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Reportaje:

Nerja: asamblea de pescadores e intelectuales

Una familia numerosa -compuesta por artistas plásticos, escritores e investigadores universitarios- le ha dado un ritmo y un aspecto muy especiales a la aldea malagueña de Nerja. Es uno de los raros lugares de la Costa del Sol salvados de la plaga del turismo salvaje, pese al montaje kitch de que goza la tan famosa cueva, cercana y frecuentada. De ahí que en sus playas hoy convivan, en perfecta concordia, los pescadores y los intelectuales.

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Entre sus chispeantes camarerías, Ramón dejó anotada esta pregunta como la más solemne contestación salida de los labios rumbosos de un camarero español: «¿Es que quiere usted que yo sea Ortega y Gasset?» Ayo, el rubio y cuarentón propietario del merendero más afamado y concurrido de las playas de Nerja, se las trae también cuando declara: «Yo soy más útil a UCD haciendo paellas en la playa que discutiendo de política en el ayuntamiento».Pero para llegar a esa iluminación apasionada hay que haber sido antes, siquiera en apariencia, mariquita, tonto, fascista y machorro. Cargos morales todos ellos, como vamos a ver al punto, en modo alguno incompatibles con realizar cuerdas de esparto, vender cerveza, ser corredor de fondo, conservar energía y pureza contra viento y marea, lavar platos en el extranjero, casarse con una sueca, socorrer al ahogado y hacer paellas, por remate, en honor de Suárez.

Las paellas centristas de un corredor de fondo

(Playa de Burriana. Mediodía de agosto. Leve brisa. Candela y manos ágiles en torno a una paella multicolor y gigantesca. Un camarero pide firmas para su brazo izquierdo escayolado; alguien ha escrito con bolígrafo negro sobre la escayola ya gris: «Corre menos». A una extranjera esquelética le acaba de picar una avispa en el muslo derecho. Acude Ayo al instante: «¡Chiquiya, siéntate una miajiya pa que te eche barro!» Se lo echa. El camarero murmura: «¡Pero cuánto le gusta magrear a la gente!». Ella, doblemente picada: «Merci, monsieur». Nuestro polifacético y sudoroso héroe vuelve a vigilar, con ahínco de militante, la buena marcha de la gran paella. Resuena el altavoz del chiringuito: «Ay, qué noche tan oscura, / sin tu amor no viviré...» Un nativo que va de ligón duro silba la vieja melodía, con ligero retraso, mientras avanza entre las mesas evitando cáscaras de sandías y toallas caídas. Comenta el camarero escayolado: «¡Ese tiene un ramalazo!» ¿Entendimiento o celos? Ayo anuncia: «Ya puedes preguntarme lo que quieras». Abandono el lugar donde están comiendo y conversando Isabel García Lorca, Teresa Guillén, Alicia Sartre, Steve Gilman y Mario Hernández, a más de una chilena y un francés que echan pestes de Grecia. Ayo insiste: «Pregúntame sin miedo». Ponga, pues, el lector muecas volátiles y comillas de encargo tipográfico allí donde pueda y quiera).

Todo el mundo me conoce por Ayo, aunque me llamo Francisco. Y es que cuando era pequeñito y veía al tío de los helados iba en seguida y le decía: «Quiero un ayo». Y si veía un juguete: «Quiero un ayo». Y si no me gustaba algo: «No quiero ayo». Total, que me quedé con Ayo.

Yo empecé con el negocio de mi padre, haciendo cuerdas de esparto. Al terminar el trabajo, me entrenaba. Fui corredor de medio fondo, de fondo y, al final, de maratón. Y era vegetariano. Además, me pegaba dos baños todos los días. Pero, con todo y eso, no me comía una rosca con una tía. Y yo veía al gitano, al peludo, al feísimo, al tío muy sucio, al jipi, que se lo montaban de novela, mientras que yo seguía a régimen de paja seca. Total, que yo me dije: «Ayo, tienes que dar un cambiazo ahora mismo». Primero me coloqué, un alambre en la cabeza, pero las tías se me asustaban. Luego me puse este cordón. Y ya no se asustaban.

Entonces, cansado de las cuerdas y del atletismo, yo me metía en la cama muy temprano. O sea, que la gente empezó a decir: «Ese es mariquita. Nunca va con mujeres». (Llegan voces impugnadoras: «Menos faroles, Ayo, y acaba de una vez con la paella». Otra: «Mi padre está esperando ya hace un año»). Y, en fin, lo del negocio de la cuerda iba muy mal. Yo no sabía si largarme a Arabia Saudí. Total, que decidí ponerme a vender cerveza. Vendía mucha, pero nadie me pagaba. La gente me quitó entonces lo de mariquita. Decían: «Sí, es muy bueno. Pero es tonto». (Camarero: «Ayo, que Agustín se queda sin paella». Respuesta: «Déjalo, que luego yo le doy cariñete»).

