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Tribuna
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Las razones de aquel inmenso corazón...

(A Alfonso Comín, en su permanente cumpleaños)

No pude estar, Alfonso, junto a tu cuerpo, ya sin latido, en la hora de su marcha. Sabía demasiado que las heridas de tu carne, todavía joven, eran inexorables, y que cada atardecer o cada madrugada podía llegarnos la noticia que no queríamos oír. Pero confiaba ciegamente en la fuerza de tu espíritu, capaz de vencer todas las leyes de la materia. ¡Te había visto resurgir tantas veces! La última fue en Madrid, durante el pasado otoño, cuando nos reunimos en Majadahonda para participar en el «Foro del hecho religioso». Simplemente un año antes nos habías sobrecogido en el mismo lugar, con tu ser maltrecho y aquel como desmayo que movió a María Luisa a regresar contigo sin tardanza a Barcelona. Y, sin embargo, ganaste el pulso a la cruel enfermedad con tu increíble coraje interior y acudiste a la nueva convocatoria, meses después, lúcido y penetrante, como en tus mejores tiempos. ¡Cómo sonaron tus palabras, hondas, claras, irresistibles, cuando irrumpiste en el coloquio, rebosando vida, y disipaste -para mí, para muchos- el aparente dilema de la fe-juego y la fe-compromiso hasta la muerte!Luego, el largo silencio de un difícil invierno y una primavera sin gracia, con referencias indirectas sobre tus recaídas y fugaces recuperaciones; pero, al mismo tiempo, la inagotable esperanza de una nueva victoria. ¡No llegó! (¿Por qué, Señor, por qué, cuando Alfonso era uno de tus testigos más necesarios? «No hay respuesta», sólo supe decir un día a aquella alumna de mi facultad, de aguda inteligencia y de sazonante sensibilidad, que me preguntaba por la razón del mal y del sufrimiento en el mundo: «No hay respuesta, joven amiga; sólo hay la aceptación transitoria del dolor y la espera en la otra -y definitiva- esperanza»).

Allí, en el Madrid atosigante de finales de julio, y secos los labios y más seca el alma, no acerté a escribir una línea sobre lo que has siglo -sobre lo que eres, ya sin mudanza- y sobre tu huella en esta España nuestra, que queríamos sin vencedores ni vencidos. Pero tú me entiendes, Alfonso, y sabes que tu nombre, tu perfil, tu acción, tu ensueño, me crecían dentro, minuto a minuto, y me empujaban a decir, cara a todos, mi devoción por ti -¡mi devoción, no tengo otra palabra!- y mi radical gratitud por el bien que me hiciste.

Por eso, a la altura de Poblet, camino del Ampurdán -itierras tuyas!-, mi mujer y yo te buscamos junto al estremecedor monasterio, y en la persona de María Luisa y de vuestros estupendos hijos -¡qué entrañable imagen tuya y de ella!- te abrazamos con un nudo en la garganta y una irresistible alegría en el alma.

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Ahora, en la víspera de tu cumpleaños, que festejaremos en Castelltersol, tu rincón amado - ¡porque tú los seguirás cumpliendo puntualmente desde tu paz sin fronteras!-, me arreglo como puedo, torpemente, para publicar desde aquí (desde Sant Antoni de Calonge, donde tantas veces dialogamos sobre el drama y la utopía de nuestros pueblos) el testimonio abierto de la amistad fraterna que nos ligó años y años -y que nos seguirá ligando hasta el reencuentro definitivo-, pero también de mi solidaridad inequívoca con todo lo sustancial de tu vida, más allá de diferencias necesarias o de opciones políticas diversas y complementarias.

¡De pronto, se me agolpan en el recuerdo -y en la imaginación del mañana- tantas cosas tuyas, Alfonso, tantas cosas nuestras!

Andalucía y Cataluña, distantes e inseparables; la herencia amorosamente renovada de Emmanuel Mounier; Cuadernos para el Diálogo y El Ciervo; Justicia y Paz -y a su calor, el anhelo de reconciliación nacional, las firmas por la amnistía, los objetores de conciencia, la lucha contra la pena de muerte y las torturas-, y los encuentros de Montserrat o las «Conversaciones culturales» de La Coruña, de la mano de nuestra admirable Berta Guimeraes; o Coordinación Democrática y la Plataforma de las nacionalidades y regiones, en la prueba del verdadero consenso, y Taula de Canvi o tus artículos y tus libros, uno a uno, a cual más incitante, provocativo, liberador, y los coloquios en torno a ellos, con amigos coincidentes o polémicos, de lás más opuestas ideologías, pero congregados en y por ti (¡aquella tarde de noviembre de 1977, en el Club Mundo, de Barcelona, dialogando contigo, en alta voz, Verdura, Borrás, Manuel Sacristán y yo mismo, sobre «Cristianos en el partido y comunistas en la Iglesia»!). Y por doquier tu rostro, tallado a cincel, de luchador de manos limpias y abiertas, sin armas de las que hieren y matan, profeta de un tiempo nuevo, con la negra cabellera al aire -seguidor del Cristo rebelde, buscado por los agentes del «desorden establecido»- y siempre tu vivificante viento de humanidad.

