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El bien común (II)

Hace ya años que vengo intentando vender en el campo de la problemática Ejército-Estado algunas ideas que considero serían beneficiosas para ambos y redundarían en una superior armonía de su funcionamiento coordinado.Primero, en el ámbito castrense; luego, en la tribuna pública que me presta la Prensa, he tratado, con aparente escasa fortuna, de establecer un diálogo constructivo, siempre con el temor -que supongo nos alcanza a quienes, no profesionales de la pluma, nos embarcamos en su aventura- de que el número de mis lectores civiles pudiese contarse con los dedos de una mano.

Por eso no puede resultarme sino altamente gratificante el artículo que ha escrito Enrique Múgica, dedicado en buena parte a criticar el mío publicado hace poco en EL PAIS, por cuanto demuestra que al menos fue cumplidamente leído por persona que, en razón a sus cargos de diputado y miembro de la Comisión de Defensa del Congreso, era un destinatario potencial de mis propuestas.

Es cierto que su crítica no es precisamente favorable, ya que rechaza de plano los puntos esenciales que yo propugnaba. Pero principio requieren las cosas y no todas las primeras piedras tienen por qué venir acompañadas de cintas ni ser colocadas con paleta de plata; únicamente requieren ser continuadas por otras ordenadamente colocadas, cual este acuse de recibo que ahora hago a mi crítico.

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Como ejemplo,de peso en que apoyar su rechazo narra el señor Múgica sus recientes entrevistas en Estados Unidos con el senador Tower Y el almirante Train, de las cuales deduce gratuitamente que a los altos mandos americanos les sonarían extrañas las nalabras en que yo concretaba mis sugerencias.

Me voy a permitir discrepar seriamente de tan apresurada deducción nor tres razones no despreciables:

a) Sabe mucho mejor que yo nuestro diputado que las paíabras y discursos protocolarios con que se obsequia a los visitantes oficiales extranjeros recuerdan muchas veces auuella advertencia clásica de tantas películas: "... cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia"; incredulidad que hubiese paliado la amarga decepción de tantos españoles cándidos ante las posturas, bien recientes, de dirigentes extranjeros que tanto decían apreciarnos.

b) Aunque no he disfrutado personalmente de los beneficios de dicha visita, séame permitido recordar modestamente que mis dos años largos de convivencia profesional, día a día, con docenas de jefes y oficiales norteamericanos me permiten c9nocer algo su pensar y su sentir.

c) Dudo mucho que el almirante Train, a quien por razón de su

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alta jerarquía supongo interesa do en la literatura de su país sobre temas militares, pudieran sonarle extrañas aquellas palabras mías, que no hacían sino compendiar lo escrito por profesores y sociólogos norteamericanos de reconocido prestigio internacional: "Las tradicionales ideas de deber, honor, orden y disciplina constituyen la mayor seguridad del Ejército contra aventuras políticas; una democracia sabia debe permitir a los militares cierta plataforma de opinión" (l); "El profesionalismo militar en esta era tecnológica implica para sus mandos un nuevo intelectualismo que produce una capacidad crítica, y una de sus consecuencias previsibles será el rechazo hacia la dirección política de la milicia y el dogma democrático de la supremacía política" (2), y "El problema verdadero sigue siendo el ideológico de la mentalidad civil que trata de imponer soluciones liberales a los problemas militares iguales a las aplicadas en lo civil" (3).

Creo que, tras esta aclaración, queda claro que mis sugerencias de ayer para un mejor entendimiento cívico-militar no podrán ser tachadas por ningún pusilánime como un intento particular de desestabilizar (según tópico al uso). Sino más propiamente como una propuesta progresista (en el mejor sentido de la palabra) que pretende asentar las relaciones Estado-Ejército no bajo el prisma de recelos y desconfianzas centenario en las democracias (un conservadurismo bien evidente), sino acordes con la legítima ambición de alcanzar aquel bien común en la libertad que se nutre prioritariamente de la confianza y comprensión mutuas entre el Estado y sus instituciones básicas, según recordé en mi primer artículo.

Que el señor Múgica declare recelar de mi pretensión es ciertamente decisión que a él corresponde en uso de su libertad, pero que cual un representante de la soberanía popular rechace el debate con parte de ese pueblo (él mismo nos recalca que representa también al sector militar) es algo que no acabo de entender. Y tendrá que asumir su cuota de participación en lo que denuncia,ba hace días un prestigioso periodista madríleño con sagacidad de futuro: "Durante dos siglos hemos sometido al Ejército a una infantil ley del silencio, como si fueran monjes cenobitas..., y ahí tenéis, en plena democracia, al'único cuerpo profesional que no puede decirle a la sociedad lo que piensa". Si una titulada ley de Autonomía Un¡versitaria fue presentaqa y aceptada a trámite en la Cámara Legislativa, ¿qué hay de recusable en que yo proponga para las Fuerzas Armadas una cierta autonomía? ¿Y no fue por ventura el propio diputado quien, en su conferencia "Política y Fuerzas Armadas" (no estoy seguro si en el Club Siglo XXI), decía textualmente: "... no estamos condenando a la milicia a convertirse en mera instrumentación de lo que el poder constitucional decida"?

Terminaba mi criticado artículo de ayer con una proclama de fe en nuestro futuro nacional. Quiero también concluir éste con la esperanza de que el buen sentido prevalezca sobre las desconfianzas y recelos que invalidan la utopía de un porvenir más feliz.

Y precisamente en aras de tal logro dejo sin contestar, deliberadamente, la pregunta que con no disimulada irritación se me hace por el señor Múgica en la última parte de su artículo. Que no quisiera romper ningún puente replicando al enojo ajeno con el propio enojo.

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