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Reforma agraria: reparto de tierras

Hablar de un tema importante bajo la presión del reloj y de los focos de la TV es tarea harto difícil. Pretender analizarlo seriamente entre personas que utilizan diferente terminología o condicionadas por su representación en ese momento, es casi imposible.Agradezco, pues, la oportunidad que me brinda EL PAIS de exponer aquí, a título personal, mi opinión sobre el tema de la reforma agraria, objeto de un reciente debate en el conocido programa La clave, en el que hube de participar en mi calidad de funcionario público.

Para la mayoría, la reforma agraria sigue siendo sinónimo de reparto de tierras. Para los que, de alguna manera, estamos relacionados con la agricultura y el medio rural, la reforma agraria hoy es.. otra cosa. Lo malo es que, al utilizar el nuevo concepto, se corre el grave riesgo de ser interpretado erróneamente.

Vaya por delante que la tierra es, fue y será un aspecto a tener en cuenta, de forma permanente, en un programa de reforma agraria, cualquiera que sea su concepto. Se trata de un recurso limitado cuya demanda creciente se ha de dar tanto en países en desarrollo como en países industrializados.

Ahora bien, la tierra tiene distinto peso relativo en el conjunto de las medidas reformistas a aplicar en las distintas situaciones. La interdependencia y complejidad de las relaciones entre los sectores productivos hace que el aspecto fundamental, o más representativo, de la reforma cambie en el tiempo o con las circunstancias, y sea preciso utilizar otros términos para definirla.

Hoy, por ejemplo, un programa de acción basado fundamentalmente en el reparto de la propiedad de la tierra se llama «reforma fundiaria» (land reform), que es un aspecto parcial de la «reforma agraria» (agrarian reform). Este aspecto es necesario, pero no suficiente, para demostrar un sistema de poder basado en la propiedad de la tierra que impida el despegue de un país, así como para lograr una distribución más justa de los recursos naturales limitados.

Otro programa que fuera dirigido, fundamentalmente, a corregir los defectos derivados del uso inadecuado de la tierra se llamaría una «reforma de estructuras» (structural improvment), parte importante de una reforma agraria que suele incluir también medidas expropiatorias. Tales programas son necesarios, pero tampoco suficientes para eliminar los obstáculos que se oponen al establecimiento de unidades de producción en el sector agrario, de forma que puedan alinearse, económica y socialmente, con las de los otros sectores productivos.

Ciertos programas que, incluyendo las medidas anteriores, pretendieran además incidir sobre otros aspectos que condicionan la actividad agraria (crédito y suministro de insumos, transformación y comercialización de los productos, etcétera) constituirían programas de «desarrollo rural» más o menos integrados, consustanciales, pero no excluyentes de la reforma agraria.

Hechas estas breves puntualizaciones semánticas, diremos, en breve, que hoy la «reforma agraria» se contempla como un programa de acción dirigido a remover todos los obstáculos que impiden que la población rural se integre en la sociedad global, en igualdad de condiciones, derechos. y deberes, con los demás sectores de esa sociedad.

Ha de afectar a todo el país, aunque la intensidad con que se apliquen las diferentes medidas previstas varíen de una a otra región según las circunstancias. No se valora suficientemente la increíble movilidad, tanto geográfica como sectorial, de los hombres y de los capitales que pueden llegar a desvirtuar una reforma agraria, incluso en sistemas de economía centralmente planificada.

Ha de contar con una organización altamente cualificada, técnica y jurídicamente, y con una gran participación y control por parte de la población afectada, capaz de plasmar en realidades lo que se expresa en los textos legales. Las estanterías de los despachos de los políticos, de la Administración Pública y de las bibliotecas de las universidades, en todo el mundo, están colmadas de literatura sobre reformas agrarias que nada tienen que ver con la realidad a que su puestamente se refieren.

Cuando hablamos de la población rural nos referimos no sólo a los que viven de la actividad agraria, sino también a los que habitan en el medio no urbano. Es inconcebible pensar hoy en una reforma agraria sin la participación de toda la población: mujeres, jóvenes, etcétera.

A estas alturas de la Historia, para que a un programa con estos fines se le pueda llamar «reforma agraria» se le exigen una serie de requisitos, de entre los que conviene destacar:

Ha de estar inmerso en un programa global y coherente de reforma de todos los sectores productivos. La reciente historia está llena de ejemplos excelentes (?) de «reformas agrarias» que, por no cumplir este requisito, han llevado finalmente a las poblaciones rurales a un grado de dependencia feroz, aunque de apariencia no espectacular, de los otros sectores productivos, o de otros sectores de la población.

Cuando los técnicos pretenden hablar, pocas veces, de reforma agraria, se les recuerda que ésta es una opción política.

Evidentemente la reforma agraria, tal como la venimos configurando, es una opción política que ha de adoptar un Gobierno que se supone legítimo representante de un pueblo. Pero se ha demostrado y admitido que para que sea posible no es ajena a ella la comunidad nacional en que se inserta ese pueblo ni, incluso, la comunidad internacional.

Reforma agraria y solidaridad son hoy dos términos inseparables. El papel que juegan las regiones o los países tanto para frenar como para impulsar las reformas agrarias es decisivo. Pensemos por un momento en el comercio exterior, en la financiación de las imprescindibles inversiones, en las presiones políticas con repercusión económica, etcétera.

Sorprende comprobar, en el panorama mundial, el escaso éxito de muchas reformas agrarias o, si se quiere, el alto coste que han tenido que pagar las poblaciones rurales por determinadas mejoras obtenidas como consecuencia directa de su aplicación.

Lo anterior nos lleva a pensar si muchas veces no se habrá utilizado la «reforma agraria» únicamente como elemento dialéctico entre partidos políticos en sus luchas electorales. Da la impresión de que los políticos o no tienen un excesivo interés en el tema o pierden pronto su interés por él.

Entre las múltiples explicaciones posibles de este hecho aparecen como más probables el relativa mente pequeño peso electoral de la población rural en algunas circunstancias y, en otras, la dificultad de disponer de adecuada infraestructura o aparato de partido para controlar el voto escaso y disperso.

Cualquiera, al leer superficialmente estas líneas, podría pensar que somos escépticos sobre la posibilidad de aplicar la reforma agraria con el nuevo concepto. Nada más lejos de la realidad.

Las circunstancias son favorables por el papel que la agricultura ha de jugar a la vista de la profunda crisis económica y por la experiencia acumulada en el tratamiento del tema. Lo fundamental es, sin embargo, que los políticos comprendan la importancia del impacto de esta reforma sobre la sociedad global y no sólo sobre la sociedad rural y que se «desmitifique» la expresión «reforma agraria», como se ha hecho con tantos otros vocablos castellanos en los últimos años. Si esto es así, no sería sorprendente imaginar que las reformas agrarias posibles que puedan plantear los diversos partidos políticos en el contexto de un sistema democrático no van a diferir mucho en lo sustancial.

Miguel Bueno es ingeniero agrónomo. Jefe del gabinete técnico del Instituto de Reforma y Desarrollo Agrario (IRYDA)

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