Pasó esa fase, muchacho. Me quedé muy endeudado. Hasta que me vine a la playa y monté este chiringuito. Al principio, poco antes del setenta, esto estaba lleno de tiendas de campaña y de tipos melenudos. Alguno venía a pedirme trabajo. Y yo: «Mire usted, compadre, que a los artistas no os gusta trabajar». Que si esto, que si lo de más allá. Bueno. Trato hecho. A los tres días, zas, ligaba con una turista y se quedaba en su apartamento, dale que dale. El cocinero, tres cuartos de lo mismo. Y ahí me tenías a las once de la mañana buscándolos como loco, cada cual con su periquita, forniqueo va y forniqueo viene.

Yo, cuando llegaba el invierno, me iba a fregar platos por Alemania, Francia o Inglaterra para pagar las deudas de los taberneros con los de la cerveza. En 1974 conocí a la sueca, a Karina, que ahora es mi mujer. Ella me dijo que viviéramos juntos, pero que nada de casarnos. Oye, muy bien, lo que tú quieras. Cuando, a los siete u ocho meses, va y me dice: «¿Qué hay que hacer para casarse?» Y yo: «No sé. Nunca he estado casado. Me imagino que habrá que ir a Málaga a preguntar». Al día siguiente cogió el coche, se fue a ver al cura grande, al obispo, como ella dice, y a los veinte días estábamos casados por el juzgado y por la Iglesia. Y muy feliz que soy.

Luego me cogen por lo de que ya llevaba cuatro años casado y no tenía familia. Empiezan a decir: «Ese es machorro. No sirve para nada». Voy y tengo el niño. Se callan. Pero llegan las elecciones y, aunque yo soy trabajador, a mí la izquierda no me gusta nada. Yo me dije: «Voy a quedarme con Suárez, a hacer paellas en su honor, porque el hombre lo tiene muy difícil y procura hacerlo bien». Que si fascista para arriba, que si fascista para abajo.

Son los mismos que ahora protestan porque dicen que hay demasiados turistas. Se olvidan de que si en Nerja quemamos gasolina eso se lo debemos al turismo. A mi el negocio me va muy bien. Pero pensamos hacernos agricultores, porque esto es sólo para torpes. Me he comprado un cortijo de secano y unos cuantos caballos. Por la noche tenemos una música la mar de bonita; Beethoven no se puede comparar con la que arman los grillos, los sapos y las ranas. Así que acabaremos en el campo, aunque aquí se gane dinero. Porque esto es muy sacrificado. Y yo estoy a las duras y a las maduras. Si está alguno ahogándose, a llamar a Ayo. Si un viejo quiere echar un polvete en Málaga, que venga Ayo conmigo. Yo nunca he ido con mujeres de la vida, porque de joven era muy tímido y mi madre me dijo que ojito con las enfermedades de esos sitios, pero considero que tenían que tener una paga del Estado, porque, de todos los trabajos, ellas hacen el más costoso y delicado. ¡Les debe llegar cada uno! (Camarero: «Ayo, que faltan nueve paellas». Respuesta: «Primo, que yo creo en Dios, pero no soy Jesucristo». Comensal satisfecho: «Ayo, hoy vengo a darte, la enhorabuena»).

O sea, que difícilmente pueden encontrarme trapos sucios. Ya no soy mariquita, ni tonto, ni fascista, ni machorro... A ver, a ver qué inventan ahora. (Ahora le preguntan por las posibilidades de una paella nocturna: «De acuerdo. Pero cuando haga luna llena. Y sepan que los sábados y domingos tengo mucho trabajo. Que tampoco sea lunes. Los lunes estoy a la deriva...» Y luego, en dirección del camarero: «Primo, ¿dónde me estás hoy? Anda, échame un cable...»).

La calle Carabeo

Los comensales entrevistos en una de las mesas del merendero de Ayo forman parte de una gran familia intelectual, muchos de cuyos miembros habitan en la calle más hermosa de Nerja: Carabeo. El pionero de esa elección fue Alberto Giner, quien, hace más de un siglo, tuvo la sensibilidad y el acierto de comprar varias casas en dicha calle. A los veintiún años, llegó de médico al pueblo; y la gente pensó que estaba loco cuando vio que adquiría las viviendas más pobres, habitadas por pescadores, en lugar de fijarse en la zona pudiente, la de los campesinos, situada al otro lado de la carretera. Diversas generaciones han seguido siendo fieles continuadoras de aquel maravilloso desatino.

