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José María Moreno Galván: un ejemplo de solidaridad

Es para mí imposible, aunque lo desease, hablar de José María Moreno Galván con la distancia que la objetividad dice exigir. Mi relación con él fue una relación personal; personal fue la lectura de sus libros y artículos; personales las discusiones que en diversas ocasiones mantuvimos.Conocí a José María Moreno Galván en los últimos años de la década de los cincuenta. Era, creo, un momento importante del arte español. La polémica entre las diversas posiciones era más intensa que nunca, y el debate se llevaba a cabo tanto teórica como prácticamente. También, ¿por qué no decirlo? ideológicamente. El informalismo español triunfaba en Venecia, pero ésta no era la única orientación que reclamaba su vigencia: las posiciones analíticas del Equipo 57, posteriormente desarrolladas en el normativismo que alentó Vicente Aguilera Cerni, las del realismo, ejemplificadas, en Estampa popular, se la disputaban. Y eran momentos importantes no, sólo para la pintura, sino para la cultura y la política españolas. El cambio de orientación política del franquismo, con el advenimiento del Opus, el plan de estabilización, las huelgas y la consolidación del movimiento obrero, abrían expectativas que hasta entonces habían sido muy débiles.

Posiciones dispares

Es fue el marco en que conocí a Moreno Galván. Mis últimas conversaciones con él tuvieron lugar muchos años después, con motivo de las polémicas motivadas por la participación española en la Bienal de Venecia de 1976, de cuyo comité organizador yo formaba parte. No he de ocultar que estas conversaciones fueron vidriosas y que nuestras posiciones eran muy dispares.Entre una y otra fechan han pasado muchos años y muchas cosas en el arte español. En buena parte de ellas intervino José María Moreno Galván, y difícilmente podrían explicarse sin su Presencia. Moreno no era un erudito, ni nunca pretendió serlo -«Quien trabaja como yo, sin fichas, sin orden, en la más paradisíaca de las anarquías, no puede citar sin miedo a la impertinencia»-. A pesar de ello escribió tres libros que son de obligada consulta para quien pretenda comprender la evolución de nuestro arte y, con él, de nuestra cultura reciente, pues una de sus más singulares características es que siempre supo ver la actividad artística en su entorno, siempre valoró en justa medida la proyección cultural e histórica de las imágenes que veía, ante las que se entusiasmaba.

Sus obras

El primero de los libros de Moreno se titulaba Introducción a la pintura española actual, y fue publicado en 1960 por, paradójicamente, la Editora Nacional. Era el primer intento de ofrecer un panorama vertebrado de la vanguardia a partir de la ruptura que supuso la guerra civil. El segundo, de carácter más teórico, llevaba un título sugestivo, expresivo de la situación por la que en aquellos años atravesábamos: Autocrítica del arte. Aunque apareció editado en 1965, había sido escrito bastante antes y la advertencia preliminar está firmada en octubre de 1963. El libro tuvo su origen en una serie de artículos que, con el título genérico Epístola moral, aparecieron en la revista Artes, que por entonces iniciaba sus pasos, dirigida por Isabel Cajide y Belén Landáburu. La Epístola moral de Moreno era una «carta a los artistas de la última promoción», carta que suscitó respuestas, debate, y que se fue tejiendo al hilo de los acontecimientos: un sermón ético, como, con zumbona ironía machadiana, la denominó Moreno. Sermón ético que fue, a mi juicio, la más interesante reflexión que sobre la vanguardia se llevó a cabo en esos años en España.Pero fracasará quien busque en sus páginas información sobre la vanguardia española. Los nombres españoles que sus páginas citan son muy pocos. Sin embargo, el libro no se entiende si no es escrito en España y en aquella fecha. En su prólogo, Moreno dice que desea hablar del «comportamiento civil del arte», del arte visto como una «síntesis significativa del mundo social e histórico». Y en todas sus páginas -contra lo que pudieran pensar algunos modernos escépticos al leer estas afirmaciones- habla de arte, de imágenes y, por ello, al hablar, tensamente, de las imágenes, habla también de ideas... y de placeres: el placer de ver, de ver pintura, de paladearla, que Moreno tuvo como ningún otro. En todas sus páginas late una serena tensión que enriquece sus juicios y que, creo, enriquecía la vida artística y cultural de la España de aquellos años. Por eso, nada más lejos de Moreno Galván que el dogmatismo.

Solidaridad

Y si él se ocupó del «comportamiento civil del arte» -y a mí me hubiera gustado que escribiera / reescribiera, años después, su Epístola moral-, hay que recordar también su comportamiento civil. José María Moreno Galván fue un hombre sano, moralmente sano, que nunca ocultó sus convicciones políticas y civiles, pero que tampoco hizo bandera o estandarte de ellas. Por no ocultarlas se vio en situaciones difíciles -Baeza, el homenaje a Picasso...-, y recibió la solidaridad que, no habiéndola buscado, se merecía naturalmente. Recuerdo ahora el simbólico encierro en el Museo del Prado, en la rotonda de Goya -hoy no podríamos hacerlo, está cerrada-, para pedir su libertad.No era, como dijo despectivamente un ministro de Información del franquismo, un habitual firmante de cartas -«esos intelectuales de firma...»-, no fue ese su oficio, pero firmaba las que fueran necesarias, prolongando así, naturalmente, sus convicciones y su actividad diaria. Muchas veces sabía que no alcanzaría su destino, que las peticiones nunca serían contestadas, pero era su obligación -y la nuestra-, es su obligación, y la nuestra, estar ahí, encima, dar la lata, recordar la existencia de los principios...; que el poder, cualquiera que sea, no se encuentre solo, que llegue a tener, así, la añoranza de la justicia y de la libertad.

Con José María Moreno Galván se ha ido, también ya, la nostalgia de lo perdido.

Valeriano Bozal es crítico de arte y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid.

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