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Tribuna
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Lecciones olvidadas

Si es cierto que la experiencia histórica rara vez se transmite de una generación a la siguiente, y que ésta tiene que cometer los mismos errores para aprender las mismas verdades, no resulta menos sorprendente descubrir que la transmisión de la experiencia es igualmente difícil entre naciones. Este principio tiene también validez para las naciones europeas, a pesar de que sus relaciones son hoy más estrechas de lo que lo han sido en el pasado. Sin embargo, siguen comportándose como si pertenecieran a universos separados. Permítaseme citar dos ejemplos actuales.En primer lugar, una «lección británica» olvidada en Italia. Los casos de la Fiat y de British Leyland son extraordinariamente similares, con la única diferencia de que British Leyland atravesó la misma crisis con diez años de anterioridad.

La caída de British Leyland, en un mercado internacional altamente competitivo, se produjo por un descenso relativo de la productividad, debido a la ingobernabilidad de sus fábricas. Esto provocó una reducción de los beneficios y de las inversiones, que a su vez condujo a un índice insuficiente de renovación de modelos y a un descenso de las ventas, que fue así mismo la causa de la disminución en el ritmo de modernización de la producción y de renovación de modelos.

Alcanzado un cierto punto, este círculo vicioso resultó indestructible. A pesar de la gran tradición británica en el campo del diseño y de la tecnología, de la existencia de una fuerza laboral altamente cualificada y del enorme mercado nacional, el resultado final, inevitable, fue el descenso de British Leyland de la primera a la segunda división de la liga de fabricantes de coches, y el despido de un gran porcentaje de su fuerza de trabajo.

Presiones políticas

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En Turín, la dirección de Fiat era perfectamente consciente de que tan sólo unos pocos fabricantes de coches saldrían con vida de la salvaje competencia del mercado mundial, y así lo dijeron hace bastante tiempo. Pero no pudieron oponerse a las presiones sociales y políticas que demandaban unas dramáticas «mejoras de las condiciones de vida de los trabajadores» y «un mayor poder de los sindicatos».

Consiguientemente, desde el «otoño caliente» de 1969, los costos de Fiat aumentaron a un ritmo mayor que el de sus competidores, al tiempo que disminuía su productividad como resultado de los nuevos «derechos de los trabajadores», y de la «permanente conflictividad» decretada por los sindicatos; se prohibieron, por ejemplo, las horas extras, lo cual no permitió aprovechar los puntos altos de los ciclos de ventas. Los principios de que «no se podía despedir a ningún trabajador» y de que sólo se aceptaría «la movilidad entre puestos similares» estuvieron a punto de destrozar a la Fiat.

Estas mismas «conquistas de la clase trabajadora» han convertido las empresas estatales italianas en unas enormes fuentes de deudas. Frente a estos hechos, los representantes de la izquierda ensalzaron las conquistas y se lamentaron de que «otras democracias» (Alemania, Francia, Estados Unidos o Japón) no estuvieran «tan avanzadas» como Italia.

En la Fiat, todo esto dio corno resultado una dramática disminución de los beneficios y de la acumulación e inversión de capital, un notable retraso en la introducción de nuevos modelos, una reducción de su participación en el mercado y, por último, la necesidad de reducir su fuerza de trabajo; en resumen, el típico «ciclo British Leyland», si bien en una primera etapa todavía.

Lo curioso es que durante las muchas semanas que han durado las recientes y amargas disputas de la Fiat no se ha mencionado para nada la «lección de British Leyland», pero si sigue ignorándose, Fiat no podrá evitar seguir el destino de la compañía británica. Una superestructura social «más avanzada» no puede sobrevivir si la «base productiva» está atrasada.

Si Italia ignora la experiencia británica, también sucede lo contrario. Un axioma del pensamiento y de la experiencia política italiana es que «una izquierda dividida no puede gobernar», y que la división se hace inevitable cuando un sector de la izquierda decide seguir una vía extremista, normalmente, aunque no siempre, la del comunismo. Lo que en el lenguaje político italiano se denomina «el factork» (del primer sonido de la palabra comunismo) hace que resulte. imposible que la izquierda alcance el Gobierno en ningún país de Europa Occidental.

Los europeos, que quizá dudan de que pueda existir otro tipo de socialismo que el «auténtico socialismo» de los países del Este europeo, están dispuestos a mantener en el poder, incluso por un período largo, a un partido socialdemócrata, en aquellos países en los que la izquierda no está dividida; pero en los que se da el «factor k» u otra situación parecida, la izquierda no llega jamás al poder.

Estas simples verdades generales se ven ampliamente confirmadas por la experiencia histórica europea de la posguerra; la izquierda, dividida por el radicalismo, no ha llegado jamás al poder ni en Italia, ni en Francia, España, etcétera. Una izquierda socialdemócrata unida ocupa o ha ocupado el poder durante largos períodos en Gran Bretaña, Alemania, los países escandinavos. Pero todas estas experiencias parecen ahora olvidarse completamente en Gran Bretaña, en donde, al parecer, la izquierda radical laborista intenta llevar a cabo un arriesgado experimento, siguiendo unas líneas que han fracasado una y otra vez en todas partes. Queda la duda de si lograrán ahora sacarlo adelante; el hecho de que, al mismo tiempo, se esté llevando a cabo en Gran Bretaña otro experimento, la puesta en práctica de las teorías radicales de Friedman, puede contribuir al éxito de un partido laborista radical. Pero, ¿por qué se le trata hoy a Gran Bretaña como si fuera un enorme laboratorio de experimentación de teorías políticas?

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