_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El enemigo son los judíos

Fernando Savater

Vuelvo a París, como cada año, a comienzos de octubre, en busca de los nuevos libros, de los viejos vinos, de una charla con Cioran, de los mejores héroes equinos enfrentándose en Longchamp. Y ya en el Metro de Austerlitz, la antigua y obscena denuncia emborrona la pared: L´ennemi sont les juifs. Hoy, en París. Y luego los disparos contra guarderías, el inválido judío apaleado en el Marais y los cuatro muertos (pudieron ser cien o doscientos) en el atentado de la calle de Copérnico. Que el fascismo resurge gradual, pero inexorablemente, en Europa, a partir del pánico producido por la sublevación de mayo de 1968, por la creciente oposición obrera en los países del área estalinista, y por el final de las dictaduras en Portugal y España, es algo que puede ver cualquiera que se moleste en mirar en lugar de conformarse con recibir doctrina. Ahora bien, nos íbamos acostumbrando a un fascismo diferente, aggiornato: el fascismo de los Estados cada vez más sofisticadamente policiales, mágicamente coordinados con los fantasmales grupos terroristas que justifican la represión y brindan motivo a la persecución de izquierdistas, intelectuales y demás ralea; el fascismo de los liberales que defienden cualquier medida contra los llamados desestabilizadores de esta democracia, como si luchar por otra no fuese la tarea ética de cualquier verdadero demócrata en la actualidad, o como si no hubiese más remedio que elegir entre ser conejo en Occidente o asno bajo el estalinismo; el fascismo de los administradores, cultivadores y teóricos de la crisis mundial, en nombre de la cual aumenta la sumisión laboral, la pauperización, el paro... y los beneficios multinacionales; el fascismo de los neoestalinismos de todo cuño, de los biologismos sociales y sus proteínicos derivados antropológicos, del cientifismo explícitamente derechista (implícitamente siempre lo fue), etcétera, sin olvidar los fascismos teológicos, como el de cierta Iglesia que predica la natalidad sin control en América Latina y tiene su ideal de padre de la patria en Franz Joseph Strauss. Pero, de pronto, además de todos estos fascismos del día, rebrota con siniestra pujanza el viejo fascismo, el de toda la vida, el que en España nunca hemos dejado -et pour cause!- de padecer y en Francia, en París, hoy mismo, el enemigo vuelven a ser los judíos. Aunque este recrudecimiento de un antisemitismo nunca definitivamente muerto encarne en grupúsculos numéricamente irrelevantes (menos peligrosos y significativos, desde luego, que los fascismos a la páge antes enumerados), la sombra que proyecta se agiganta por obra de la memoria y de un aciago simbolismo.Soy de los que sienten pudor en hablar del fascinante pueblo judío. Toda vocación de identidad cristaliza en destino; con el destino comienza la tragedia. A veces creo que mitologizar con demasiado énfasis la inequívoca peculiaridad judía -tan electiva como impuesta- contribuye a alentar el rescoldo antisemita o a despertarlo allí donde no lo hay: fijarse demasiado en los judíos, aunque sea con elogioso entusiasmo, ¿no es como empezar a perseguirlos un poco? En todo caso, no tengo ninguna nueva aportación que hacer a la teoría del antisemitismo ni tampoco ninguna revelación sobre el enigma hebreo; incluso diré que me agobia la bibliografía existente sobre el tema. Todo son generalidades con pretensiones más o menos objetivas y me parecen particularmente ineptas para dar cuenta de estos inventores del individuo y de la subjetividad. Por eso no es la comunidad judía lo que en mí evocó la pintada de Austerlitz, ni tampoco los millones de víctimas del torpe fanatismo antijudío, sino el rostro y el nombre de un solo judío, muerto hace 36 años, en otro 3 de octubre, tal como el que me veía llegar ahora a París: Benjamín Fondane.

