Un reto a la vocación pacifista de la diplomacia española
Desde hace cuatro largos años, los demócratas de este país se dirigen todos los 14 de noviembre (acuerdos de Madrid), todos los 27 de febrero (proclamación de la RASD), todos los 20 de mayo (nacimiento del Polisario) al pueblo saharaui para saludar sus victorias y testimoniar que las gentes sanas desean su triunfo total sobre el expansionismo alauita.Pero si el pueblo saharaui ha avanzado extraordinariamente desde aquella noche en Bir Laluh, cuando Mustafá Sayed el Uali proclamó la independencia y la República Saharaui, la polémica, en el Estado español, ha mantenido, con leves variantes, los mismos parámetros. El Gobierno se empecina, una y otra vez, en su negativa temeraria a unas relaciones diplomáticas firmes con el Estado saharaui.
No obstante, con motivo de este IV aniversario cabe pedir una nueva reflexión pragmática del problema, antes de que sea demasiado tarde. Y esa reflexión la solicita no sólo la oposición, sino que UCD de Canarias y la Junta Preautonómica del Archipiélago han tomado postura reciente, en la que Adolfo Suárez debería profundizar.
Durante mucho tiempo, la posición oficial cifraba su inhibición en el escaso número de países que reconocían a la RASD. Hoy se puede repasar el elevado número de adhesiones. El Gobierno debe razonar, además, acerca de las consecuencias que, tiene el que naciones de lengua castellana del prestigio de Panamá, Nicaragua, México y Cuba hayan intercambiado embajadores con la RASD.
De la misma forma, tiempo atrás se utilizaba como una autojustificación -no precisamente sincera- el no reconocimiento de la OUA. Tras la cumbre de Monrovia de 1979 y el próximo e inevitable ingreso de la RASD en ese alto organismo africano, con las consecuencias automáticas que ha de tener para la ONU, la España oficial debe replantear sus errores. Pero en este tema no vale esperar a ser el último. El Ministerio de Asuntos Exteriores sabe que la RASD está a falta de uno o dos reconocimientos para su entrada triunfal en la OUA y que la presencia de Zimbawe-Rodesia y el voto de otros países, convertirá al Sahara occidental en miembro de pleno derecho, hacia el que España deberá extender los brazos si no quiere padecer un nuevo descalabro internacional.
En fin, en estos momentos en que la diplomacia española afirma por el mundo la vocación pacifista de la nueva democracia y cuando el mismo Rey es candidato al Premio Nobel, no hay otra política que la de reparar el daño causado al pueblo saharaui, reconociendo a su Estado como miembro de la comunidad internacional y dando un paso firme en pro de la verdadera paz.
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