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Voces secretas y secretos a voces

Los boletines confidenciales, los documentos reservados y los dossiers de circulación restringida, para uso exclusivo de la clase política y de los miembros más conspicuos del establishment, proliferan esta temporada como las setas después de las lluvias de otoño. A la vez, los comentarios off the record de ministros y líderes, las informaciones «embargadas» y las revelaciones susurradas al oído de los periodistas en los pasillos del Congreso o en los despachos gubernamentales alcanzan un volumen posiblemente superior al de las noticias que llegan a los ciudadanos por los conductos normales de la prensa y de la radio. La televisión, inútil es decirlo, ni siquiera intenta hacer la competencia a esa institucionalización del secreto y sigue entregada en cuerpo y alma a la monótona misión de transformar en noticias trascendentales la inauguración de un congreso filatélico por un ministro o el viaje a provincias de un líder de UCD. El portavoz del Gobierno cada vez recuerda más la presentación gráfica de los discos de La Voz de su Amo; el perro, por supuesto, no es el señor Meliá, sino el biotipo de periodista que el Gobierno y algunos sectores de la oposición consideran como el ideal de esa profesión.Unas pocas decenas, centenas o millares de personas, según los casos, tienen acceso a las fuentes de información reservadas y semisecretas, de las que manan indistintamente noticias ciertas, rumores intoxicadores y cuentos chinos. La «empresa» del palacio de la Moncloa es el principal centro emisor de esas ondas, que se van propagando en círculos concéntricos: el resto del Gobierno, los parlamentarios de UCD, los congresistas de la oposición. los frecuentadores de los clubes de opinión y de los salones políticos madrileños, y los amigos y amigas de unos y otros. Esos mensajes también llegan a los periodistas, que los reciben como secreto de confesión, bajo juramento de no publicarlos y con el argumento de la razón de Estado y la responsabilidad social para asegurar su discreción. En esa propagación, verdades, exageraciones y mentiras galopan juntas, de forma tal que al final el bulo parece verosímil, y el dato cierto, pura fantasía.

Este renacimiento de los comentaristas, crípticos, los portavoces oficiosos, los filtradores de noticias interesadas, los enterados de salón y los chismosos que compiten para ser los primeros en telefonear a los amigos el equivalente a «Franco ha tenido un infarto y está agonizando» es una estampa tan deprimente como humillante. El señor Meliá sólo necesita adelgazar un poco para ser el vivo retrato de León Herrera, al que iguala ya en acritud, imprecisión y torpeza. Ya sólo falta que Le Monde vuelva a convertirse en la fuente de información segura de los españoles.

Muchas veces se ha dicho que la democracia comienza por la información, ya que los ciudadanos sólo podrán opinar y elegir si disponen de un conocimiento suficiente de los hechos y de las alternativas que se les presentan. ¿Por qué entonces la clase política en el poder y buena parte de la oposición parlamentaria han convertido en supuesto valor democrático algo tan opuesto al flujo de la información veraz como los compromisos de silencio, los embargos informativos, las noticias off the record y los cuchicheos? ¿Cuál es la razón de tantos mentirosos desmentidos cuando alguien rompe ese férreo círculo de la confidencialidad? Los líderes políticos se confiesan terapéuticamente con algunos hombres elegidos de los medios de comunicación o lanzan guiños cómplices y medias sonrisas a los profesionales más humildes de la información. Pero su gesto preferido es el dedo índice sellando los propios labios, y su sueño inconfesable, un buen trozo de esparadrapo sobre la boca de los periodistas.

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Así, algunas informaciones dadas sobre la liberación de Javier Rupérez han provocado la cólera bíblica y la profunda irritación de los happy few de nuestra vida pública. Pero no por su falta de veracidad, sino por su inoportunidad. ¿Inoportunidad para quién? ¿Cómo es posible aspirar a que un secreto a voces quede circunscrito al círculo mágico de varios cientos de iniciados, cuya estridente algarabía, por lo demás, podía ser escuchada hasta por el empedrado de la carrera de San Jerónimo? ¿Con qué derecho esos padres de la patria consideran de su propiedad, y, por tanto, embargable hacia terceros, una información que debe llegar a todos los ciudadanos?

Cabe temer que estemos asistiendo a la cristalización de un rasgo característico de todo grupo social que aspira a perpetuar su dominio y a asegurarse la supervivencia mediante un monopolio de la información que privilegie como indispensables a quienes la almacenen en su memoria. Desgraciadamente, el proyecto de una democracia administrada por una reducida élite de políticos profesionales no es acariciado sólo por el Gobierno, sino también por algunos sectores de la oposición. La interpelación del señor González y la respuesta del señor Suárez en el Congreso el pasado jueves sobre la liberación de Javier Rupérez fue juzgada por muchos como una mala comedia, pésimamente interpretada además por dos actores que ni siquiera ponían demasiado esfuerzo en convencer al público. En ese recinto de democracia controlada, los ciudadanos instalados fuera del poder, pastoreados benévola o severamente por sus tutores, serían, en cualquier caso, mantenidos al margen, no sólo de los centros de decisión, sino también de las fuentes de información. Información que quedaría limitada a los periodistas que aceptaran beber dócilmente de las fuentes gubernamentales, las cuales regularían los buches y tragos convenientes y determinarían lo que hay que callar, lo que se puede contar y lo que se debe escribir.

Pero esa campana neumática, aparte de indeseable, es imposible incluso en una dictadura, como la experiencia del pasado sobradamente demuestra. Por aquello del horror de la naturaleza ante el vacío, el espacio insonorizado se poblaría -se está poblando- de esos bulos, rumores, fantasías e intoxicaciones que obligan al Gobierno a una estrategia defensiva de información neutralizadora o simplemente falsificadora. La diferencia entre el pasado y el presente es que mientras el señor Fraga, como ministro de Información, pudo impunemente prolongar la muerte del estudiante Enrique Ruano en un asesinato moral, ahora las bochornosas insinuaciones del señor Meliá acerca del dinero que llevaba consigo José Luis Montañés, estólida versión modernizada del «oro de Moscú» y significativa proyección en los demás de las propias obsesiones, y las atolondradas palabras del señor González Seara para negar la condición de estudiantes de los dos fallecidos han sido estrepitosamente desmentidas a las pocas horas. Pero no se trata de constatar el fracaso de esa política de silencios, medias verdades y mentiras, sino de juzgar el simple hecho de que se esté intentando ponerla en práctica. Si la democracia comienza por la información, resulta difícil entender qué significan las reiterativas y machaconas exhortaciones para consolidar, estabilizar, enraizar, profundizar, ampliar y extender las instituciones democráticas y las libertades cuando al mismo tiempo el Gobierno y buena parte de la oposición nos proponen como ideal patriótico la ignorancia de los ciudadanos acerca de las recetas y los guisos de la clase política, y los medios oficiales tratan de enjuiciar las motivaciones de un muchacho y cubrir de infamia su tumba.

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