disponen de bibliotecas estatales (Biblioteca dello Stato, Staatsbibliotek). Verdad que los franceses y los ingleses convienen con nosotros, pero su situación no es comparable con la nuestra. Cuando la nación se identifica con el Estado es que es una nación-Estado o un Estado-nación y no es posible aislar ambos conceptos, siendo así que su propia significación es del todo precisa para comprender los conceptos políticos.

En la Constitución de 1978 no se define la nación. Se da por supuesto este concepto y se inserta uno próximo, que tampoco se define: el de nacionalidad. En ciencia política parece obvio que el Estado es el aparato de poder y aun la forma política establecida (Franco llamó Estado español a lo que antes de él se llamaba República española, y su jefatura de Estado no fue sino un sucedáneo -que no complicase las cosas- de la presidencia de la República. Basta repasar los membretes). La nación es el sustentáculo social, el poder de la cultura, lo que une sin necesidad de fuerzas armadas. Es más: sería la presencia de la coerción física lo que calificaría la existencia del Estado. Al menos desde Maquiavelo, Estado es la violencia organizada, y aun entonces nación era apelación natalicia: para Erasmo, el lugar de nacimiento; para los autores anteriores, la oriundez. Estudiantes y comerciantes fuera de sus patrias constituían naciones. Sólo en el siglo XVIII, y tras la Revolución Francesa, nación se equipara con pueblo, y así los constituyentes gaditanos definían la nación española como la reunión de los españoles de ambos hemisferios... Si la Constitución de 1978 ha prescindido de este precedente no debe hacerlo -si no se quiere seguir complicando el futuro- esa nueva ley que va a ocuparse de la nación.

Precisión análoga urge también con el concepto de unidad, que es palabra reiterada de modo igualmente equívoco. ¿Qué falta de unidad será aquella que obligaría a una intervención de las fuerzas armadas? ¿Significa sólo forma de la integridad, es decir, exigencia de defensa frente a la fragmentación? La historia española debe ayudar aquí a fijar el concepto, porque resulta patente que el vocablo significa para algunos solamente la unión; para otros, la unitariedad, y aun para muchos, la homogeneidad. El proceso autonómico sólo se explica si la unidad admite la variedad. Homogeneizar es hacer inválida la nueva fórmula. Los estatutos no son sino apéndices, a manera de codicilos en los testamentos, textos que recogen matices y que buscan en esa adecuación a la realidad una mayor eficacia para la obra política implícita en la Constitución. Para aplicar estatutos-modelo basta una ley de Administración Local que permita crear y que organice mancomunidades provinciales.

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Aquí, sin embargo, aunque se olvide esa exigencia de definir, podemos esperar a la conmemoración de los cinco siglos de unidad española, que veo ya programada, para que se vaya conociendo ese gran fraude de nuestra historia al uso: la presentación de la España de los Reyes Católicos como España de Felipe V. La unidad de los tiempos de Isabel y Fernando es bien otra cosa de lo que se dice parece que se cree. No sólo los aragoneses -y catalanes, y valencianos, y mallorquines- no podían ir a las Indias, sino que ni siquiera podían tener puestos, salvo grave excepción, en administración distinta a la suya. Isabel tuvo que esperar un mes en Zaragoza para que las Cortes de Aragón aceptasen jurar el primogénito. Y si Fernando pudo domar a Galicia -es la frase de Zurita-, el mando de Felipe Il sobre Aragón pasa por el ajusticiamiento del Justicia Lanuza. ¿Cuál es la unidad que se quiere exaltar?

Nada hay tan conflictivo como lo que se presenta impreciso. A Tarradellas se le dejó gritar "somos una nación", sin que sonase el menor reproche... Los tres estatutos de regiones con calificación histórico-política más profunda señalan a sus propios pueblos como raíz del poder autonómico. La unidad hecha homogeneidad quedaría así rota desde la promulgación de sus leyes fundamentales. La unidad de los Reyes Católicos se vería afectada por ello; la unidad de Felipe V resultaría del todo desmontada.

No se puede jugar con las palabras. Muchas veces éstas tienen más eficacia que los hechos, porque precisamente resultan ser su calificación. He leído estos días el epistolario de Unamuno con Margall, publicado apenas terminada la guerra civil, y no creo que haya sido reeditado; merece la pena. Ahí están, en el pensamiento del gran vasco castellanizado, no pocas de las claves que harían más comprensible el proceso de aceptación de particularidades distintas de la de nuestra Administración central -a la que también suele llamarse, falsamente, Estado- en el contorno del poder público. En fin de cuentas, sin una comprensión de aquellos avatares no es posible otear con esperanza nuestro futuro. De una vez es preciso que acabemos con tantas revoluciones e involuciones, con tanto tejer y destejer. Pongámonos de acuerdo y para lograrlo acabemos también con los equívocos. Sepamos a qué atenemos sobre el contenido de las palabras.

catedrático de Historia del Derecho, es autor de un libro sobre Las autonomías (Madrid, 1980, Siglo XXI), donde se consideran los procesos teórico, histórico y político del poder regional en España.

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