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Tribuna
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De la estrategia al riesgo

Soledad Gallego-Díaz

El 12 de diciembre de 1979, la Alianza Atlántica, bajo la presión simultánea del rearme soviético y de la nueva estrategia nuclear norteamericana, adoptó una decisión de enorme importancia para Europa: la producción e instalación en suelo europeo de 572 misiles capaces de llegar, con carga nuclear, a la Unión Soviética. El papel de Europa en un eventual conflicto nuclear quedaba sustancialmente modificado: desde los Urales al Mediterráneo es ahora un auténtico teatro para una guerra nuclear limitada.La decisión aliada implicaba un cambio tan importante de la estrategia de la OTAN que los miembros europeos de la Alianza intentaron, al mismo tiempo, forzar una negociación entre Estados Unidos y la URSS para la limitación de este tipo de armamento atómico. Han pasado casi dos años, el riesgo de un conflicto nuclear en Europa, al menos sobre el papel, se ha incrementado; la URSS ha invadido Afganistán; la OTAN se encuentra sumida en una de sus crisis más serias, amortiguada de momento por la promesa de Washington de establecer contactos con Moscú antes de fin de año; los movimientos pacifistas conocen un crecimiento sin precedentes desde la guerra fría y Occidente y los países del Este, pese a la duracrisis económica que soportan, se han lanzado de lleno a una nueva carrera de armamentos.

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El proceso por el que se llega a la situación actual podría resumirse, en líneas generales, del siguiente modo: desde 1963, en que Estados Unidos retiró sus misiles Thorn y Júpiter de Gran Bretaña, Italia y Turquía, por considerarlos "muy vulnerables" y nada eficaces, la defensa nuclear de Europa ha estado confiada a las fuerzas nucleares instaladas en Estados Unidos (estratégicas), a los submarinos y aviones norteamericanos y a unnúmero determinado de armas nucleares instaladas en Europa, pero consideradas tácticas, es decir, destinadas, por sus características técnicas, a ser utilizadas en el campo de batalla y no a servir como fuerza de disuasión ni a hacer blanco en territorio soviético.

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Cualquier hipotético ataque nuclear de la Unión Soviética a Europa occidental hubiera provocado la inmediata respuesta de Estados Unidos -que utilizaría su armamento estratégico, es decir, intercontinental- y, consecuentemente, el suicidio de lasdos grandes superpotencias. La URSS arriesgaba su propio territorio en un ataque semejante, al igual que Estados Unidos arriesgaba el suyo en la respuesta.

Para evitar una loca carrera de armamentos nucleares estratégicos, completamente disparatadas, desde el momento en que los dos monstruos poseían ya armas suficientes para destruirse varias veces -y existen ya de 50.000 a 60.000 cabezas nucleares, con una potencia superior a dos millones de bombas de Hiroshima-, la URSS y Estados Unidos firmaron en mayo de 1972 el Tratado sobre Limitación de Armas Estratégicas (SALT I), que fue considerado como un elemento esencial de la política de distensión. La prueba evidente

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de la voluntad pacífica de Washington y Moscú era su compromiso de no rodear sus grandes ciudades de sistemas defensivos: Leningrado y Nueva York eran rehenes de la distensión.

Según muchos expertos, tanto las SALT I como las II, que no han sido ratificadas por el Senado norteamericano, concentraron la atención de las dos superpotencias en el armamento táctico y convencional. La Unión Soviética, siempre según los expertos occidentales, ha realizado en los últimos años progresos enormes, tanto en un campo como en el otro. En 1974 se detecta la existencia de los llamados Blackfire, bombardero de la serie Tupolev (lleva el número 16), que es una bomba capaz de volar a muy baja altitud, luego difícilmente interceptable, y, poco después, los famosísimos SS-20, misiles móviles lanzados desde tierra, con tres cabezas nucleares independientes, de 150 kilotones cada una, capaces de alcanzar con bastante precisión un objetivo a 4.000 o 5.000 kilómetros.

Son, sin embargo, armamentos tácticos, puesto que no llegan a territorio norteamericano.

Las primeras llamadas de atención sobre el rearme soviético proceden, curiosamente, no de Estados Unidos, sino del canciller de la República Federal de Alemania (RFA), Helmut Schmidt. Pese a que el secretario de Estado, Cyrus Vance, afirmó en 1977 que conocía la "inquietud europea", pero que los sistemas nucleares ya existentes, incluidos los Polaris, hacían innecesarias nuevas armas, la actitud de Schmidt respondía, como luego se verá, a un excelente conocimiento de las nuevas corrientes que existían en Norteamérica para la modificación de la estrategia nuclear.

