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Reportaje:

José María Díez Alegría: "La religión no puede atentar contra la libertad"

José María Díez Alegría, 69 años, jubilado, vive en Vallecas y su estancia en el barrio madrileño tiene que ver con un libro editado hace ocho años, Yo creo en la esperanza. Por aquella publicación le despidieron de la Universidad Gregoriana y los jesuitas le desligaron de la pertenencia a la Compañía de Jesús. Entonces vino a Vallecas, donde pasea su libertad al tiempo que ayuda en la parroquia del Pozo del Tío Raimundo. Ahora está esperando la aparición inminente de Rebajas teológicas de otoño. Ante las posibles reacciones responde tranquilamente: «Yo soy libre y nada de lo que puedan hacer me causará trauma alguno».

Cuenta el autor la reacción de un maestro alemán que, al calor de una sobremesa, exclamaba: «¡Qué suerte tienen los que no son católicos, porque a ellos les basta con seguir su conciencia, mientras que nosotros estamos tremendamente atados!». Todo el libro es un grito contra esa falta de libertad que Díez Alegría entiende como un secuestro porque forma parte de su interpretación del cristianismo. Tras sus huellas parte el autor provisto de dos armas. Una tan clásica como la escolástica y la Biblia, la otra, mucho menos frecuente, es el humor. Con el humor y el clasicismo doctrinal este hombre de 69 años, jubilado, que vive sin compromisos en Vallecas, con el aire feliz de un clochard rey, hace balance de lo que es importante y no tan importante en el complicado negocio de Dios. Si en el ocaso de la temporada hay rebajas es porque durante los tiempos fuertes de la temporada se ha abusado de los precios.Lo importante es descubrir que «a cada uno de los cristianos le toca reconquistar personal y responsablemente su libertad », adelanta el autor. Para él, como para la mayoría de los ciudadanos marcados por el catolicismo, la represión religiosa se ha ejercido desde la autoridad de la institución y desde la doctrina moral. De eso trata el libro.El primitivo flamenco Van Eyck tuvo la ocurrencia de pintar a Dios tocado con la tiara papal. La pintura sanciona artísticamente la irresistible ascensión de Pedro, que de pescador de Galilea acabó siendo Sumo Pontífice, Vicario de Cristo y como tal exigiendo, por boca de uno de ellos, «que sólo el Romano Pontífice puede usar las insignias imperiales», «que únicamente del Papa besan los pies todos los príncipes» y que «a él compete deponer a todos los emperadores». Esta promoción permite a Díez Alegría transcribir el irónico y esperpéntico dicho de que «en toda la historia de las herejías no hay una que pueda compararse con la de los papas, que se creen que ellos son Dios». Pasando del surrealismo al del análisis de los fundamentos del lugar privilegiado que ocupa el sucesor de Pedro concluye que la piedra es Cristo y que «la idea de dos piedras angulares es extravagante». Por eso hace esta recomendación: «Si el Papa manda demasiado, podemos permitirnos los cristianos la licencia de no obedecerle en todo».

Referencias al Santo Oficio

No podía faltar, en la crítica de las instituciones autoritarias, la referencia al Santo Oficio, que todavía sobrevive bajo el eufemismo de Secretaría para la Doctrina de la Fe. «El Santo Oficio, con sus interrogatorios fiscales y sus pretensiones de imponer al cuerpo viviente y trémulo de la fe los trajes hechos en la boutique eclesiástica, representa la mayor falta de respeto al carácter inexorablemente dialéctico de un auténtico lenguaje teológico», dice Echando mano de Chesterton, para quien la ortodoxia es un equilibrio difícil e inestable entre errores opuestos, concluye socarronamente que el Santo Oficio no logra ese equilibrio ortodoxo.El punto fuerte de la crítica al autoritarismo no puede ser otro que el espinoso tema de la infalibilidad. Confiesa que no está de acuerdo con Hans Küng, el polémico teólogo alemán, porque éste la desfigura previamente para mejor destruirla después. Díez Alegría prefiere tratar con rigor el hecho de que existan algunas pocas proposiciones infalibles. Pero, por otro lado, va mucho más lejos que Hans Küng cuando éste sustituye la infalibilidad del Papa por la «indefectibilidad de la Iglesia», es decir, por una fidelidad global de la Iglesia a la verdad de Jesucristo. Esto le parece una exageración, porque «¿de qué manga», se pregunta, «se saca la Iglesia eso de que ella es indefectible?». Del hecho de que ella eso dice de sí misma. Esto no, le parece serio y le recuerda la retórica de Don Quiiote cuando decía que «la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, con tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura». Como es habitual en el libro, detrás de estas chispeantes afirmaciones hay una paciente labor de teólogo. El estudio de los textos bíblicos que se suelen aducir para fundamentar la infalibilidad arroja el resultado de que la prometida asistencia del Espíritu Santo nada tiene que ver con una reglamentación jurídica, sino que son textos proféticos que fundan «una esperanza indestructible, pero cuyos niveles de cumplimiento quedan siempre envueltos en el misterio». ¿Qué hacer entonces con la declaración dogmática del Vaticano I? Díez Alegría se la toma en serio y acepta lo que ahí se dice, a saber, que se da la infalibilidad cuando el Papa habla «ex cathedra», cuando se trata de verdades vitales para la fe y que esa infalibilidad no es otra que la que tiene la misma Iglesia. Lo que pasa es que luego los papas se lo han interpretado demasiado a su favor. Y vuelve a citar a Chesterton, quien, queriendo tranquilizar a sus contemporáneos, les decía que para entrar en la iglesia había que quitarse el sombrero, no la cabeza. «Los papas», apostilla Diez Alegría, «quieren quitarnos la cabeza».

