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Reportaje:30.000 millones de inversión en seguridad bancaria: un probable fracaso

Cada 56 minutos se comete un atraco a un banco

Para algunos de los más pesimistas jefes de seguridad de los bancos, la evidencia del aumento de los delitos armados fue simplemente la demostración de un fracaso. El fracaso de la campaña.

La campaña había comenzado unos años antes, cuando Rodolfo Martín Villa y Antonio Ibáñez Freire se sucedían en el departamento de Interior y, después de cada uno de los grandes atracos de entonces, la banca privada tenía que soportar acusaciones más o menos directas de imprevisión. Por lo visto, España estaba padeciendo el regreso de Jesse James, los Dalton y Luis Candelas, y los viejos poderes de la escopeta recortada parecían ser tan eficaces ante los furgones de hoy como ante las diligencias de antaño. Dadas las circunstancias, había que americanizarse en todo. Por cierto, ¿no apartaban los banqueros americanos grandes sumas de sus presupuestos para dotar a las oficinas de alarmas y otros artificios capaces de disuadir a los asaltantes?

Estimulada por las advertencias administrativas y las multas, la banca privada española inició un forzado plan de americanizacíón. Habría que llevar a las oficinas toda suerte de mecanismos de respuesta. Por una temporada, los beneficiarios del miedo no iban a ser los ladrones, sino los cerrajeros; astutos cerrajeros japoneses que encontraban nuevas y sublimes aplicaciones al microprocesador, fríos cerrajeros alemanes que sabían cómo camuflar las células fotoeléctricas; acreditados cerrajeros de La Unión, cuyos revólveres para vigilantes eran manufacturados en todo el mundo según diseños modernistas: culatas anatómicas, proyectiles blandos, tambores intercambiables; «Dios hizo a los hombres distintos; Samuel Colt ha conseguido igualarlos" sentenciaba en su eslogan una de las fábricas vendedoras. Los banqueros españoles decidieron enviar a sus expertos a las escuelas de High Security más acreditadas. Volvieron con planos y teorías.

"Operación fortaleza"

En el segundo semestre de 1979, los memorandos confirmaron que todas las oficinas bancarias habían sido modificadas de acuerdo a los estándares norteamericanos. El patrón previo, un local limitado por muros, medianerías y ventanas de uso normal, sufrió amplias modificaciones. Todas las puertas fueron complementadas con cerraduras de seguridad; los puntos de luz diurna, con cristales blindados, y la ventanilla de caja, con cristales antibala. Las cajas semifuertes, llamadas submostradores en argot bancario, dispondrían en adelante de sistemas de temporización o apertura retardada, capaces de imponer insostenibles plazos de espera a los atracadores, siempre obligados a actuar a toda prisa. El viejo fetiche mural de la caja fuerte fue reforzada con Ios últimos gritos: puerta protegida contra ataques químicos, térmicos y mecánicos. Un sistema homologado internacionalmente y capaz de activar la alarma general gracias a sus sensores termovelocimétricos garantizaría, por último, la inmunidad de la cámara acorazada, que había sustituido al cofre del tesoro en la mente de los nuevos piratas.

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La alarma podría activarse también desde pulsadores disimulados en algún lugar de las ventanillas y en varios otros discretos escondrijos. El mecanismo sería disparado, sin embargo, por los propios atracadores: varios de los billetes depositados en la caja están sujetos por una pinza-interruptor; al tirar de cualquiera de ellas, la pinza se libera, sus extremos entran en contacto y el impulso eléctrico, reemitido desde el gabinete o centro receptor del sistema, enciende un piloto rojo en la comisaría más próxima. Finalmente, los locales fueron provistos de un dispositivo de filmación que habría de ser accionado deliberadamente por los empleados o indeliberadamente por los atracadores. Desde mediados de 1979, los bancos españoles eran, en teoría, una fortaleza dividida en sucursales. Según los contables había costado unos 30.000 millones de pesetas. Faltaba esperar resultados.

