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Mendigar una carga y luchar permanentemente contra el sueño

Con arreglo a lo estipulado por la ley, el camionero autónomo Vicente Puig, de treinta años, casado y padre de tres hijos, recibió un documento A-5 del SENPA al cargar de trigo su camión en Guadalajara. Antes de ponerse en Marcha hacia Barcelona, su destino, hizo un cálculo de posibilidades: había guardado cola, como casi siempre, y había tardado medio día en cargar, como casi siempre, también de modo que estaba dentro de hora. Tendría que llegar a la mañana siguiente al punto final del viaje para poder repetir exactamente el plan. Es decir, guardar cola, cargar y hacer un nuevo viaje.Por lo pronto, el trigo no podía considerarse una mala carga para un basculante Pegaso de cuatro ejes, veinticuatro toneladas y diez marchas, cinco cortas y cinco largas, como el suyo. En los transportes de granel, los conductores de camiones basculantes temen las cargas viscosas o capaces de apelmazarse durante el viaje: si el material no se desliza por el plano inclinado de la caja cuando es accionado el dispositivo hidráulico, hay muchas posibilidades de volcar. Y son 37 toneladas de peso total que pueden desplomarse sin control. Esta vez, sin embargo, la carga era limpia.

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Luego, en el camión, Vicente Puig revisó el tablero de mandos y pasó un trapo sobre el tapiz acolchado de la cabina; adecentó un poco las dos literas y, como siempre, se encontró, sin pretenderlo, con una figura imantada de san Cristóbal, comprada por él mismo en una fonda-venta de la carretera y con el pequeño portarretratos de sus tres hijos, Diana, de dos años; Vanessa, de tres, y Vicente, de dos semanas, en cuyo marco se lee una inscripción que dice: «No corras, papá», o «Vuelve pronto, papá». La verdad es que no recuerda muy bien el mensaje, acaso porque en él se piden imposibles o porque siempre lo ha tenido demasiado cerca. Por cierto que, en este viaje, podría pasar por su casa en Minglanilla, provincia de Cuenca, para almorzar con la familia. A partir de entonces, empezarían los viejos problemas de la profesión. Siempre ha creído que el sueño es el peor enemigo de los conductores. Camino de Barcelona, siguió los programas de Radio Nacional hasta medianoche, y los de madrugada de la Cadena SER. De cuando en cuando comprobó que mantenía la velocidad media prevista de cincuenta kilómetros por hora. Como de costumbre, facilitó varios adelantamientos, siguiendo su vieja máxima de nadie es un buen camionero si no conduce con el retrovisor. Unos días después estaba llegando de vuelta a Madrid.

La obsesión del sueño

También salió dentro de hora de Gandía y hacia Madrid el camionero Vicente Tórtola, de veinticuatro años, soltero, dueño, como la mayoría de sus colegas, de un cuatro ejes Pegaso de color azul y blanco. Esta vez, él no transportaba peso, sino volumen, y la carga de cajas de cartón de la empresa Cartonajes Unión guardaba la medida máxima correcta de cuatro metros de altura.

Siempre que ha podido, en sus casi tres años de camionero, Vicente Tórtola ha hecho el trayecto Gandía-Madrid. La ventaja consiste en que sale a las seis de la tarde, llega a su casa de Hiniesta, provincia de Cuenca, de 10.30 a 11 horas, alternando en el radiocasete a Pink Floyd con José Luis Perales. Cena, se ducha y duerme un poco hasta las tres de la madrugada, momento en que reanuda el viaje. Para hacer más llevaderos los 250 kilómetros restantes, Vicente hizo nuevamente una parada en Pedernoso, pidió un carajillo, «un café con una gota de coñá», y discutió de fútbol con un compañero. A las siete de la mañana había conseguido llegar a Corral de Almaguer. Paró y pidió un cortado para resistir el sueño.

A las nueve estaba entrando en el polígono Urtinsa, de Alcorcón. Descargó las cajas en la nave de la empresa discográfica CBS, le firmaron el recibí, y, poco después, dejaba el Pegaso en la calle del Plomo, cerca de Legazpi. El viaje sólo había dejado en su memoria los nombres de El Pedernoso y de Corral de Almaguer todas las situaciones y personajes de la carretera habían vuelto a ser breves y anónimos. Y, además, el sueño disuelve las imágenes como el café los azucarillos.

