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El terrorismo, ¿un rito sacrificial?

El terrorismo va preocupando excesivamente a los que intentan construir o reforzar la democracia en este nuestro viejo mundo occidental. En todos los programas políticos es obligada la mención a la «erradicación del terrorismo». Pero hemos de reconocer que la terapéutica que se aplica no va acompañada de un suficiente y pleno diagnóstico de la enfermedad. ¿De dónde viene el terrorismo?El sociólogo italiano Sabino Acquaviva acaba de hacer unas advertencias muy pertinentes a este respecto. Entre las razones que impulsan a los jóvenes a emprender el camino del terrorismo las hay de tipo moral y religioso. Así, como suena. E incluso serían las más determinantes.

Razones morales. Se pasa a la lucha armada porque se rechaza esta sociedad como irremediablemente injusta y definitivamente incapaz de satisfacer las necesidades del hombre y de la mujer, de la que forman parte.

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Razones religiosas. Los individuos que disparan son personas que, perdidos los valores religiosos y tradicionales, redescubren en el hecho de disparar y de matar un momento ritual, la experiencia de lo definitivo y de lo absoluto. ¿Y qué hay más definitivo y absoluto que morir? ¿O que el sacrificio, casi ritual, del «culpable»? Los que disparan, cuando tienen una motivación «religiosa», son ordinariamente de formación católica, se han llevado consigo -retraducida a términos de marxismo revolucionario- una neta y casi maniquea distinción entre el bien y el mal, que habían asimilado en la familia de origen. Frecuentemente se han rebelado contra una familia que los apresaba precisamente en el espacio del rígido sistema moral que han rechazado, contra el cual se han rebelado, pero que se han llevado consigo a la lucha armada, cambiando solamente la escala de valores.

A la lucha armada no han llegado de pronto. Muy frecuentemente han sido católicos socialmente comprometidos: en la JOC, en la HOAC, en las «vanguardias obreras», etcétera. La rebelión contra la familia se convierte en rechazo de la escuela; el rechazo de la escuela se traduce en el de la sociedad; la contestación se hace rebelión, y la rebelión, lucha armada. Así, muchos se han encontrado, sin más, cerrando su pasado, sacrificando ritualmente su pasado, ajusticiando el «mal», que estaba ante ellos; asesinando e hiriendo a los hombres de la institución, los hombres que «hacen el mal» en nombre y por cuenta del Estado.

Razones para identificar el mal con nuestra sociedad no faltan ni con mucho, y por eso es más fácil que antes dar el paso sucesivo hacia la lucha armada. Antaño, las jóvenes generaciones luchaban contra las injusticias económicas, y por ello la lucha de clases, en sentido estricto, era el motivo de la rebelión. Hoy es diverso: la liberación personal, a través del eslogan según el cual «lo personal es político», ha llevado a muchos jóvenes a la lucha contra las situaciones a través de motivaciones personales profundas e íntimas.

Estos jóvenes se sienten como oprimidos por la injusticia del mundo, parecen querer devolverle a todo la salud perdida y sin tregua, y esta totalidad y esta prisa es la imposible justicia en un mundo de injusticias. He aquí, pues, la lucha armada como atajo moral, como fruto agresivo de la exasperación, como pasillo excusado para llegar a la construcción de un mundo «justo», definitivamente «justo», para hombres «justos».

Todo esto ha de hacer reflexionar muy profundamente a las instancias morales y religiosas de una sociedad, que se rasga las vestiduras cuando descubre con horror los estragos del terrorismo, pero no se preguntan por sus pecados anteriores de omisión e incluso de represión contra estos hombres de hoy, que fueron los jóvenes o adolescentes de ayer, despreciados, menospreciados e incluso condenados por las mismas jerarquías religiosas, que para ello alegaban motivos de «prudencia pastoral».

¡Menuda imprudencia la represión de antaño, que nos ha traído el casi insoluble problema del terrorismo de hogaño!

Se ha dicho que el hombre es el animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Y yo añadiría que el homo religiosus tropieza no dos veces, sino muchas más. ¿Habrá llegado la hora de superar el fariseísmo de los que ponen su grito en el cielo (y yo mismo lo pongo todavía más arriba, si es posible) contra el aborto, pero que acunaron con sus exhortaciones «religiosas» a los ajusticiados de un régimen dictatorial?

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