El asalto y sus códigos

Como si recibiesen órdenes de un estado mayor clandestino, los asaltantes comenzaron a atacar con mayor frecuencia y, aparentemente, con más resolución. Se presentaron 950 veces de enero a octubre de 1979, y 1.671 de enero a octubre de 1980. Parecían multiplicarse en espiral. El mercado negro reponía sus arsenales con una exacta regularidad: escopetas finamente recortadas, modernas pistolas extraplanas, frescas y brillantes como flores negras de los bajos fondos, viejos revólveres procedentes de lugares indeterminados de la historia y de los desvanes; puñales de hoja larga, cuchillos de monte y otras herramientas llegadas desde la ferretería.

Los viernes se revelaron como el día favorito de las bandas; el 25 de abril y el 31 de octubre fueron fechas récord en las agendas de los estadísticos: dieciséis asaltos en las horas de jornada laboral o, mejor dicho, un atraco cada veintidós minutos, con lo que se superaba ampliamente la media diaria de 1,07 por hora. Paralelamente, se insinuaban los códigos y los ritos de los criminales: al parecer, eludían asaltar en día 13, recelaban de los martes, lunes y sábados, y preferían los viernes a primera hora. El 13 de agosto, los archiveros se limitaron a sonreír cuando comprobaron que había sido perpetrado un solo atraco en toda España y que, por tanto, estaban ante el mínimo diario del año. De todas maneras, no podían permitirse el optimismo: si se tomaba el año 1976 como referencia, el número global de ataques se había multiplicado por doce. iPor doce!

Pero el descubrimiento estadístico tal vez más impensable fue la falta de conexión entre las gráficas de aumento del paro y la del número de delitos armados. Trabajo para los sociólogos, sin duda.

Un urgente análisis de métodos ofreció varios perfiles de personalidad de los atracadores a los flamantes equipos de seguridad de los bancos. Parecía claro que se agrupaban, según grados de preparación del asalto y conductas ante la caja del banco, en tres clases al menos: o eran virtuosos, o eran aficionados o eran drogadictos.

Un día antes del atraco, o aun varios días antes, los virtuosos hacen un detenido estudio del escenario. Seleccionan oficinas situadas en calles de fácil salida y circulación en doble sentido, en las que sea fácil trabar un plan de huida, improvisar un giro en automóvil o elegir a última hora una calleja lateral para enlazar con otra vía de escape. Entre dos opciones, siempre escogen los locales atendidos por un menor número de empleados. Una vez fijado el objetivo, anotan cuidadosamente los períodos de menor afluencia de público, los de llegada de furgones blindados con partidas de dinero y, por fin, la topografía de la sucursal. El diseño del patio de operaciones y la disposición de la ventanilla de caja, la cámara acorazada, las grandes macetas ornamentales y otros obstáculos capaces de garantizar una cierta invisibilidad desde el exterior son minuciosamente señalados en un croquis. El día elegido, a las 9.30 horas, muy pronto aún para los clientes y demasiado tarde para los vigilantes armados del furgón que acaba de pasar, un automóvil común, robado hace unos minutos y falto de adornos llamativos, se detiene en la esquina y ocupa una ventajosa posición para una salida rápida. De él descienden dos hombres que llevan bolsas de plástico bajo el brazo. Un tercero aguarda al volante.

