Tras un inicio esperanzador, 1979 se perfila nuevamente como año de crisis
La sombra de una nueva crisis define, en la mitad de 1979, la coyuntura de las economías occidentales. Todo ha sucedido en poco tiempo, cambiando las buenas perspectivas con las que finalizaban en el año 1978 las economías agrupadas en la OCDE. Incluso en el primer trimestre de este año esa situación de bonanza relativa continuaba. Tres resultados positivos testimoniaban este esperanzador comportamiento económico:Un crecimiento durante la segunda mitad de 1978 del 4%, superior al del mismo período del año anterior (3,7%). Cuatro de las economías de los siete países principales de la OCDE aceleraron claramente su marcha en el grato segundo semestre de 1978: Estados Unidos encabezaba esa recuperación, con la mayor tasa de crecimiento (5,2%), seguían Alemania occidental (4,6 %) y Japón (4,2 %), que parecían haber escuchado al fin las insistentes peticiones de todos los países de la OCDE de favorecer la expansión posible de sus potentes economías, e Italia, que, con un crecimiento del 4,6 % del PNB, se había sumado a esta mejora del pulso económico occidental. Los tres países restantes ofrecían resultados menos brillantes -Canadá, 3.2%; Gran Bretaña, 3 %, y Francia, 2,3 %-, pero no muy alejados de sus tasas de desarrollo del primer semestre de 1978. Todos esos datos confluían en la esperanza de alcanzar una etapa de crecimiento sostenido para 1979.
En ese proceso de expansión, la inversión privada fija fue ganando una presencia creciente. Así, mientras en el segundo semestre de 1977 la inversión contribuía con un 0,25 % al desarrollo del PNB, lo hacía con un 0,75 % en el primer trimestre de 1978, llegando hasta un punto del producto nacional en el segundo semestre de 1978.
El mayor crecimiento y el mejor crecimiento de 1978 -por la paulatina recuperación de las inversiones- se conseguía con una posición exterior favorable. Las balanzas de pagos por cuenta corriente de los países de la OCDE pasaban de un saldo adverso de -26.900 millones de dólares, en 1977, a uno favorable de 5,9 millones, en 1978. Se registraba, asimismo, una importante ganancia en los precios de exportación respecto de los precios de los artículos importados (la relación real de intercambio mejoró en cinco puntos de promedio entre la primera mitad de 1977 y finales de 1978). Finalmente, se había conseguido también una mejor distribución de los déficit y superávit de cada uno de los países de la OCDE, ajustándose a un mejor modelo de balanzas de pagos.
Como principal pasivo de este proceso de recuperación económica de fianles de 1978 y comienzos de 1979, debía anotarse el comportamiento de la inflación situada en cotas altas en la mayoría de los países, lo que obligaba a vigilar la marcha del gasto nacional. En especial, la tasa de inflación de la economía americana se fue situando a lo largo de 1978 en peligrosos y crecientes niveles, que rozaban en el último trimestre de 1978 los dos dígitos para los precios de consumo (9,1%), y lo sobrepasaban en los precios al por mayor (10,7%). Como contrapartida favorable, las economías de los pequenos países de la OCDE conseguían realizaciones mejores en precios, reduciendo en dos puntos de promedio sus muy elevadas tasas de inflación, en marcada discrepancia aún con las vigentes en la mayoría de los principales países.
Es sobre estas economías con un comportamiento esperanzador y mejorado sobre las que ha descargado su peso contundente un hecho nuevo y trascendente: la interrupción de las exportaciones de petróleo de Irán y los acontecimientos que han seguido a esa crisis. Una crisis que no viene sola: la acompañan elevaciones en partidas importantes de los costes de producción (materias primas, costes del trabajo), que agravan su incidencia.
La tónica de la coyuntura está marcada por estos hechos, y su descripción y valoración debe realizarse a partir de ellos. Dicho en otros términos, el análisis de la coyuntura económica de los países occidentales se termina resolviendo, en definitiva, en una valoración de los efectos de la «nueva» crisis petrolífera y de los mayores costes de producción sobre las distintas economías nacionales.