Isabel García Lorca venía de pequeña a pasar los veranos. Su hermano Federico estuvo aquí también. Fernando de los Ríos aparecía con frecuencia. Y Laura de los Ríos evoca el primer viaje de su propia abuela, de Málaga a Nerja, en diligencia. Hubo un largo paréntesis, a raíz de la guerra civil. Los exiliados recordaban la blancura de Nerja en Estados Unidos y hacían proselitismo involuntario a favor de la calle Carabeo entre cuantos oían sus relatos. Durante esa larga ausencia, las casas fueron ocupadas, pero el casero continuó labrando el huerto y tuvo la buena idea de seguir pagando la contribución en nombre de José Giner. De aquí que pudieran recuperarlas sus verdaderos propietarios cuando volvieron del exilio.

En un atardecer resumidor, los jardines de la casa de Laura de los Ríos, que dejan ver el mar, pueden estar poblados de poetas (Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Mario Hernández, Francisco Giner), profesores de literatura y críticos de arte (Steve Gilman, Knut Jenssen, Bernard Roudowsky, Claudio Guillén, Javier Hernández, Natacha Seseña -que canta también cuplés-, Alicia Sastre, Carmen del Moral, Fernández Casado -gran amigo de Lorca-, Trinidad Sánchez Pacheco) y artistas plásticos (José Guerrero, Rafael Canogar). No faltarán tampoco a la tertulia las hijas de la anfitriona -pintora, una; actriz, la otra-, así como Manuel Fernández Montesinos y la danesa Haeena, viuda del célebre diseñador de muebles Poul Kjaerholm, arquitecta y profesora de la Escuela de Arquitectura de Copenhague. Quizá llegue también después el poeta José Infante, cuando termine una sesión de espiritismo. Y se aguarda a Jota Domínguez, una cubana graciosísima, para que hable de caimanes y de boleros.

Alguien cuenta que uno de los contertulios, Roudowsky, judío austríaco que vive en Nueva York, autor de libros tan interesantes como insólitos (Arquitectura sin arquitectos, Calles para la gente) y diseñador de unas sandalias que causaron furor en Estados Unidos allá por los años cincuenta, suele largarle un discurso filosófico a cada incauto que visita su hogar en torno a las ventajas para el cuerpo de las sillas carentes de respaldo. Lo admirable es que ese sermón docto suele darlo sentado en la única silla con respaldo que existe en su vivienda.

Otro se interesa por el estado de salud de Jorge Guillén: «Es asombroso. Ha vuelto a ser el mismo de antes».

Hay quien lamenta que algunos habitantes de Nerja empleen el dinero en estropear las casas: «Ahí está esa tienda con azulejos horrorosos en la fachada. Me pasé años sin entrar a comprar nada. Luego me enteré de que a esa mujer le mataron al padre en la guerra. Ahora la adoro, porque es una mujer buenísima... Y le he perdonado lo de los azulejos». Procuran estos intelectuales que los estragos de la Costa del Sol no se extiendan a Nerja, que la cal no la cambien por pintura, que no confundan nunca mal gusto con riqueza. Y predican con el ejemplo límpido de sus propios hogares, subrayando el horror de contrucciones tales como

Nerja: asamblea de pescadores e intelectuales

la edificada para Utrera Molina.Murmullo general de lecturas recientes, anécdotas tribales, rumores políticos, exposiciones de pintura en perspectiva. Mientras pinchan rodajas de pepino con miel, gambas con mostaza y trocitos de queso.

Una mujer de Neria, Francisca Gálvez Acevedo, vive, asimismo, en esta calle llamada Carabeo. Y ve así el panorama: «Esto del turismo es muy reciente. Yo creo que empezó cuando descubrieron la cueva, me parece que en el año 1959. Y hasta 1970 no empezó de verdad el barullo. Esta calle era de pobres pescadores. Pero entonces estaban limpias las playas, daba gloria verlas. Y se cogían mejillones en cualquier sitio. El paseo también estaba muy bonito. Luego todo ha cambiado».

