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El último representante de la mítica Viena

Con la reciente muerte de Oskar Kokosclika, cuando le faltaban tan sólo unos días para cumplir los 94 años, desaparece el último representante de esa mítica Viena del cambio de siglo, cuyas aportaciones al desarrollo de la cultura contemporánea quizá no tengan parangón con las de ningún otro centro europeo de la época. La Viena de entonces, en efecto, reúne a personalidades como Freud, Enist Mach, Wingenstein, Schónberg, Adolf Loos, Robert Musil, Schlosser, Karl Kraus, Mahler, Hofinannsthal, Zweig y, naturalmente, tras un largo etcétera, a los pintores Unit, Schiele y Kokoschka. Ante esta impresionante relación de celebridades no cabe sino preguntarse admirado qué extraña alquimia ambiental favoreció tan extraordinaria cosecha de talentos, aun a riesgo de tener que asumir como respuesta algo que, una vez más, desmiente nuestra fe en el carácter «razonable» de la historia, porque precisamente la historia concreta de la Viena finisecular escenifica un naufragio: el naufragio de una dinastía -la de los Habsburgo del Imperio Austrohúngaro- y el de la sociedad que, a su imagen y semejanza, le servía de sostén. En última instancia, quizá se trate de nuevo de ese efecto de patética belleza que muestra siempre el canto de cisne de una civilización.Por de pronto, he aquí, dentro del monolítico bloque germánico, una Austria católica, cosmopolita, política y económicamente atrasada: una peligrosa y brillante excepción, en definitiva, cuya supervivencia está clamorosamente en entredicho. Dicho de una vez a través de la lectura de esa magistral parodia que es El hombre sin atributos, de Robert Musil: Kakania, símbolo del Imperio, encarnada en el espíritu de su heroína Diotima, cuyos rasgos, hermosamente tornasolados, huecos y frágiles, como los de una pompa de jabón, no resisten un simple soplo de sarcasmo. Allí, pues, se han de producir, en imposible equilibrio, la más atolondrada inconsciencia y el sentido crítico más agudo.

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Veamos la parte del argumento que le corresponde a la pintura. Sin otra tradición artística que la del luminoso boato de sus iglesias barrocas, no es extraño que el primer movimiento de vanguardia -la Secesión Vienesa- se afirmara explícitamente en el vacío, como se deduce de la lectura del primer número de la revista Ver Sacrum (1898), órgano de expresión del grupo: «Aquí, en Viena, no luchamos por o contra la tradición, porque no hay ninguna. No puede haber enfrentamiento entre el nuevo y el viejo arte, mientras este último no exista. No combatimos, por consiguiente, para el desarrollo o el cambio artísticos, sino simplemente para que haya arte, para que se reconozca el derecho a la creación artística... No hay polémica entre dos concepciones artísticas, sino entre el arte y la vulgaridad. » Ciertamente, la inmediata tradición del siglo XIX era, por lo general, un mediocre depósito de importaciones, entre las que apenas cabe recordar a Makart, Anton Romako, Pettenkofen o Schindier. Frente a ello, pues, sólo la vigorosa irrupción de Klinit y Schiele, apoyados por la poderosa influencia del suizo Holder, a favor de una pintura modernista hecha de refinados ritmos lineales y una sofisticada atmósfera erótica.

En semejante ambiente, las dos primeras exposiciones del joven Kokosclika, celebradas en el Kunstchau de Viena los años 1908 y 1909, provocan un escándalo clamoroso, a duras penas contrarrestado por el decidido apoyo de la intelligensia de vanguardia, encabezada por el arquitecto Adolf Loos y sus amigos Altenberg, Kraus, Reinhold y Tietze. Este joven pintor y poeta que traía el escándalo lo hacía, sin embargo, a partir de la primera muestra convincente de una interpretación actualizada de puro espíritu nacional. Kokosclika, en efecto, poseía una sensibilidad fascinada por la tradición barroca de Anton Franz Maulpertsch y su revival a lo Romako, cuyos ritmos turbulentos y sorprendentes combinaciones cromáticas jamás abandonará. «El amante del arte barroco», escribió él mismo, «se percata en la actualidad que lo que deseaban los hombres de aquel período era ni más ni menos que se realizara el paraíso prometido.» El objetivo artístico de Kokoschka, más limitado, surge, no obstante, con una intensidad parecida: conseguir representar esa primordial y dramática imagen que se asimila al primer grito de nuestra vida. Sobre esta base, un horizonte de lucha agónica que recrea obsesivamente el inminente peligro de ser devorado por la Mujer, lo absolutamente otro.

El trazo violento de puro color marca nerviosamente el perfil de siluetas que traslucen el gesto de combate entre carácter y destino. Son estas primeras obras fundamentalmente retratos concebidos a partir de los violentos y arbitrarios contrastes de color fauve y mucho ya de pura técnica expresionista. Sólo los grandes escenarios de paisaje -urbano y agreste- que pinta posteriormente conseguirán efectos parecidos a la de estas figuras patéticas que flotan en un mar torrencial de color, cuya culminación magistral es el famoso cuadro titulado La tempestad (1914).

Pero al hablar de Kokoschka es imposible olvidar su apasionado y apasionante temperamento, que llena de acontecimientos su agitada biografía. Holder comenzó saludándole como un «nuevo Rimbaud», quizá impresionado por las precoces muestras de genialidad de un joven capaz de pintar, hacer poesía, teatro o crítica, sin perder por ello la sensación de una básica unidad. Viajero infatigable, recorre todo el mundo ininterrumpidamente, con algún pequeño paréntesis en el que fija su domicilio en Viena, Dresde, Praga, Patrís, Londres o, ya en la última etapa de su vida, en Suiza. Es lógico, pues, que no pudiera reconocerse en ninguna nacionalidad definitiva: austríaco por nacimiento, se naturalizará inglés y acabará residiendo en Suiza. Tampoco por ello se encierra en ninguna ideología determinada, aunque no elude ningún compromiso, como el que le lleva a combatir con toda la intensidad de la que es capaz contra todo género de fascismos. De ahí proceden sus litografías en apoyo de la República durante la guerra civil española (Ayudad a los niños vascos, García Lorca y La Pasionaria) o, inmediatamente después, el Autorretrato del artista degenerado, parodia crítica desde el exilio de las persecuciones nazis contra el arte de vanguardia. Destaquemos, finalmente, su vocación pedagógica, que se manifiesta desde muy temprano al aceptar el nombramiento como profesor de la Escuela de Arte y Oficios de Viena (1911) y que se reafirma en la madurez al dirigir la Escuela del ver, dentro de la institución pedagógica que F. WeIz creó en Salzburgo.

La proyección de la obra de Kokoschka en nuestro país, que él conocía desde el año 1925 y al que demostró amar cuando se presentó la ocasión, fue prácticamente nula hasta la gran exposición que hace unos pocos años patrocinó la Fundación Juan March, en la que se pudo contemplar una amplia selección de cuadros.

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