La imposición del celibato

El otro paquete de temas que minan la libertad del creyente es de índole moral, el celibato, el divorcio, el aborto... «Me moriré», concede Díez Alegría, «sin haber hecho el amor, pero no sin haber sentido positivamente la hospitalidad del corazón». Y esta fidelidad al celibato le permite una dura crítica de esta institución disciplinaria. «Las erróneas ideas de que el sexo es malo y de que los sacerdotes son extraterrestres están, sin duda, a la base de la descabellada institución del celibato obligatorio». Ve una relación entre el celibato y la reproducción de un mecanismo de poder que funciona en cascada y que convierte a los curas en una especie de jenízaros del antiguo sultán de Turquía. No está contra el celibato carismático, libremente aceptado, pero sí contra su obligatoriedad para quien quiera ser sacerdote. Por eso reivindica la libertad del cura a casarse, añadiendo que «los sacerdotes autosecularizados que, con buena conciencia, contraen matrimonio civil, ni pecan, ni incurren en excomunión», por más que la doctrina oficial así lo quiera.Un capítulo entero está dedicado al rollo del divorcio. Aquí no se trata del reconocido derecho del Estado moderno a crear su propia legislación cuanto a la práctica del divorcio entre los católicos. «Yo creo que en 1980 un católico puede ser partidario de la institución del divorcio civil». Reconoce que el Nuevo Testamento habla de la indisolubilidad de la unión de los cónyuges. Pero el contexto indica claramente el carácter profético del discurso, de ahí que la indisolubilidad haya que entenderla como un ideal que no admite traducción jurídica inmediata. En el mismo discurso se habla de no encolerizarse, ni echar el ojo a la mujer del prójimo, ni jurar en vano y de ofrecer la otra mejilla a quien pegue en la una. Por eso pregunta Diez Alegría a los defensores de la indisolubilidad jurídica si están dispuestos, de la misma manera, a no jurar nunca, a no defenderse, y a ceder en todos los pleitos. Ni si quiera tiene apoyo evangélico, en su opinión, la suposición de la doctrina católica que adjudica al matrimonio cristiano una indisolubilidad mayor que la del matrimonio «natural». No le parece serio tampoco que un coito dé al matrimonio-sacramento una indisolubilidad de la que carece el matrimonio «rato». No resulta, finalmente, seria la moral convencional que considera pecador público y excluida de la eucaristía a una pareja estable, si uno de ellos es divorcia do, mientras que sí pueden acercarse a comulgar los divorciados que viven «a salto de mata». Les basta pasar por confesionario.

Recuerdos a Marx de parte de Jesús

El cura de Vallecas, e n un capítulo final, se imagina un encuentro con Jesús en que éste le susurra «oye ¿qué pasa con ese Carlos de Tréveris que pone tan nerviosos a la mayoría de mis obispos?» Y el viejo cura de Vallecas le responde con una serie de textos del Marx humanista. No faltará quien le recuerde que hay otros textos y otras prácticas más discutibles. Pero a Díez Alegría no le interesa vestir de rojo a la teología. El capítulo está dominado por el recuerdo de un gran moralista alemán que en un congreso se defendía ante sus colegas, profesores católicos de moral que «frente al peligro comunista era lícito provocar la muerte atómica de la humanidad». En el otoño de este creyente no ha lugar al espíritu de cruzada, sino el sosiego de quien goza con la libertad de los demás, aunque piensen de manera distinta. No está por las fobias irracionales y valora con ternura todo lo que la historia tiene de emancipación. Por eso disfruta cuando Jesús, en ese imaginado coloquio, le comenta: «Si te encuentras con el Carlos de Tréveris no dejes de darle recuerdos de mi parte».

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