La presencia de estos acontecimientos -crisis petrolífera, inflación de costes- no es nueva. Tiene un aire familiar con los que precedieron a la intensa inflación y a la profunda depresión mundial de 1974-1975. Si a esa experiencia nos atenemos, 1979 se presentaría con el desagradable horizonte de una nueva inflación con estancamiento. Las economías occidentales parecerían estar condenadas así a vivir de nuevo este mal después de haberlo padecido hace cinco años, y no haberse respuesto aún de sus consecuencias. El elevado coste social de ese precedente hace necesario no repetir sus principales errores y, en todo caso, obliga a definir unas políticas adecuadas con cuya ayuda pueda mejorarse la situación y obviar la peligrosa alternativa de que la adopción de medidas nerviosas e improvisadas para salvar las situaciones que a corto plazo pueden plantearse a partir de los preocupantes datos actuales, cierren irreparablemente el horizonte de posibles soluciones a medio y largo plazo.
El punto de partida obligado de ese mejor comportamiento de las economías nacionales ante la crisis actual es conocer sus dimensiones. Tratemos de estimarlas.
Los datos de la nueva crisis del petróleo
El rasgo más destacado de la nueva crisis del petróleo es el desajuste entre su oferta y demanda. Un desajuste corto en cantidad, producido de forma súbita e inesperada por los acontecimientos de Irán, que redujo drásticamente su producción a finales de 1978, estancándola posteriormente a un nivel inferior al 40 % de sus suministros anteriores.
La resonancia de este acontecimiento en el mercado mundial de crudos no guarda correspondencia alguna con sus reducidas dimensiones físicas. Un balance elemental, en efecto, de la situación mundial del mercado de crudos (excluidos los países comunistas) podría ser el del cuadro I.
La producción mundial de crudos se halla prácticamente estancada: sus ritmos de crecimiento son tan sólo del 1,4 %, en 1979, y del 2,5 %, previsto para 1980. Causas de esta situación en 1979 son la reducción de producción iraní (que bajó de un promedio de 5,2 millones de barriles diarios, en 1978, a 1,1 en el primer trimestre de 1979, para estabilizarse, en un ritmo previsto de 3,5 millones, para el futuro inmediato), junto con la escasa respuesta del resto de los países productores, pues sólo Arabia Saudita e Irak intensificaron sus producciones durante el primer trimestre del año actual, compensando sólo la menor oferta iraní.
La demanda prevista, en cambio, crece a un ritmo más elevado que la oferta, lo que origina un déficit -como mínimo- de 1,4 millones de barriles diarios, que otras estimaciones elevan hasta dos millones de barriles, en 1979, y 2,5 millones de barriles, en 1980.
Existe, pues, un desequilibrio real oferta-demanda, un desequilibrio reducido, lo que Guido Brunner -comisario de Energía de la CEE- ha denominado una penuria marginal, que ha introducido una rigidez y producido un nerviosismo, en apariencia, desproporcionados en el mercado. Si al indicador de los precios se atiende, se comprueba que éstos se han elevado en un 25 % sobre 1978. Por otra parte, el intercambio de crudos dispone de un escaparate especial: el mercado spot de Rotterdam, enormemente sensible -aunque en él no se trafiquen cantidades importantes- a los desajustes coyunturales entre oferta y demanda. La reducción en la producción iraní colocó inicialmente el precio del barril en el mercado spot a veinte dólares, frente a 13,6 dólares practicado por los países de la OPEP (en promedio), durante el primer trimestre de 1979. Dadas las negras perspectivas para el resto del año, el precio spot ha continuado subiendo, habiéndose superado en esta semana los cincuenta dólares en algunas pequeñas operaciones.
Aunque estos elevados precios spot no inciden directamente sobre el grueso de las cantidades traficadas (operaciones a medio plazo), tienen un enorme impacto psicológico. Impacto psicológico para los compradores y también para los vendedores.