Te confieso, Alfonso, que cuando me puse a garrapatear estas sencillas reflexiones tuve la tentación de encabezarlas con este título: Con Alfonso Comín, la izquierda se sienta a la derecha del Padre. Y evocar luego, paso a paso, los esenciales versículos del evangelista Mateo (25, 31-46), sobre el final destino de los que bregaron -o no bregaron- aquí abajo con el pan, el agua, el vestido, la salud, la libertad de los pobres, los enfermos, los marginados, los presos, los oprimidos por todos los pederes. Tú ya has pasado ese examen en el amor -en el amor y en la justicia, ya sabemos dónde estás- Y que, de algún modo, contigo están también -o lo estarán- las legiones de hombres y mujeres con quienes, a lo largo de los siglos, compartiste esa decisiva aventura.

Y aunque ahora no me adentre en esa ineditación (para no politizar más allá de lo indispensable este diálogo contigo), escrito queda lo escrito, y algún día, bajo tu impulso, habrá que ahondar sobre ello y sacar todas las consecuencias.

Vuelvo, en cambio, a la idea que en este Instante más me interpela y que, por algo, preside estas cuartillas.

Más de una vez te dije, Alfonso, que cada día iba comprendiendo mejor la atracción ejercida sobre tu espíritu por lectura no dogmática y pluralista del marxismo (como interpretación de la realidad colectiva y como impulso para una acción transformadora de la sociedad), hasta llevarte a la opción concreta -la del PSUC-, que signó tu tenaz andadura, al tiempo que se hacia más pura y más liberadora tu fe cristiana, en la segunda y definitiva singladura de tu existencia.

Y te alegró oír que esa experiencia tuya me incitaba como creyente -y, sin ambigüedades, cimo cristiano de la Iglesia católica- a estrechar los vínculos de diálogo y de cooperación con los socialistas cristianos y también con los marxistas agnósticos o ateos, respetuosos para nuestra fe, en la construcción de un mundo más libre, más justo, más humano.

Es cierto que con la misma lealtad te confesé que no acertaba todavía a ver, en el plano intelectual, el engarce armónico del «materialismo histórico» (al menos, en lo que éste concierne a la auténtica dimensión humana de religiosidad y a su proyección ultrahistórica) con la visión cristiana de la vida, incluso en su formulación más evangélica, más consciente de las alienaciones y más emancipadora frente a todas las injusticias (para ser honesto, te añado ahora, Alfonso, que tampoco logro ver doctrinalmente el punto de conjugación de la omnipotencia divina y de la libertad interior del hombre, y, sin embargo, creo en ellas y vivo en ellas, con esperanza).

La verdad es que tú, con enorme delicadeza, respetaste siempre esa dificultad teórica de mi mente, te abstuviste de argurrientaciones y confiaste en mi buena voluntad a la hora de actuar.

¿Me dejas, Alfonso, que te pague con la misma moneda? Nunca durante tu vida discrepé de tu opción ni se me ocurrió alejarte de ella (lo que, además, hubiera sido intento inútil, y lo digo en tu honor). Más aún, admiré siempre tu valentía para afrontar sin hiel las incomprensiones y los riesgos, y tu sobrecogedor ejemplo de peregrino de la fe en campo extraño.

Ahora, cuando tú ya ves todo, cara a cara, y te sobran la gramática, y la lógica, y la metafísica, y hasta la teología, de uso en estos barrios, nos contemplas y nos acompañas a todos -arrugos y adversarios- con tu inagotable sonrisa de comprensión y de amor.

De algún modo, tu viejo compañero de andanzas espirituales Blas Pascal adivinó tu peripecia y nos enseñó para siempre que hay razones del corazón que la razón no conoce. Las tuyas, las razones de tu corazón sin limites, quedan aquí, más vivas que nunca, ligadas a tu imagen, y nos aguijonean hacia la libertad, la justicia, la paz.

Y cuando los «sueños» de nuestra pobre razón razonante amenacen «con engendrar monstruos» y nos arrastren hacia el conformismo o el desericanto, guárdennos siempre, Alfonso, las impalpables y hermosas razones de tu inmenso corazón.

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