En mayo de 1977, el Consejo Atlántico aprobó una propuesta norteamericana para elaborar un programa de defensa a largo plazo. El plan recibió el visto bueno un año más tarde e incluía diez sectores a mejorar, entre ellos la modernización de las fuerzas nucleares de teatro. En noviembre de 1979, los ministros de Defensa aprobaron la fabricación y despliegue de 572 euromisiles, Pershing-2 y Cruise, con cabeza nuclear, altísima precisión y alcance suficiente como para llegar más allá de Siberia. Cinco países (RFA, el Reino Unido, Italia, Holanda y Bélgica) serían los encargados de recibir los misilesnorteamericanos, pero se trataba de una decisión aliada que compromete a todos los países miembros y cuyo coste pagarán todos y cada uno de ellos. En diciembre del mismo año, en una sesión conjunta celebrada en Bruselas, los ministros de Asuntos Exteriores y de Defensa dieron la luz verde definitiva. La sesión no fue, ni mucho menos, placentera. Bélgica y los Países Bajos, que habían tenido que hacer frente a una dura reacción interna, exigieron moratorias antes de aceptar la instalación de los misiles en su propio territorio. Tanto la RFA como Italia anunciaron desde el primer momento que renunciarían a la doble llave, es decir, a la posibilidad de decidir sobre el uso de los misiles a ellas confiados. Los euromisiles quedarían bajo el exclusivo mando estadounidense: de alguna forma, unos y otros intentaban comprometer a Estados Unidos.

En la actualidad, el programa de fabricación de los euromisiles continúa en marcha -su instalación está prevista para 1983-, pero tanto Holanda como Bélgica continúan sin dar su autorización para instalarlos en su territorio, a la espera -afirman- de conocer cómo se desarrollan las negociaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética para la limitación y control de este tipo de armamento nuclear. La RFA, que acogió con satisfacción los primeros contactos Washington-Moscú, puramente de tanteo, en Ginebra (17 de octubre a 17 de noviembre de 1980), ha ejercido toda la presión posible para que la nueva Administración Reagan, poco propicia a ello, reemprenda el diálogo con los dirigentes soviéticos. Schmidt llegó a amenazar el pasado mes de mayo con una revisión del acuerdo de 1979: "Quien ponga en duda la decisión de negociar", advirtió Schmidt, "pone en duda la decisión de modernizar las TNF, y viceversa". El canciller de la RFA hace frente, con serias dificultades, a la contestación interna, que encuentra apoyo, incluso, en la Iglesia protestante y en la católica.

Mientras tanto, Moscú, que reaccionó inicialmente con una negativa absoluta a negociar si se aprobaba la, fabricación de los euromisiles, ha modificado su actitud y acepta entablar negociaciones, aunque propone la inclusión no sólo de los SS-20 contra Cruise y Pershing, sino también la de los restantes sistemas nucleares norteamericanos instalados en Europa, a lo que seoponen los técnicos estadounidenses. Breznev, que intenta aprovechar en lo posible el crecimiento de los movimientos pacifistas, ha lanzado la idea de una moratoria que no ha encontrado eco en la OTAN, porque, según palabras de su secretario general, Joseph Luns, supondría "congelar lo que ellos ya tienen y lo que nosotros todavía no tenemos".

La nueva Administración norteamericana, por su parte, no se muestra en absoluto dispuesta a acelerar los trámites para las conversaciones. Los expertos estiman que Washington esperará antes a tener en marcha su nuevo programa de armamento, votado y aprobado por el Senado, y aun en el caso de que, presionados por los europeos y para ayudarles a superar las críticas internas, acepte la apertura de las mismas, la posibilidad de llegar a un acuerdo para limitación de los euromisiles y SS-20 (que no a su completa eliminación, que nadie sueña) son muy escasas. El programa supone, aproximadamente, 500.000 millones de pesetas, a cargo, fundamentalmente, de los norteamericanos, pero también a beneficio de sus propios lobbys de la industria armamentista