¿Qué motivos explican que esa penuria marginal del mercado de crudos haya producido tan desorbitados efectos? En primer lugar las peculiaridades del propio mercado. El insaciable apetito del mundo por el petróleo explica que basta que exista una diferencia muy pequeña entre oferta y demanda para pasar de la abundancia a la escasez. Como han afirmado los británicos, el mercado de crudos parece gobernarse por la máxima de Mr. Micawber, el inolvidable personaje de Dickens: «Ingresos anuales, veinte libras; gastos anuales, diecinueve libras, diecinueve chelines, seis peniques; resultado: abundancia. Ingresos anuales, veinte libras; gastos anuales, veinte libras cero chelines seis peniques, resultado: miseria.» A esa avidez del mercado debe añadirse, en segundo lugar, su organización: un monopolio que desde los acuerdos de la OPEP de marzo opera con un sistema de precios mínimos, dejando que las fuerzas del mercado fijen los precios corrientes que permiten obtener la máxima ganancia a los oferentes.
Si a esas dos premisas se añaden las mayores necesidades impuestas por un invierno duro y el anárquico comportamiento de los consumidores, se tendría una explicación suficiente de la amplificación y resonancia con las que el mercado ha
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traducido esa corta diferencia entre su oferta y su demanda.No puede extrañar que estos hechos motivasen la urgente convocatoria de los países que se integran en la Agencia Internacional de la Energía (AIE) el pasado 21 de mayo en París. Propósito básico de esa reunión fue definir un comportamiento conjunto adecuado para reducir los efectos de esta segunda crisis del petróleo.
La definición de ese comportamiento conjunto tenía motivaciones fundadas, pues los distintos países habían reaccionado muy desigualmente desde la primera crisis petrolífera. Algunos países (casi todos los europeos) han procurado ajustarse, reduciendo su consumo y sus importaciones; otros, en cambio, han contribuido a desequilibrar aún más el mercado, intensificando su ritmo de importaciones en previsión de nuevas penurias en las perspectivas de abastecimiento. En este sentido, hay que señalar que Estados Unidos es el único país, entre los grandes países industrializados, que desde la primera crisis energética ha aumentado tanto la proporción de petróleo dentro de su total de necesidades energéticas, como la proporción de crudos importados. (Véase cuadro I).
La aparición de la segunda crisis del petróleo fundamentaba la recomendación básica de la reunión de la AIE: reducir voluntariamente en un 5 % el consumo a partir del segundo trimestre de 1979. Reducción que permitiría alcanzar un equilibrio global exacto con la oferta en 1979 y un superávit en 1980.
A esa recomendación ha seguido la decisión unilateral del Gobierno estadounidense de primar con cinco dólares cada barril importado por las distintas compañías entre el 1 de mayo y el 31 de agosto; decisión que va en contra del empeño común de estabilizar el mercado y que se ha adoptado en secreto a los pocos días de la conferencia de la AIE, dominado por la reconocida necesidad de una estrecha cooperación. Las reacciones de los países europeos ante esta medida han sido de unánime condena, pues es obvio que provocará un alza de precios preparando y justificando una nueva subida por los países de la OPEP, que han de definir su política en la reunión del 26 de este mes.
La crisis del petróleo: efectos económicos
Esta larga excursión por los acontecimientos de un mercado no estaría justificada si no definiese, como es el caso, la situación económica actual. Es difícil exagerar, en efecto, la importancia indiscutible de estos hechos.
La crisis económica actual es una crisis que se manifiesta en dos males difícilmente remediables: la inflación y el estancamiento del crecimiento económico. Sobre ambos actúan de forma decisiva los mayores precios de los crudos. Por referirnos a los hechos actuales, el aumento ya registrado en los precios del petróleo del 25 % añadirá -por sí solo- más de medio punto en 1979 a la tasa de inflación de los países de la OCDE y el doble cuando los otros precios de la energía se ajusten al alza. Con todo, éstos no son más que los efectos directos. Porque el proceso no se detiene aquí. El crecimiento de los precios interiores desata un crecimiento de los salarios con el cual las rentas del trabajo tratan de defender sus expectativas de ingresos, negándose a aceptar el empobrecimiento relativo que a los países deficitarios de energía les ocasiona la fijación alcista de un precio por los países que monopolizan el mercado de petróleo. Esta inflación salarial complica y amplía las consecuencias finales sobre los precios de consumo de cualquier aumento directo en los precios de la energía.