Oí hablar de Fondane por primera vez hace un par de años, durante una charla con Cioran sobre la misteriosa elección que supone el fracaso literario. Me lo caracterizó como una especie de «Borges sin encanto», un escritor de sutileza poco común, apasionado y exquisito a la vez, al que sólo faltó cierto indefinible punto de gracia para convertirse en uno de los escritores esenciales de su época. Nacido en Rumanía, en 1898, Benjamín Fondane vivió en París desde 1923, frecuentando los círculos poéticos y filosóficos de la capital: discípulo sin ceguera de León Chestov, fue amigo y contertulio de Stéphane Lupasco, de Cioran, de Jean Paulhan, de Brancusi, de Yves Bonnefoy, Claude Sernet, Adamov, etcétera. Victoria Ocampo le conoció cierta tarde del año 1929 en casa de Chestov, a la que había ido acompañada de Ortega y Gasset; hicieron buena amistad y ella le invitó un par de veces a Argentina. En un vivo retrato que de él trazó años más tarde, Victoria Ocampo le recuerda sonriente y formidable conversador, con sus largas bufandas de colores chillones y sus guantes de lana verde. Las obras más conocidas de Fondane en los años treinta fueron su ensayo literario Rimbaud le Voyou y un excelente trabajo filosófico, La conciencia desdichada, en el que pasa revista a Nietzsche, Freud, Gide, Husserl, Heidegger, Chestov... Inician este libro dos citas; la primera, de Aristóteles, dice: «El hombre no aspira a lo imposible; y si aspirase, todo el mundo le tendría por loco»; la segunda es de León Chestov: «Que se cumpla, pues, la promesa: ¡No habrá nada imposible para vosotros! ». Entre estas dos voces -Atenas y Jerusalén- navega la metafísica de este poeta seducido por las astucias de la razón y por el devastador llamear de lo absoluto. Una noche del año 1939, Victoria Ocampo le acompaña en taxi hasta su casa, tras una velada literaria; allí, antes de despedirse, Fondane insiste en entregarle un paquete con alguno de sus manuscritos «por si no vuelven a verse». Y, en efqcto, se despiden por última vez. Al año siguiente, Fondane, ya ciudadano francés, es movilizado, hecho prisionero, logra huir y finalmente es licenciado por motivos de salud. Vive en París de nuevo, escribiendo su obra sobre Baudelaire -La experiencia del abismo-, en la que deposita su mayor entusiasmo como creador. Durante la ocupación publica en algunas revistas clandestinas y colabora en la antología de poetas de la resistencia bajo el seudónimo de Isaac Laquedem. Allí compone su propio epitafio, irónico y orgulloso: «Aquí yace, cubierto de poemas, Isaac Laquedem,/ un poco demasiado extremista,/ hijo del viejo Sem que recorrió la tierra y recorrió a los vivos,/ todos le parecieron cautivantes y todos efímeros,/ buen tipo pese a todo,/ pero inestable (el mal de sus mayores),/ escribiendo siempre en la arena,/ la lengua de los cielos». Se niega a huir, a esconderse; sigue viviendo en su propia casa -el judío del barrio-, paseando sus bufandas vistosas y sus guantes de lana verde por París invadido. Parece que fue su portera la que le denunció a la Gestapo. Detenido en 1944, fue deportado a Auschwiz y de ahí a Birkenau, donde fue gaseado el 3 de octubre. Ya detenido en la prefectura parisíense, encomendó su Baudelaire a Cioran, encargándole que lo aligerase y puliese un poco, lo que éste, naturalmente, no hizo; la obra fue editada tal cual por Seghers en 1947, con prólogo de Jean Cassou.

Este año, por fin, he logrado hacerme con un ejemplar del Baudelairey la experiencia del abismo, de Fondane, y he traído alguno más para los amigos madrileños. En uno de los inevitables trayectos de Metro por París leí la breve nota titulada En lugar de prefacio, que abre el libro. Fondane se excusa en primer lugar por no haber podido corregir las pruebas del libro, pues «para poder corregir las pruebas hay que estar allí donde el libro se imprime», y tal caso no va a darse. También lamenta no poder escribir un prefacio, él, que es hombre de prefacios, a quien le parece que un libro sin prólogo ha de ser malentendido o queda forzosamente incompleto en lo más importante. Pero esta vez no habrá prefacio. «El tiempo apremia. Un barco me espera en algún sitio... Y un país en el que no podré corregir pruebas, escribir prefacios, ver el libro editado, ni escuchar los gritos de espanto que lanzarán ante el cataclismo que habré de producir, sea por mis ideas o por las faltas de ortografía, o por las incorrecciones gramaticales y anfibologías, o sea, por el hecho de haber nacido o yo qué sé». El barco va a partir..., el mismo barco en el que navegó Baudelaire: «Es hora ya, ¡oh muerte, capitán, zarpemos!». Y Benjamín Fondane, este doble exiliado -por extranjero y por judío-, dedica su última y sobria reverencia desgarrada a su patria adoptiva, no la del pasaporte, sino la de las conversaciones sobre poesía hasta altas horas de la madrugada, la de Rimbaud y Baudelaire, la que simboliza creación y libertad, y concluye así su prefacio imposible: «Adios, Francia».

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_