Sin ira y sin melancolía
Cuando la burocracia socialista de Polonia, allá por el 56, comprendió que el único camino para llegar a un cine nacional y auténtico era la creación de pequeños grupos independientes, lejanos de la agobiante Administración central. seguramente no pensaba que su experiencia llegaría tan lejos. De aquella «nueva ola» propiciada entonces nace Andrzej Wajda, representante fundamental del cine en su país y autor de esta gran obra. Más allá de Kanal, brillante y personal; de Cenizas y diamantes, donde insiste en su habitual barroquismo; más allá de la violencia o la sinceridad de sus impecables frescos históricos, este último filme suyo los supera a todos en estética: y en profundidad, fundidas sabiamente con sus virtudes anteriores.Mirar hacia atrás sin odio y sin melancolía, de modo consciente, analizar los tan temidos años cincuenta en un país socialista a la sombra de Stalin supone medir las fuerzas de ese país y, al tiempo, su propia capacidad de resistir, fiel a un modo de ser, a un tiempo y a una espera. La espera para Wajda ha durado nada menos que trece años, pero tal plazo bien valía la pena. Realizada su obra con el dinero del Estado, premiada en Cannes, exhibida en Polonia gracias al mismo Gierek, acogida con frialdad en las esferas oficiales y con cálido entusiasmo por los jóvenes, su historia, la de su gestación, quizá recuerde a muchos; la de tantas otras obras de autores españoles.
El hombre de mármol
Guión de Aleksander Scibor-Rylski. Dirección: Andrzej Wajada. Intérpretes: Krystyna Janda, Jerzy Radziwilowicz, Tadeusz Lomnicki, Michal Tarkowski. Dramático. Polonia, 1977. Local de estreno: cine Bellas Artes.
La otra historia, la que el filme cuenta, narra la peripecia de un obrero convertido en héroe stajanovista que interviene en la construcción de un centro industrial junto a Cracovia. Años más tarde, en la Polonia de hoy, una joven realizadora de televisión investiga su pasado con vistas a un ejercicio de carrera. A través de museos, documentales de propaganda al uso y encuentros personales llegamos, paso a paso, a conocer la verdadera condición del héroe cuya hora mejor no es justamente la de los noticiarios, sino cuando por mantener una verdad acaba con sus huesos en la cárcel. Analizando a su protagonista, Wajda critica a su época, que es el tiempo suyo también, su propia vida ligada a parecidos condicionamientos. Esto lo lleva a cabo con maestría y rigor, evitando sacrificar nada a la forma y calando en la historia mucho más que en sus filmes anteriores. Tampoco cae en la trampa del cine político, pues si la historia sirve de cauce a la crítica, tal como él la concibe, es por su ausencia total de esquematismo.
Más cerca del testimonio que de la acusación concreta, es decir, sin ira pero con lucidez, la narración, a medias material de archivo y a ratos recreación dramatizada, va ganando al espectador consciente de que aquello que se le cuenta no es una historia más, sino símbolo y resumen de tantas otras dictaduras presentes o pasadas. Wajda nos habla de esos famosos años cincuenta que todos hemos sentido sobre las espaldas, cada cual en su país, en nombre de ideologías en apariencia tan distintas o encontradas. Wajda, a lo largo de veinticinco años nos ofrece un muestrario de entusiasmos, hipocresías, tontos de buena fe, arribistas y verdugos que muchos reconocerán por encima de paisaje, tiempo o anécdota. Por todo ello, esta película, que en su belleza esconde su gran humanidad, un valor hecho a medias de fe y de esperanza, supone uno de esos hitos solitarios que marcan en nuestra sociedad, en la política y el arte, la mejor tradición de la actual cinematografía europea.
Babelia
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