Por otra parte, el aumento del precio actúa también sobre el crecimiento económico de forma muy negativa a través de tres vías diferentes: los mayores precios de los crudos absorben una parte mayor del gasto nacional en energía, restando fuerza a la demanda de otros bienes y servicios cuyas oportunidades de venta disminuyen; se reduce, asimismo, la demanda total en la propia área de los países de la OCDE, ya que los países de la OPEP tienen una escasa capacidad de absorción de los recursos adicionales que consiguen por los mayores precios del petróleo; finalmente, el encarecimiento de los crudos oscurece y deprime las expectativas empresariales en cuanto signo anunciador inequívoco de un agravamiento de la crisis y extiende una posición de cautela en los consumidores que se manifiesta en un mayor ahorro por motivos de precaución. Es difícil cuantificar la posible incidencia de estos complejos efectos. Los cálculos de la OCDE estiman que para la Organización en su conjunto un aumento anual del 10 % en el precio del petróleo origina una caída del 0,25 % en la renta de los países que integran la Organización y ese porcentaje se duplica a consecuencia de la caída de demanda internacional en que se manifiesta cualquier alza del precio de los crudos.
Ese doble efecto de la crisis del petróleo sobre la inflación y el estancamiento es el que se padeció en 1974 y el que estamos volviendo a vivir en 1979. Cierto que existe una importante diferencia en cuanto a las dimensiones de estos dos episodios, pues los precios no se han disparado, por ahora, con la fuerza que lo hicieron en 1973-74. Pero no es menos cierto que la crisis del mercado de crudos sigue abierta y que los efectos ya registrados en sus precios actuarán sobre un escenario mucho más comprometido que el del pasado: el paro es mucho mayor que en 1973, las expectativas de inflación están mucho más arraigadas, la creación de nuevos puestos de trabajo se ha hecho mucho más difícil y existen sectores enteros que no han sido aún reestructurados de acuerdo con los nuevos e irreversibles datos definidos por la crisis energética.
Por si ello fuera poco, y al igual que en el pasado, los precios de las materias primas industriales han abandonado la tranquilidad que caracterizó a sus mercados en 1978, y de momento registran elevaciones del 6% en el año actual, frente a caídas del 5% en el pasado. Los precios de los metales (cobre, estaño, plomo, platino y plata, por no citar el escandaloso comportamiento del oro, que obedece a otras circunstancias) se han elevado muy considerablemente bajo el impacto de causas diferentes (la guerra en Extremo Oriente, la recuperación de la producción industrial en 1978, la acumulación de existencias especulativas).
Cerrando el comportamiento inflacionista de los costes, los costes del trabajo manifiestan en estos comienzos de 1979 signos de inquietud en los países de la OCDE, que se han estancado por el momento en un aumento de dos puntos en los salarios reales, pronóstico que es muy probable que haya que revisar a la vista del esperado y temido comportamiento de los mercados de trabajo ante la marcha de la inflación a lo largo del año.
Todo ello compone el preocupante cuadro de la coyuntura del momento. Un cuadro que obliga a comprometer una política económica que esté a la altura de la difícil situación en que se encuentra la economía internacional, que corrija y que no agrave los males que ya padecemos y los que amenazan en el horizonte.
Una política económica frente a la crisis
Una política económica que recogiese las importantes lecciones que se siguen de la vivida experiencia de la crisis acentuaría la importancia de seis consideraciones:
1. Los menores efectos sobre la actividad económica de la nueva crisis del petróleo se conseguirían si puede lograrse el objetivo fijado por la AIE: reducir voluntariamente en un 5% el consumo mundial actual. Con programas bien concebidos y administrados que reduzcan el consumo de energía no esencial, existe un acuerdo técnico unánime en que se minimizarían los efectos adversos sobre el desarrollo económico.
