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Tribuna
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La soledad y la fe

¿Es posible conservar vivo el pasado, como si el tiempo y la destrucción no apagaran los rescoldos y dispersaran las cenizas? Evidentemente, no. Pero ahora, en este amanecer incipiente, cuando la fría niebla todavía engarza y diluye el pinar en las hondas vaguadas de la sierra de Collcerola -al sur, Barcelona; hacia el norte, El Vallés y Montserrat-, siento de una manera vaga, pero a la vez como tranquila y segura, que sí, que algo hay que no muere.Hace muy poco que, desde Mallorca, me ha telefoneado el abogado José Zaforteza: Lloreril Villalonga acaba de morir. Hoy, al alba, en esa hora del tiempo detenido, del vacío y de la serenidad. Desde ayer tarde he estado esperando la noticia. Sé que Teresa, la esposa del novelista, esta mujer admirable y suma de un carácter directo y un firme sistema mental hecho de religiosidad y señorío, hace muchas horas que no se mueve de la cabecera de la cama. Villalonga ya ha perdido la razón, sólo late... Casi 83 años, y es el fin. Pero también desde ayer tarde un verso de Dylan Thomas ha comenzado a rondar inesperadamente por mi cerebro, un verso desafiante y estremecedor: «Y la muerte no tendrá ya ningún dominio...»

¿Es este que siento un sentimiento de irracionalidad? Woody Allen, en Manhaitan, nos advierte contra una excesiva confianza en la razón. Y en Bearn, la gran novela de Llorenç Villalonga, explica el sacerdote Joan Mayol hablando de don Tonet, el personaje central de la obra: «Su importancia no consistía en la ilustración (en la raisón a la francesa), sino en sus instituciones geniales, que en ocasiones hacían de él un precursor. No vaciló en consignarlo, Y así lo aprecieron también, en su simplicidad, gran parte de los aldeanos de Bearn: aquel ser razonable, escéptico, abúlico e indiferente, parecía tener, Dios me perdone, algo de brujo.»

Hay que añadir que don Tonet es en cierta medida, el autorretrato que el autor nos legó de sí mismo... Ahora lo evoco, tantos años y tantas cosas, y realmente su imagen se me aparece como si nada hubiera ocurrido, estática eternización, las verdespraderas de Dios de las que nos habla la Biblia... Y están, además, sus libros. Qué pugnaz combate de fe en la propia obra, de tesón ante la alicorta hostilidad ambiental, no llevó a cabo este hombre alto, distante, irónico. Sobre Bearn la muerte no tendrá, no, ningún dominio. Ni sobre Mort de dama, L'angel rebel, una serie de narraciones, muchos de sus Disbarats teatrales... Villalonga, escribiendo, ha alcanzado en algunos momentos ese misterio que nos sostiene: la verdad o la incógnita del hombre.

He aquí otra descripción, en Bearn, de Tonet: «Por lo mismo que se trataba de un hombre sincero, nunca se tenía la seguridad de saber cómo era, igual que no es posible adivinar cuáles serán las imágenes que se irán reflejando sobre un cristal. Es desconcertante que los seres que no se encerraron en un sistema, acaso por no prescindir de ningún aspecto de la verdad», tal fue, en su tiempo, el caso de Leonardo da Vinc¡, «se nos aparezcan como los más tenebrosos. Si a esto añadimos que a los señores los acostumbran desde pequeños a las fórmulas amables, que no están hechas para que se las tome demasiado en serio, pero que embrollan y convencen a las personas sencillas, tendremos otro motivo que explicaría la desconfianza. Los individuos vulgares, entre los que me cuento, tienden, sin poder evitarlo, a creer que únicamente las malas formas revelan franqueza, porque no saben descifrar los valores convencionales y los sobreentendidos de la cortesía.»

