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Reportaje:

Patrullas vecinales a la caza de "el Bizco"

Once asociaciones de vecinos y seis partidos políticos de izquierda, entre ellos el Partido Comunista, hicieron público ayer un comunicado en el que expresan su preocupación por el aumento de la delincuencia y el trato gubernativo que recibe el tema. Barrios enteros del cinturón sur de Madrid se han visto encogidos durante estos meses por un súbito aumento de la delincuencia juvenil. San Cristóbal de los Angeles, los tres núcleos de Villaverde, San Fermín y Orcasitas han padecido y aún padecen una psicosis de, inseguridad en la calle que les ha llevado en ocasiones a crear sus propias patrullas de autodefensa. Sobre el caso concreto de Villaverde Bajo -30.000 habitantes de hecho- escribe

.Todo el que no conozca el sur de Madrid puede llegar a Villaverde Bajo siguiendo un rastro de piezas de quincalla, limaduras y, sobre todo, una pátina gris que define inequívocamente los polígonos industriales. A veces, como hoy, alguien se atreve a encender una hoguera junto a los hierros fatigados, del puente, una voz convoca a media docena de perros con un grito, y un viejo que tira de un carro vuelve la cabeza para ver pasar el tren y alza la solapa de la chaqueta al darse cuenta de que cerca de los cables, los raíles y el alambre de espino hace siempre un poco de frío, sobre todo al atardecer, que es el momento en que mejor se definen los horizontes metálicos.

Al atardecer, y desde hace ya muchos años, varias decenas de miles de obreros metalúrgicos o constructores vuelven al pueblo a través de la calle del Cobre, o la calle del Manganeso, o la calle del Platino, calles con resabio de factoría, hasta llegar a Juan José Martínez Seco, en el centro del pueblo, donde ya huele a jabón, a vino y a fin de fiesta, como suele suceder cuando se vuelve a casa desde las horas extras, los andamios y los intentos de revisar el convenio. A Villaverde vinieron pastores extremeños, pequeños ganaderos gallegos, segadores zamoranos y otros ciudadanos obligatoriamente deprimidos a fin de mes, en una época en la que había muchos ascensores que fabricar, muchos circuitos electrónicos que imprimir y muchos solares vacantes. La carretera de Andalucía, las fábricas y las grandes vías interiores de comunicación entre barrios aislaron las viviendas lo suficiente como para permitir que Villaverde Bajo siguiese pareciendo un pueblo. Las tabernitas de reunión y los niños en la calle le prestaron durante muchos años un ritmo tranquilo y un ambiente acogedor. Por eso, los trabajadores volvían sonrientes, con el tiempo justo para fundar el Rosales Club de Fútbol y echar al aire los dados de la quiniela. Hasta que aparecieron el Bizco, el Porras y el Jalisco.

Llega un forastero

Los primeros indicios claros de que la vida iba a ser más difícil en el pueblo habrían pasado inadvertidos para alguien que no fuera buen observador. Un grupo de adolescentes comenzó a establecerse a distintas horas del día a la entrada del bar Puerta del Sol, en la calle de Juan José Martínez Seco. A primera vista podrían ser alumnos de EGB, quizá de octavo curso, que hubiesen hecho novillos, pero los vecinos más avisados observaron en ellos ciertas actitudes intranquilizadoras: miraban a su alrededor como si hubiesen descubierto de pronto que el mundo les venía pequeño. Luego iniciaron varios juegos prohibidos. Se diría que una voz en off iba dictándoles rigurosamente las lecciones de un dudoso manual de convivencia: las provocaciones a otros niños les sirvieron para rescatar la emoción de antiguas peleas y, sobre todo, para comprobar la ventaja del grupo; los pequeños asaltos a las chicas que volvían de la compra les hicieron descubrir a un tiempo los monederos y las chicas, y cuando al fin se atrevieron a enfrentarse a algún padre de familia y comprobaron que, sorprendentemente, las consecuencias no eran tan graves como en principio habían podido imaginarse, aparecieron ya con garrotes y con cadenas. Al frente del grupo de diez o doce solía venir un muchacho bajito y menudo cuyo distintivo eran unas gafas tan gruesas que los ojos se le veían muy al fondo, como si estuviera mirando por dos canutos. Era el Bizco.

Sobre el Bizco se tenían escasas referencias en Villaverde Bajo. Un compañero de colegio le recordaba apenas como un muchacho corriente: se piraba las clases como los demás, y no parecía ser más agresivo que otros; se decía que o su padre o él habían tenido algún trabajo en un taller mecánico, y se sabía que formaban familia numerosa. Además del padre y de la madre, en casa vivían sus cuatro hijos: la mayor, el Peana, el Bizco y el pequeño. El Bizco parecía ser un pobre muchacho destinado a perderse en un libro de familia: sin embargo, los pronósticos iban a fallar.

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Inmediatamente, el Bizco empezó a pasearse en grandes coches por Villaverde Bajo: un Chrysler por la mañana, un Seat 132 por la tarde; lo suyo era ir siempre al volante de lo más rumboso que se ve en los estacionamientos. En determinadas épocas se pensó que los delincuentes adultos de la banda de el Jalisco acabarían devolviéndoles a la escuela primaria, «sin embargo, el Bizco ha sabido hacérselo muy bien, no suele circular en solitario; cuatro o cinco cómplices armados de navajas, cadenas, bates y pistolas de fogueo le otorgan la presencia de ánimo que precisa para perseguir a mujeres y niños con el coche, en horas de recreo, y para asaltar a cualquier ciudadano que porte una cantidad apreciable de dinero». En el barrio se le han atribuido puntualmente amenazas de muerte «sacando el pecho», tirones de pendientes con desgarro de oreja, atraco a una farmacia con pinchazo al dueño, robos de! medallas familiares a niños que salen del colegio, reventones a cabinas telefónicas y hurtos de coches.