Objetivo: no disparar

Los dos virtuosos entran despacio en la oficina. Una vez cerrada la puerta, el número uno extrae de la bolsa una escopeta recortada. Encañona a los empleados. Luego dice, sin forzar la voz: «Esto es un atraco; que no se mueva nadie y no pasará nada». El número dos despliega su bolsa, de mayor tamaño, empuña el revólver y refuerza con un gesto la frase del número uno. Se trata de hablar poco, de hacer pocos movimientos y, en resumen, de evitar que los empleados puedan ponerse nerviosos por simpatía. Si alguno pulsa la alarma o hay que disparar, surgirán dos complicaciones: la pérdida del dominio de la situación y el tiroteo, y los jueces acostumbran a ser muy duros ante cargos de muerte o lesiones graves. No importará demasiado esperar a que termine el plazo de retardo para la apertura de la caja, a condición de que pueda mantenerse el control. El número uno ordena que todos se arrojen al suelo, salvo el cajero, y, sin ademanes violentos, el número dos va guardando el dinero en la bolsa grande. Seguidamente hace una señal de fin de operación. El número uno pide los carnés de identidad, simula mirarlos con atención y hace una última advertencía: «Los que se muevan antes de dos minutos, pueden darse por muertos; ahora sabemos quiénes son y dónde viven». Vuelven suavemente a la calle. El automóvil sigue en marcha. Detrás del parabrisas, el conductor mira el reloj. «Dos minutos y dos hombres ... ». Esta vez no han tomado rehenes. Mejor.

Los aficionados son directos, rudimentarios y agresivos. En apariencia tienen los mismos planes que su colegas profesionales, pero casi nunca reconocen el terreno antes del golpe ni prestan atención a los horarios. Y son propensos a la violencia: una vacilación del cajero o el estremecimiento de un empleado inician inevitablemente una refriega. Para la mayoría de las bandas, el descubrimiento de los sistemas de retardo es una nueva experiencia. Su última decisión suele ser la de recaudar los pocos billetes asequibles, saltar el pestillo de algún cajón de archivo y, antes de salir corriendo, pedir a empleados y clientes los relojes, bolsos y pendientes. Casi siempre ganan la calle a empujones y culatazos. Allí suele esperarles la policía, que ha recibido la señal de alarma del pinzabilletes.

La carga de los drogadictos es, casi, una escena onírica. Han tomado sus últimas dosis hace una hora y en lo alto de la cresta van en busca de plata para las próximas. Sus arsenales son irregulares, contradictorios: acaso una recortada, una pistola detonadora y un cuchillo de cocina o un destornillador. Sus órdenes son extrañas, a veces incomprensibles. En ellas siguen pautas de libro psiquiátrico: frases grandilocuentes, absurdas mezclas de compasión, locura y amenazas. Atacan tanto al que obedece como al que se resiste, siempre están a un solo paso de la situación límite. Pueden asesinar indiscriminadamente al vigilante, al compañero yonqui o a la lámpara de escritorio, o volarse los sesos en una contracción en falso. Si el atraco fracasa, el mal menor es pasar el mono o sindrome de abstinencia, que dicen los no iniciados, en el calabozo, tratando de entender que los barrotes son barrotes y sintiendo el dolor en cada célula, un dolor unánime que no termina nunca de recorrer la piel.

"Fortaleza b", la última esperanza

Manuel de la Pascua, uno de los jefes de Departamento de Seguridad que participaron en la reunión de diciembre, hizo una crítica de los ingenios que han convertido a las sucursales, mitad en bunkers, mitad en clínicas del doctor Mabuse; de los dispositivos de filmación, los subinostradores de apertura retardada, e incluso el agradecido pinzabilletes, antes de exponer las nuevas tendencias. Al parecer, el futuro es «la instalación de puertas con portero electrónico; en los accesos-esclusa, de apertura y cierre automáticos; en los detectores de metales; en las cámaras de filmación silenciosa; en el blindaje total de mostradores, con separación entre público y empleados; en los sistemas de alarma basados en la omisión y no en movimientos sospechosos; en la mayor fluidez del traslado de fondos, y en un sistema ultrarrápido de transmisión de alarmas, directamente conectado a centros operativos y eficaces de las Fuerzas de Orden Público. «Con ello parecía reconocer que, por ahora, los hermanos Dalton de aquí están ganando la batalla a los banqueros. Están ganando la campaña. Corrigió la posición de su gafas y terminó su conferencia con una velada declaración de propósitos: «Hemos ensayado casi todo, ¿no habrá llegado la hora de ensayar la verdad?»

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