Potenciales bélicos

Saber si existe o no, realmente, un desequilibrio entre las fuerzas de la Alianza Atlántica y del Pacto de Varsovia que exija esa nueva carrera de armamentos y la modernización del armamento nuclear instalado en Europa es prácticamente una tarea imposible. La manipulación de los datos al respecto es el plan de cada día. Los libros blancos de defensa editados por los diferentes países miembros de la OTAN (los del Pacto de Varsovia ni los editan) muestran diferencias tan notables que sólo se pueden justificar si responden a una deliberada política de confusión. Baste una simple comparación. Según la RFA, la OTAN posee 386 TNF; para Bélgica, la cifra se reduce a 226, mientras que el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos, de Londres, afirma que son 1.512 (contra 5.330 para el Pacto de Varsovia), y el SIPRI Yearbook 1981, editado por el Instituto Internacional para la Paz, de Estocolmo, señala que son 619 (contra 1.048). Prácticamente todos los expertos independientes remarcan, además, que a la hora de contabilizar los SS-20 soviéticos hay que tener en cuenta el tanto por ciento del total (para algunos, un 20% ), que debe estar situado en la frontera con China y no con Europa occidental. Tampoco sirven de mucho las comparaciones sobre el incremento de los presupuestos militares de la URSS y el Pacto de Varsovia y de Estados Unidos y la OTAN. Según los expertos de la Central de Inteligencia Norteamericana (CIA), la Unión Soviética incrementa su presupuesto militar en un 3% anual, por encima de la inflación, mientras que la OTAN habla del 4% al 5%. El Instituto de Estudios Estratégicos de Londres calcula que la URSS gastó en 1979 de 124.000 a 165.000 millones de dólares, mientras que Estados Unidos se quedó en 114.000 millones. La comparación es, sin embargo, imposible, estiman algunos expertos, porque los parámetros económicos son distintos. Tampoco habría que olvidar que Estados Unidos no sufraga más del 60% de los gastos de la OTAN, mientras que la URSS paga más del 90% de los gastos del Pacto. En el capítulo de fuerzas estratégicas, parece que no existen muchas dudas: Harold Brown, secretario de Defensa norteamericano, dijo en enero de 1980 que "podemos afirmar, con toda confianza, que existe un estado de disuasión mutua". Más desparejas están las cosas en cuanto a fuerzas convencionales: el Pacto posee 19.500 carros de combate contra 7.000 aliados (según el IISS), pero, en contra, la OTAN posee del orden de 193.000 sistemas anticarro, mientras que el Pacto sólo tendría 68.000.

De cualquier forma, parece claro que el equilibrio nuclear se ha mantenido hasta ahora porque entraban siempre en juego las fuerzas nucleares estratégicas, tanto soviéticas como norteamericanas. Los SS-20 soviéticos apuntando contra Europa son una amenaza evidente, pero quedarían neutralizados -sobre el papel- si Moscú tuviera el convencimiento de que su uso contra los aliados de Estados Unidos significaría su propio suicidio porque acarrearía la respuesta estratégica de Washington. Lo que intuyó Scmidt en 1977 es que la filosofía norteamericana sobre el uso de su fuerza de disuasión iba a cambiar, como consecuencia (y no al contrario) de la asombrosa sofisticación del armamento nuclear a que han llegado los científicos. Hasta casi los años 70 ha venido funcionando la Mutual Assured Destrucion, pero desde finales de los 60 se habla de la respuesta flexible, es decir, el empleo mínimo de fuerzas nucleares que permita responder a una agresión sin por ello provocar la escalada nuclear total. Esta respuesta flexible permite, sobre todo, convertir el territorio propio en santuario. Si el enemigo ataca con una determinada fuerza a un aliado, se puede responder con una fuerza equivalente a uno de sus propios aliados. La guerra limitada, de la que habló ya en 1974 el entonces ministro de Defensa de Nixon, Schlesinger, supone para algunos un mayor riesgo de conflicto porque siempre es más fácil contar los muertos extranjeros que los propios. Se habla, incluso, de nivel aceptable de víctimas para una guerra limitada con respuesta flexible. Un nivel aceptable que los técnicos sitúan entre los 3 y los 22 millones de muertos. La guerra limitada no fue, sin embargo, aceptada oficialmente prácticamente hasta el año pasado. La primera señal fueron unas declaraciones del antiguo secretario de Estado Henri Kissinger, en Bruselas, en septiembre de 1979: "Es absurdo fundar la estrategia occidental sobre la credibilidad de una amenaza de suicidio nuclear. Los aliados europeos no deberían pedirnos continuamente que multipliquemos la seguridad estratégica, que no podemos dar o que si damos no podemos ejecutar, porque arriesgamos la destrucción de la civilización". La traducción práctica de esta nueva filosofía (Estados Unidos puede no arriesgar su territorio y su destrucción para defender a los aliados) fue la conocida "Directiva 59", aprobada por el presidente Carter. Ante la amenaza del rearme soviético -que nadie puede negar- y las evidentes fisuras en el paraguas nuclear norteamericano, los aliados europeos se encontraron en una situación alarmante que sólo podía remediarse, segun Washington, con la aceptación por parte de Europa de un armamento intermedio, los euromisiles. Con los Pershing II y los Cruise un ataque soviético en Europa occidental podría encontrar respuesta adecuada en el propio territorio soviético, sin comprometer el territorio norteamericano. Sería ahora Moscú la que provocaría su suicidio total respondiendo en Norteamérica. Europa juega un papel radicalmente distinto en el que la bomba de neutrones es otro elemento, aunque no el fundamental. El gran tema son los SS-20 y los euromisiles.

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