Se acerca, sí, a un espejo vallalonguiano. Y es una declaración de principios estéticos. La literatura, en este nuestro país. discurre desde hace años, incluso siglos, por otros vericuetos. Tres autores influyeron esencialmente en Llorenç Villalonga: Voltaire, Anatole France y Proust. Y tuvo después ráfagas de admiración por el Valle Inclán esperpéntico, por los Episodios nacionales, de Galdós, por algunos relatos de Salvador Espriú, por el mundo lírico de Merce Rodoreda. Pero él creía en la psicología, en la ironía, en un universo dual, sofista, y en un estilo literario que tuviera la transparencia de un cristal: que no se le viera, sino que a través de él pudiera percibirse limpio aquello que dijera el autor.

Publicó su primera novela, Mort de dama, en 1931, y en catalán. Siendo él anticatalanista y en todo caso nada partidario de la República. La novela, además, era una sátira del ambiente literario catalanista-mallorquinista de Mallorca. Partidario del movimiento nacional, pronto se desentendió de esta historia, dedicándose en parte a su trabajo de psiquiatra e intensamente a la obsesión de la literatura. La suya, elegía de una Mallorca patriarcal y de una Europa a la que desharán las descomunales guerras, es el mito de Bearn, que ha definido Joaquim Molas. Concebía entonces en castellano, pese a lo cual fue uno de los primeros mallorquines que, después de la guerra civil, publicarían un libro en catalán: La novella de Palmira, en 1952.

Presentó Bearn, en castellano, al Premio Nadal de 1955. Lo ganó Sánchez Ferlosio, con El Jarama. Ambas novelas se hallan, la una de la otra, en las Antípodas. ¿Quién podía hacerle caso, el campo de la literatura española en aquella época dominada por el realismo social? Pedro Sarra le editó en Palma, y en castellano, Bearn o la sala de las muñecas. Pasó poco menos que inadvertida. Villalonga, sibilino y jamás vencido, publicaba en el diario Baleares artículos contra el bahaviorismo y el tremendismo, sin que se le hiciera caso: casi todos quienes sentían un interés por la literatura, comulgaban con la moda al uso; y el cónclave mallorquinista, mayormente, desconfiaba de él. Tuve la suerte de establecer una cabeza de puente que acabaría con todo esto: darle al editor Joan Sales, en Barcelona y en 1961, Bearn, que se publicó pronto en catalán, y vino el triunfo. Triunfo paradójico, que le incluyó definitivamente en la literatura catalana. Triunfo que a los pocos años se extendió al castellano, editándose traducciones y primitivas versiones de sus obras.

Pero éste era el Villalonga público. Estaba, antes, el íntimo. El café Riskal, desaparecido ya, en la Palma pacata, provinciana, desesperadamente pacífica, de la década de los cincuenta. Tras los inmensos ventanales, Lloreng Villalonga tomando café. En el Borne, el otoño deshojando los plátanos... Su casa del húmedo barrio catedralicio, señorial y vasta, de bscuros cuadros y reluciente plata. El y Teresa sentados junto a la mesa camilla, la tarde infinita y gris en el patiecillo de la palmera... Arriba, en las buhardillas, aquel gimnasio que instalamos y donde emulábamos torpemente arriesgados ejercicios circenses, mientras todos los campanarios de la vieja ciudad repicaban sobre los tejados y entre el raudo volar de las chillonas golondrinas... Teresa, su reposada fortaleza, una alegría adolescente que ha conservado hasta hoy, doblados los ochenta también.

Si Llorenç Villalonga no hubiera muerto, en este enero que en la isla ha sido tan lluvioso, seguramente se estaría sentado, sonreiría suspirando quedo y hasta es posible que se tomara una copa de falso jerez fabricado en Binissalem, masticando desganado una galleta de coco. Y esperaría, como esperó siempre, que cada día le trajera sus conocidos, sus queridos afanes cotidianos: escribir el nuevo capítulo de una novela, rezar el rosario del crepúsculo, vigilar que el gato no se acostara en la carbonera, pensar que la princesa de Cleves falleció de amor, intentar vanamente confundir a Teresa con alguno de sus sofismas...

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