Un cambio no forzosamente negativo: «Esto ha sido para mejor. Hay que reconocer que si Andalucía ha levantado cabeza es gracias al turismo. Por este pueblo, la verdad sea dicha, no han pasado personas de muchos dólares. Esos se han metido todos en Torremolinos y Marbella, que a mí no me gusta ese ambiente, que yo no quiero eso para Nerja. Aquí hay muchos artistas. Yo alquilaba antes mi casa. Tuve a unos ingleses hace ya doce años. Todavía me sigo escribiendo con ellos. Y enfrente de mi casa está la del director del museo Luisiana, de Copenhague. Otra casa preciosa es la de Teresa Guillén, que tiene un jardín que es un primor. Toda esta gente nos ha hecho mucho bien. Esperemos que no dejen de venir, porque como todo está tan revuelto ahora...»

A Paca, así la llaman todos, le preocupan las bombas playeras, el paro, lo que ocurrió en la guerra y hasta el programa de televisión titulado Gaceta cultural, por donde acaba de ver a Mario Hernández hablando del libro de memorias de Francisco García Lorca: «A ver si lo consigo. Porque a mí me gusta leer bastante. Y yo siempre he estado pendiente de la familia Lorca». Pendiente está, a la par, de otras mil cosas que le tocan de cerca: «Este Gobierno sólo nos sube las pensiones cuando va a haber elecciones. Es cuando se acuerda de nosotros. Ahora, cuando las han subido, yo no he tenido nada que agradecerles; luego he votado para el que me ha dado la gana».

De su contacto con intelectuales le surgió a Paca un viaje a dos países extranjeros: Dinamarca y Noruega. No lo olvida: «Eso sí que son países, tan civilizados, tan limpios... Todos los niños están en las escuelas; no como aquí, que andan por las calles de mala manera. Yo hasta tuve que preguntar que qué pasaba con los niños, que si se los había llevado el del cuento de la flauta. Me quedé maravillada de todo lo que fui observando. Si es que la gente ni siquiera va en cueros. Luego, cuando vienen a Nerja, traen cuatro trapos y van sucios. Yo no sé la razón. Allí, me consta, van flamantes. A ver si esto de la democracia en España, que hasta ahora no nos hemos enterado, cuaja un poco y empezamos de una vez a ser como son ellos en sus países, no cuando andan por aquí de vacaciones y se ponen en cueros».

Paca es querida por todos los intelectuales que pasan por Nerja, sean españoles o extranjeros. Ella es la dulzura crítica, la generosidad selectiva, la conciencia incorruptible de un pueblo que, a menudo, se dejó seducir por efímeros espejismos.

Esos mismos intelectuales que merodean por Carabeo no pican en ningún cebo preparado para el turismo típico. Y, a la hora de la cena, por ejemplo, ascienden hasta el bello pueblo de Frigiliana, donde, en un acogedor y humilde restaurante conocido por El Boquetillo, Aurelia García, solícita y enlutada, les sirve platos sencillos, cocinados con mucho amor y a precios baratísimos. Desde la terraza, emparrada, unas puestas de sol sobrecogedoras, y que el traidor vinillo del país aviva pícara y dulcemente.

Prosperidad sin fealdad

Al extremo derecho de la carretera que va de Nerja a Frigiliana tiene su residencia, suntuosa, sir Peter Wakefield, embajador de Gran Bretaña en Bélgica. El y su esposa, Felicity, nos agasajan con vino del Rin y nos van enseñando esta mansión que ellos compraron hace unos diecisiete años y que se llama La Molineta.

Fue molino de azúcar. Y ahí sigue, aunque ampliado, el estanque de aquel molino. Hay faroles antañones, un olivo, figurillas romanas, arcos de un puente ibérico, la talla de una virgen morena, ruedas de moler, muebles japoneses, cuadros con flores, libros admirables y hasta azulejos que proceden de la casa de Rudyard Kipling, traídos por el célebre escritor desde la India. Todo, bajo una luz diáfana que suavizan las curvas, casi al aire libre, entre un olor a flores y a agua fresca.

Poco a poco, el embajador sigue construyendo, pendiente arriba: «Lo ideal es llegar a tener tantos patios como días de la semana. Para que la idea de monotonía no entre jamás en este recinto. Para que cada mes y cada estación del año. tengan el espacio idóneo de acogida». En el momento de comprar la finca, la soledad también quedó comprada. Pero por poco tiempo: «Es terrible. Construyen y construyen sin parar. Uno se asoma y puede ver cómo Nerja avanza hasta aquí».

Aquí habitaron doce familias que, lenta y resignadamente, fueron marchándose. Con ellos desapareció el cultivo de la caña de azúcar. Ahora, en ese mismo valle que se divisa desde el balcón del diplomático, crecen pimientos, patatas y tomates. En los jardines de La Molineta brotan flores fragantes: «El problema que tenemos es que no encontramos a un buen jardinero. La jardinería es un arte. Y es un tipo de artista que aquí ya se ha extinguido».

