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Según el espíritu militar

Las penas impuestas a los reos no siempre han tenido un carácter y una intención estrictamente punitivos. A lo largo de la historia de la Humanidad ha habido épocas en que lajusticia procuró mostrar un talante benefactor -además de ecuánime- y en que hizo casi tanto hincapié en la posible corrección del delincuente como en su castigo. Desde hace algunos decenios se ha concentrado tanto esta actitud en aquellos reos considerados más o menos como «desequilibrados o perturbados mentales» en detrimerito de los demás, de los que supuestamente se hallan en posesión de todas sus facultades, que parece como si a estos últimos se tratara tan sólo de hacerles pagar sus fechorías y, a lo sumo, mantenerlos apartados de la sociedad contra la que, de permanecer en libertad, podrían volver a atentar. Esta postura, que si tal vez no de iure sí se da de facto, me parece una tremenda simplificación de la justicia y la condición humanas, y no estaría de más fijarse en algunos procesos que la sociedad española tiene pendientes para recapacitar sobre aquel papel enmendador -un poco añejo- con que en otros tiempos se intentó revestir a lajusticia.A este respecto, la primera y más importante consideración que hay que hacerse sobre los principales implicados en el fallído golpe de Estado del 23 de febrero es que son militares. Lo eran entonces y lo siguen siendo por el momento, y como tales van a ser juzgados, según un código propio, especial, corporativo. Y aquí se aparece la posible pertinencia de un ánimo no sólo justiciero o punitivo, sino asimismo corrector y disuasorio.

El espíritu militar -o, casi mejor dicho, el espíritu guerrero- posee, desde tiempo inmemorial, un sistema de valores muy determinado y exclusivo. No voy a entrar aquí en la cuestión de si ese sistema es o no recomendable: simplemente lo hago objeto de reflexión en tanto que su existencia es un hecho y que aún pervive. Y no puede decirse que el espíritu militar, tradicionalmente, haya tenido gran estima por una serie de virtudes que la Iglesia, por ejemplo -y por citar otra institución-, sí ha predicado con insistencia y fervor (también con sinceridad unas veces, las más con hipocresía): a saber, la mansedumbre, la paciencia, la tolerancia, la duda, la benevolencia, el perdón. No, las virtudes que el espíritu militar más ha apreciado han sido el arrojo, la disciplina, la entereza, la decisión, el sacrificio, la obediencia, la severidad, la responsabilidad.

En un sistema de jerarquías, la responsabilidad no puede por menos de ser -tal vez junto con la lealtad- uno de los valores más constantes e irrenunciables. Todo militar, por ello mismo, sabe a la perfección cuáles son sus obligaciones; y de manera no menos perfecta sabe también el código que infringe al faltar a ellas, así como las consecuencias que se derivan de esa infracción. Pues bien, no sólo tengo para mí que todo auténtico militar, buen sabedor de lo anterior, acatará el fallo que contra él se dicte si es, en efecto, considerado culpable de un delito, sino que me atrevo a pensar que incluso lo aguardará y deseará en su fuero interno si se sabe culpable, según su ley, en la idea de que todo lo que no sea tratarle como a militar -con deberes y responsabilidades bien especificados por una legislación que le está destinada única e inequívocamente- supondrá un menosprecio de su persona y de su condición. La responsabilidad jerarquizada de los actos está tan clara para el espíritu militar, y la magnitud de las faltas es tal en su seno, que quien decida cometer una ha de saber mejor que nadie a lo que se atiene, y precisa -también más que nadie- de expiación.

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Para tal espíritu, la ausencia de expiación puede llevar, más que a una gratitud por la indulgencia o benignidad de los jueces, al máximo desprecio hacia éstos por parte de los propios inculpados, que quizá vean en ello más una

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afrenta que una voluntad de conciliación o de «dar otra opor tunidad». En los procesos a militares es donde tal vez sí puede hacer acto de presencia -y eficazmente- el casi perdido ánimo corrector de la justicia. Y cualquier lenidad, cualquier connivencia para con los acusados irá, en tale! casos, reñida con ese áni mo. Supondrá, en consecuencia alentar el desprecio y la altanería. Y no disuadirá. Por ello es preo cupante -aún más que indig nante- que los implicados en el fallido golpe de Estado del 23 de febrero estén gozando, según parece, de un trato versallesco y que ya se alcen voces que los prejuz gan con indulgencia en clara contravención con el espíritu de su cuerpo. Pues esos militares, aunque no juzgados todavía, sa ben bien que, si de acuerdo con su propio sistema de valores un muchacho de dieciocho años puede estar en un calabozo por llevar una bota mal atada o un botón desabrochado, el trato que ellos merecen dista mucho de ser el que de hecho están recibiendo. Y eso mismo será contraproducente a la hora de buscar la enmienda: sólo suscitará, como antes dije, desprecio hacia quien dispensa o consiente ese trato. Contra nada se lucha tan encarnizadamente como contra lo que se detesta, pero contra nada tan despiadada, implacable e inmisericordemente como contra lo que se desprecia.

Hace unas semanas, Adolfo Suárez contó a la Prensa que, en un momento dado de la noche del 23 al 24 de febrero, estando ya aislado de sus compañeros, Tejero entró en el cuarto a que estaba confinado y le encañonó con su pistola; y que entonces el todavía presidente le gritó: «¡Cuádrese! », ante lo que el teniente coronel, desconcertado, dio media vuelta y salió de la habitación. Frente a quienes puedan pensar que la anécdota es quizá inventada, tengo que decir que nada me resulta tan fácil como aceptar su verosimilitud. Es indudable que, en aquel momento, entre los sentimientos de Tejero, lo que nunca pudo caber -si ese teniente coronel no ha abdicado de su espíritu militar- es el desprecio. Es más, quién sabe si en aquel instante no asomó en su corazón respeto por cuanto hasta entonces había estado vejando, maltratando y humillando tan irrespetuosamente.

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