2. No obstante, los precios del petróleo subirán en 1979, y el efecto directo de esta elevación se registrará en un aumento de los precios de consumo de los distintos países, a menos que se esté dispuesto a compensar esta elevación del mercado de crudos con reducciones fiscales o subvenciones o con apreciaciones del tipo de cambio que sacrifiquen la competitividad de las exportaciones. Limitar, en todo caso, a lo justificado por el mayor coste internacional la cuantía del crecimiento de los precios es fundamental, porque de éste arrancan los males de la inflación y el estancamiento.
3. Un aumento de los precios interiores, originado por los mayores precios del petróleo, desatará reclamaciones de mayores salarios y pondrá en marcha la espiral precios-salarios que ha hecho la desgracia de las distintas economías después de 1974. Tratar de compensar por la vía de mayores salarios lo que es un empobrecimiento relativo del país frente al resto del mundo no hará otra cosa que empobrecerlo más aún, porque esos mayores salarios equivaldrán a mayores costes y éstos a precios más elevados, lo que arruinará la competitividad del país y agudizará la penuria interna para crear puestos de trabajo. El paro y la caída de la población activa serán los eslabones finales de esta cadena de indeseables efectos. La diferente situación relativa en que la nueva crisis del petróleo colocará a los distintos países dependerá fundamentalmente de la conciencia que de esos efectos tengan todos los ciudadanos y de su comportamiento.
4. Si se fracasase en la reducción del 5% del consumo no esencial propuesto por la AIE se entraría en una situación más crítica, ya que forzosamente los distintos países tendrían que reducir su demanda de energía, reduciendo voluntariamente su demanda total. Esta alternativa de ajuste a la crisis seria muy costosa. La OCDE ha estimado que para conseguir la reducción de la demanda de energía del 5% propuesta por la AIE el producto nacional de los miembros de la Organización debería reducirse en un 2,5 %. Las cosas serían aún peores si nada se hiciera, pues, en este caso, la limitación de la demanda de energía se conseguiría a través de una reducción involuntaria de la demanda total, causada por una recesión inflacionista generalizada. Esa recesión arraigaría las expectativas inflacionistas y agudizaría la crisis de la confianza empresarial, asegurando así la inflación con estancamiento, mientras que, por otra parte, distorsionaría el mercado de crudos complicando las soluciones del problema energético.
5. Parece, pues, claro que la mejor política de ajuste debe orientar sus esfuerzos hacia una actuación directa sobre la demanda de energía y a evitar el alza de los precios, que provocaría una inflación salarial. Estos componentes, que integrarían la respuesta adecuada al comprometido momento económico actual, deberían ser completados con políticas positivas de ajuste que favorezcan la competencia en los mercados de productos y factores, la reconversión gradual y perseverante de los sectores en crisis, la eliminación de los factores de rigidez de precios, la elaboración y ampliación de programas de formación profesional y aumento de la movilidad del trabajo.
La adopción de esas políticas positivas de ajuste no deberían olvidar, como capítulo fundamental, el desarrollo de cuantas acciones faciliten el empleo, puesto que el paro constituye el signo más duro de la crisis y el frente en el que es más difícil conseguir resultados positivos.
6. La larga fase crítica que domina la coyuntura internacional no podrá superarse con la acción aislada de los distintos países. La crisis económica actual es de tal gravedad que el remedio de sus males reclama, como ninguna otra, la, cooperación internacional, porque es ahí donde muchos problemas internos pueden encontrar alivio, si no solución definitiva, que ha de buscarse también con medidas internas que reclaman importantes sacrificios nacionales. Estamos condenados a vivir muchos años con la crisis abierta en 1974. Y sólo podremos avanzar para salir de ella a impulsos de actuaciones perseverantes, solidariamente respaldadas por todos los países con actuaciones nacionales coherentes y coordinadas internacionalmente. Y es aquí donde los hechos ofrecen un horizonte pesimista, puesto que el comportamiento internacional dista de estar informado por los criterios de una política común. Mientras esto sea así, la crisis se agravará con toda la secuela de formidables problemas económicos, sociales y políticos que la acompañan.
Sería bueno, en consecuencia, que la próxima reunión de ministros de la OCDE y la cumbre de Tokio ofrecieran un mensaje de esperanza. que hoy no se encuentra entre los datos disponibles.
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