Lo que pervive es la elegancia anglosajona para mezclar con suma delicadeza un jarrón oriental, una mesa alemana y un óleo holandés. La propia mansión es el fruto de superposiciones fértiles.

Antes del molino de azúcar. aquí se fabricaba papel; mucho antes existió un cementerio ibérico. El punto final de partida era una casa del siglo XIX, absurda y en peligro de ser comida pronto por la maleza. La estampa de molino ha vuelto a revivir: «Es curioso. Los mejores molinos de esta zona los tenemos los ingleses».

Se acuerda el embajador británico de una panificadora cercana y de una tienda donde vendían vino, chorizo y cebollas, con un jardín lleno de conejos y gallinas. Por la carretera sólo subían y bajaban asnos, cabras y fatigados caminantes: «Ahora hay mucho más ruido. Yo creo que el ruido es el deporte nacional en España». También subía el vendedor de pescado, que se iba gastando en copichuelas lo que le daban por la mercancía. Cuando volvía hacia Nerja iba completamente borracho, agarrado a la cola del burro para no tropezar con las piedras.

Recuerdos que se esfuman ante la realidad: «Muchos no se dan cuenta de que el lujo puede hundir a un pueblo poseedor de belleza propia. Hoy sólo se piensa en colocar la antena de televisión en el tejado. Y no es que yo esté en contra de la prosperidad. Pero no creo que ésta tenga que ser sinónimo de fealdad».

Al precio que sea, sir Peter Wakefield ha ido logrando que La Molineta disimule lo próspero con la hermosura más cabal.

Un alcalde para el PCE

A quien le toca bailar con la más fea es a Antonio Jiménez Gálvez, alcalde de Nerja y vecino de la calle Carabeo. Ya he escuchado en un bar: «Este pueblo es demasiao. A este alcalde le van a echar la culpa hasta de que llueva».

En las paredes callejeras todavía se pueden distinguir muchos carteles de color azul, dirigidos a la opinión pública de Nerja y Firmados por Comisiones Obreras: «El día 24 de julio, los trabajadores del empleo comunitario se encerraron en el ayuntamiento por motivos muy concretos. El gobierno civil sólo manda dinero para diez trabajadores, cuando en realidad existen en el paro agrícola más trabajadores. Volviendo a encerrarse, el día 26, con carácter indefinido, hasta que el gobierno civil mande fondos para todos los trabajadores en paro. Hacemos un llamamiento a todos los trabajadores del campo que actualmente se encuentren en paro y que se sientan jornaleros para que acudan al ayuntamiento al encierro, en solidaridad con los compañeros de otros pueblos que están en la misma situación».

Antonio Jiménez se presentó a las elecciones como Independiente, pero apoyado por el PCE. El matiza, con palabra ajena: «En el pueblo dicen que el que apoyó al PCE fui yo». Al hablar del turismo, lo pragmático asoma: «Aquí son bien acogidos los turistas. Naturalmente, siempre que se gasten algo». Le señalamos con el dedo la sede, muy boyante, de Fuerza Nueva, próxima del ayuntamiento: «Para mí son cuatro posesos y cuatro niñatos». Por lo menos, no están en la alcaldía, donde conviven un independiente,, cuatro comunistas, dos socialistas, tres miembros del PSA y siete de UCD.

La mencionada Francisca Gálvez opina acerca del nuevo alcalde: «Con éste sí se nota el cambio, porque el otro sólo barría para ellos. Lo que le pasa a este hombre es que está malo y no tiene espíritu. Para que esto ande bien tiene que venir un forastero que no conozca a nadie, que no tenga compromisos, y que diga: "Aquí estoy yo". Este hombre es demasiado bueno. Eso es lo que le pasa».

El aludido hace el balance provisional de su gestión al frente del ayuntamiento: «Uno va solucionando lo que puede. Tampoco hay que exagerar los problemas. Yo, a juzgar por mí mismo, pienso que en este puesto se engorda mucho».

Pasa en este momento Luis Solana, diputado del PSOE por Segovia. Está feliz de haber tenido suerte y conseguir una buena casa ,de veraneo por 12.000 pesetas. Evoca la desaparición de Garrigues: «No sé por qué lloran los de UCD. Jamás entendieron lo que escribía. Ellos sólo leen El Papus».

La respuesta no quiso regalarnos. Nada dijo. Marchóse. Y, como añadiría. el fabulista Iriarte, en una sola pausa asegurados, dejó en paz. por entonces al enjambre, a los pájaros pintos y al árbol.

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