La tasa de los intermediarios

Miguel Angel López, de veintinueve años, también cargó en volumen. Finalmente dijo: «Cuatro metros de altura, 6.500 kilos de peso», y a las dos de la tarde salía hacia Madrid desde los almacenes de la casa Ausonia, de Granollers. Siempre se ha definido como un camionero vocacional: para un hombre tan independiente como él , viajar es sentirse vivo; al fin y al cabo, llevar el volante y soñar la carretera son seguramente los dos únicos privilegios posibles para cualquier hombre. Hay cosas, sin embargo, con las que está en absoluto desacuerdo, y piensa decirlo en cuanto llegue a Madrid, tal como ha hecho en otras ocasiones. Según la ley, a él tendrían que haberle pagado algo más de 50.000 pesetas por el viaje, y le han dado sólo 31.300 en bruto: cada cien kilómetros tiene que reponer cincuenta litros de gasóleo en el tanque, y cenar por el camino.

Miguel Angel López, natural de Calahorra, vecino de Alcalá de Henares y padre de tres hijos, Marta, Sandra y Norberto, se detuvo en el puerto de La Panadella, a la salida de Barcelona. Entró en un restaurante económico y pidió un plato de judías, un filete y un café inevitable.

Al volver al camión se dijo que para llegar a tiempo tendría que conducir unas doce horas seguidas y se preguntó cómo puede ser rentable su trabajo «si en vez de las 55.500 te pagan 31.300, si hay que reponer las ruedas cada dieciocho meses, sí cada rueda vale 40.000 pesetas, y él lleva precisamente dieciséis ... ». Cuando llegue a Madrid dirá que los camioneros están sien do explotados, que trabajan para los intermediarios, que el único modo de ganar algún dinero es forzar la naturaleza hasta la extenuación.

Desde Barcelona hasta aquí, dirá en Madrid, he visto cuatro accidentes de camión. ¿Cómo puede conducir con seguridad un camionero agotado que lleva una mole de más de 30.000 kilos? Y dirá también que, si las tarifas se aplicasen legalmente, 1.500 kilómetros semanales o un viaje de ida y vuelta como éste bastarían para que los camioneros pudiesen comer, mantener a su familia y desplazarse con seguridad. Bajo su camisa de franela a cuadros y su camiseta de color marrón, los músculos de Miguel Angel López, bajo y fuerte como un dique, parecen inflamarse poco a poco. «Será por la indignación», se dice mientras de madrugada consune un menú del día a la salida de Zaragoza.

Una vez en Madrid, entregó su carga de pañales y, condujo el camión hacia la calle del Plomo.

A última hora, Vicente Puig, Vicente Tórtola y Miguel Angel López están alrededor de una mesa de la cervecería Los Chicos, del paseo de las Delicias, junto al local de Tradismer, la nueva asociación profesional que agrupa a cerca de mil camioneros. José Wasmer, un conductor de 37 años, les entrega un pasquín rotulado a mano que dice: «¡Atención, transportista! En Barcelona ya funciona un centro de distribución y control, que está en el paseo de Martínez Anido, 26. Por allí tienen que pasar todas las cargas, para que se cumplan las tarifas. No cargues en ninguna agencia, aunque te ofrezcan precios de tarifa. Hoy pagan tarifas porque existe el centro. Y quieren que desaparezca para volver a explotarnos. Apoya tu centro, que es tu medio de control y la mejor defensa de tus intereses. Pedimos a los transportistas de otras provincias que nos ayuden, potenciando la creación de centros». Unos veinte camioneros asisten. En el exterior, otros cuatrocientos esperan que se les asigne un viaje por turno.

José Wasmer está decidido a contar a los periódicos las razones del pasquín. Los demás aprueban su decisión: «Para conseguir un viaje hay que ir de esquina en esquina: Legazpi, en Madrid; la estación de Córdoba, en Sevilla; San Mamés, en Bilbao, o la estación de Francia, en Barcelona. De esquina en esquina, digo, mendigando los viajes. En alguna de ellas nos encontramos al chorizo, que es una especie de recadero de las agencias. Ofrece un viaje a bajo precio o, dicho de otro modo, al margen de las tarifas legales. Si aceptas, tienes que agradecerle el favor dándole de 2.000 o 4.000 pesetas. Entonces te lleva a la agencia, donde recibes la orden de carga, trabajo por el que se nos quedan con el 15% de nuestro dinero. Si de Barcelona a Madrid hay que cobrar un mínimo de 2.380 pesetas por tonelada, te ofrecen 1.500 a cobrar en destino. A la llegada solemos recibir un cheque. A veces, sin fondos. Quiere decirse que los beneficios no permiten reponer ruedas, que valen más de 33.000 pesetas, ni otros elementos esenciales de nuestro equipo. Si queremos vivir, tenemos que aceptar trabajos insoportables para un organismo humano: para comer, hemos de quedarnos sin dormir». Miguel Angel López recuerda los cuatro accidentes. Más de cuatrocientos camioneros se agitan en el exterior con su número de orden. Alguien ha empezado a despegar los pasquines de las esquinas próximas. En Legazpi se respira un aire violento. Miguel Angel vuelve a hincharse bajo su camisa de franela.

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