Hoy, el Bizco tiene dieciséis años y una aureola que amenaza seriamente a el Colega, el reputado sucesor de el Jaro.

Realidad y leyenda

A finales de septiembre, alguien comentó en el barrio que la banda de el Bizco había asaltado a una muchacha; los urgentes cronistas que en los pueblos se encargan de divulgar los sucesos de sangre hicieron un relato estremecedor habían abusado sexualmente de ella y la habían cortado los pezones: la chica estaba muy mal. El pueblo se revolvió.Los vecinos más pacíficos se encuadraron en grupos defensivos. Todos se proveerían de armas elementales, aunque seguras: gruesos cables de conducción eléctrica forrados, palos de buen porte, y algunos, a hurtadillas, de un cuchillo de cocina «porque yo teng6 que defender mi vida, y estoy dispuesto a defenderla hasta el final: cuando se está amenazado de muerte no caben términos medios». A las siete del día, grupos de unas quince personas empezarían a peinar las esquinas, los descampados y, aventurándose hasta el límite, los bosquecillos grises que permiten llamar sin rubor villa verde a Villaverde. Los resultados fueron desiguales: largas horas de patrulla, apenas alguna sombra indeterminada y, a última hora, el descubrimiento de una guarida.

"Se buscan gamberros"

No obstante, el Bizco se envalentonó: un día apareció en la calle principal, conduciendo parsimoniosamente un Simca, 1200 amarillo. Exhibía un cartel con una leyenda «Se buscan gamberros para atacar al pueblo», y según cuentan, amagó con él a varias madres de familia, antes de amenazarlas una vez más: «Las mujeres y los niños estáis condenadas a muerte.» Después consiguió escapar.En los últimos días la lucha se endureció de pronto. Los vecinos lograron atrapar a el Jimeno, uno de los pandilleros más acreditados. «Ya está en libertad, aunque ante nosotros se confesó participante en el robo a la farmacia: hizo, incluso, intención de suicidarse golpeándose en la cabeza con un cenicero mientras esperábamos a la policía.» A la captura de su compinche el Bizco respondió con varios apaleamientos; en ellos sus cómplices utilizaron, tal vez por escarnio, restos de mecanismos antirrobo para coches. Al electricista le golpearon «en la boca del estómago y en un brazo, a un cobrador de la Empresa Municipal de Transportes también le dieron -una paliza y le robaron la recaudación, y éstas no han sido las únicas víctimas. Conocen a algunos encuadrados en patrullas, esperan su ocasión, les acechan y les atacan de madrugada, cuando vuelven a casa. El Bizco está resuelto a vengarse». Tiene fe en las fuerzas de el Porras y el Tapón: desde que abrió el manual, todas las batallas le han sido favorables. Alguien dice: «Que sepan que las horcas están preparadas.»

Sobre las siete de la tarde del sábado pasado, los vecinos deciden echarse nuevamente a la calle, después de varias persecuciones a las que el Bizco escapó, «como si el diablo le estuviese llevando la mano: una de las veces echó el coche a un terraplén y, nadie sabe cómo, evitó que volcase y se esfumó en el último instante». Huele a turbia ceremonia. Nadie echa los dados al aire: hoy es tan denso que tardarían demasiado en caer. «Vamos, vamos todos.» Llega la policía. Detiene a Ernesto el Gitano, un vendedor ambulante, que había participado apasionadamente en la formación de los piquetes de defensa, y se había atrevido a enfrentarse un día, con una navaja en la mano, a unos cuantos sicarios de el Bizco. Los vecinos se arremolinan, uno de ellos toma un megáfono. «Seguidme.» Quieren ir a la comisaría de San Cristóbal de los Angeles, a saber por qué han detenido a Ernesto. «Vamos todos, andando, sí: aunque tardemos cuatro horas. » La policía le reclama. Hay un confuso cambio de palabras. La policia le retiene. Se lo lleva. «¿Es ahí el diario EL PAÍS? Cuando son las doce de la mañana del lunes, todavía no les han soltado. El Bizco, en cambio, sigue en la calle. Esta noche habrá asamblea. »

Denuncian la política del Gobierno

Ayer, martes, los metalúrgicos volvieron a casa al atardecer. Hacía frío tras el puente. Algún flautista benévolo se había llevado a los niños de las calles. Una vez que los trabajadores se convirtieron en vecinos, hicieron asamblea. Y comunicado. «Denunciamos la política del Orden Público del Gobierno Civil, que sólo es represiva para los ciudadanos, en lugar de ir a la raíz de los problemas; pedimos la erradicación de las auténticas causas que provocan la delincuencia, como son el paro, la falta de puestos escolares, la marginación de la juventud, y la falta de instalaciones deportivas y culturales; pedimos la devolución de las competencias sobre orden público a los ayuntamientos, y la creación, por parte de los ayuntamientos de Madrid, de una policía de barrio, que se nutra con personas naturales del mismo y con carácter preventivo; en el control de dicha policía deben participar las entidades y ciudadanos; decimos no al aumento de la presencia de la Policía Nacional, con el pretexto de la delincuencia, en estos días, y pedimos finalmente, la libertad inmediata de los dos vecinos detenidos.

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